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– Pero ¿por qué eres tú tan distinta de tu hermano, de todas las demás niñas? -me preguntó mi madre un día.

– Porque yo soy una artista, mamá. Yo soy poeta.

– No sé qué será eso, pero seguramente algo que no es como debería ser. Sabe dios cómo terminaremos, y a quién acabarás echando tú la culpa de todas estas cosas tuyas.

Tenía toda la razón: así fue.

Yo no pertenecía aún a lo que Dante llama «el tropel de Dido», en el Canto V del «Infierno». O sea, a la pandilla de los lujuriosos. Pero ya cultivaba el amor propio y era muy masturbadora. Me refiero a que todavía era la dueña de un himen sin romper. Hasta entonces creía con ceguera, que es la única manera decente de creer, en lo que me habían dicho. «Aseguran y juran que hay un momento así, en el que una se inclina, reúne energías, contiene el aliento, un instante de supremo silencio que se da en la tensísima identidad de dos personas. El mismo instante es como la sombra que la pasión proyecta. Un relajamiento de todas las tensiones anteriores y al propio tiempo un estado de nueva y súbita sujeción, en el que ya está contenido todo el futuro. Una incubación concentrada en la punta de un alfiler, o en otra punta que con suerte será más gorda… Y, por otra parte, algo insignificante, una sorda e imprecisa herida, una debilidad, un temor, una victoria…» En una palabra, la releche.

Yo creía en todo eso. Me preparaba para ser desvirgada en un lecho cubierto quizá con pétalos de flores, para ser desnudada con una delicada urgencia, para recibir caricias iniciales que abrieran el deseo y lo multiplicaran como el corazón de una vellorita, para ser iluminada apenas con una luz temblorosa de velas, para ser mecida por promesas y tranquilizada con susurros casi ininteligibles…

Bueno, pues fui desvirgada en los retretes de un cine de barrio. Me es imposible decir el nombre del cine ni el de mi pareja porque nunca los supe. El del barrio, sí: El Palo. Pero del tío, ni su nombre, ni su edad, ni su cara apenas, ni el tacto de sus manos. Estaba viendo una película de Cary Grant cuyo título he olvidado también, pero jamás olvidaré la nuca del protagonista. Un hombre vino a sentarse cerca de mí. Luego un poco más cerca. Luego en la butaca de mi derecha. No había mucha gente. Sentí un primer contacto de su rodilla, tanteador y exploratorio. Lo aguanté. Sentí que subía el brazo izquierdo hacia mi espalda y llegaba a mis hombros. Recliné en él mi cabeza. Su mano derecha aterrizó en mi muslo. Crucé esa pierna sobre la otra para facilitar la operación. Eché un vistazo sobre la cara sin afeitar de un hombre de unos cuarenta años. Yo tenía diecisiete, pero parecía mayor, porque era eso lo que intentaba. Mientras su mano derecha se ocupaba de mis pechos, la izquierda empujó mi cabeza hacia su boca. Yo pensé que ahí terminaría casi todo. Por si acaso, exploré su entrepierna: no había objeción que hacerle, la verdad. Eso estaba pensando cuando, sin más rodeos, pegó un tirón de mí, me levantó, me arrastró por el pasillo, me sacó de la sala y me metió en los servicios que había bajando una escalera a la derecha. Dentro de un cubículo que cerró, comenzó a abrirse paso. Cuando concluyó con la blusa, me desabrochó hábilmente el sostén. No sé si me levantó o me bajó la falda… Yo he de reconocer que me costó mucho trabajo desabrocharle el cinturón a él, abrir sus pantalones y dejarlos caer. Lo único que me sorprendió fue el tamaño de algo que nunca hubiese imaginado así. No tuve más remedio que acariciarlo: era un deber. Por poco tiempo, porque el aliado me atacaba con toda su artillería. Yo ignoraba lo que iba a hacer él, lo que iba a hacer yo, lo que íbamos a hacer juntos. No tuve la menor oportunidad de dudarlo. Me oprimió contra la pared. Ni siquiera se había quitado una especie de cazadora algo mugrienta. Había metido una mano, o las dos, en mis bragas.

Yo sentí que, con la maniobra y con sus dedos, me trastornaba. Su lengua la tenía yo en mi boca. Él no hablaba. Ni yo. Sencillamente no estábamos para esas zarandajas… Por fin, me introdujo donde era previsible lo que era previsible. Me pareció excesivo. Me pareció violento. Emití un suave quejido que lo exaltó más aún. Preferí, pues, callar y soportar. Noté una breve vacilación, un instantáneo frenazo. Pero fue muy breve, apenas perceptible: un empellón más fuerte me dejó sin defensas. Pensé que si se corría dentro… Después no pensé nada. Fue un asalto muy breve. Soltó un quejido él también, pero más fuerte que el mío. Suspiró con la boca muy abierta: «¡Me cago en la Verónica!» Yo pensé: «Huele a tabacazo.» Se retiró de mí. Se subió el calzoncillo y los calzones. Se pasó la mano por los pelos de la cabeza. Salió después de echar una ojeada. No dijo ni adiós. Ni gracias. Ni qué bien. Y cerró la puerta con cuidado y sin ruido. Yo reconozco que me quedé desconcertada. Pero no demasiado. El mundo es muy distinto de como nos lo cuentan… Por lo menos, me quedé desconcertada pero no embarazada. También es cierto que no aprendí del todo la lección.

Después tuve, no puedo decir si a menudo o si no porque depende de cada criterio, relaciones tampoco puedo decir que propiamente eróticas. Yo reconozco que entonces era muy partidaria del sexo, de la libertad sexual quiero decir. Pero no tenía demasiada suerte. Para mantener relaciones continuadas se requiere una clase de personas no fáciles de encontrar. Se requiere una apariencia de amor, que en aquellos años habría conducido al matrimonio. Yo detestaba dos cosas: el matrimonio y la maternidad. Tuve que contentarme en demasiadas ocasiones con abastecerme a mí misma. Eso tiene la ventaja de que una acaba por conocer muy bien sus propios rinconcillos íntimos y los laberintos que conducen a ellos. Y, por otro lado, puedes elegir el momento, o aceptar la sugerencia externa de lo que lees o la interna de lo que piensas y te apetece. Y puedes dedicar el tiempo a otras actividades que no sean una conversación inconsistente con quien no tienes nada en común sino las ganas de follar: puedes leer, pasear, soñar, inventar, tener alguna amiga o algún amigo blancos (no hablo de raza sino de intenciones), estudiar sin prisas ni agobios, qué sé yo, todo, todo, todo…

Fue así como me enteré de ese mundo, tan peregrino, del Kamasutra y del Anangarranga. Sólo el capítulo de los besos me llevó dos semanas. Quiero decir el beso y el mordisco. Porque así como el arañazo no recibe nombre, los mordiscos los tienen muy variados: el de jabalí, la nube quebrada, el escondido, el hinchado, el puntual, la línea de puntos, el coral y la joya, o la línea de joyas. Ese último es cuando se muerde con todos los dientes, y debe darse en la garganta, en las axilas o en las ingles: una especie de antropofagia afectuosa. Qué gente, la oriental…

En cuanto a las clases de besos propiamente dichos, hay tantos que, si uno supiera el nombre de todos y quisiera darlos pensando en él, necesitaría una memoria prodigiosa o un diccionario; si no, se distraería a menudo y olvidaría lo que hace y de lo que se trata. El beso ladeado, en el que la pareja gira las cabezas en opuestas direcciones para aproximar más las bocas. El reclinado, cuando uno echa atrás la cabeza y el otro lo besa sosteniendo en alto su mentón. El directo, en el que los labios se chupan y se mordisquean. El de presión, que se da fuerte y con la boca cerrada: es muy a propósito para iniciar o concluir una sesión sexual, y hay que tener cuidado con la parte interior de los labios. El del labio superior, cuando un amante muerde el de arriba y el otro es mordido en el de abajo. (De todos modos hay mucho sexismo en el librito este: el activo es el hombre, y la mujer, pasiva, lo cual es indignante.) El beso broche es el que se da sujetando los labios del otro con los tuyos, y no es muy eficaz cuando uno de los dos, o los dos, tienen bigote. El beso nominal, como su nombre indica, consiste en besarse dos dedos y tocar con ellos la boca del otro: una chorrada. El palpitante es sembrar de besitos la boca del otro. El de contacto es rozar levemente con la boca los labios de la amada. El beso de las pestañas se llama de mariposa y es desaconsejable y abiertamente cursi. El de los dedos es lo mismo que el nominal, previa unción de los dedos con saliva: no sé qué efecto puede producir, aparte de cierta repulsión. Si se llama de un dedo es porque, mojado éste, se introduce en la boca del otro, lo cual me parece aún más grave. El beso con la nariz, como indica su nombre, es olisquear todo el cuerpo del otro. El que enciende el amor, se da en las comisuras de los labios del amado dormido. El que despierta, en las sienes, cerca del pelo, para despabilar al durmiente, lo que no deja de ser una cabronada. El beso que distrae la atención, lo que quiere es llamarla sobre quien lo da y que el otro se deje de una vez de sandeces ajenas al asunto. El demostrativo se ofrece en público y se deposita sobre un dedo de la mano o del pie si el otro está sentado; o sea, que lo que busca es llamar la atención. El del recuerdo de la pasión es postcoital y cuando uno tiene la cabeza sobre el muslo del otro, si es que han ido las cosas por ahí, y lo besa en el muslo o en el dedo gordo de ese pie. El beso transferido se da a un retrato o a una imagen o a un objeto favorito, pero mirando al otro para que se entere que es a él al que quiere besarse. El beso del cuerpo está bien claro, pero no es conveniente que se lo den los dos al mismo tiempo para que las sensaciones no se neutralicen y haya un poquito de concentración. Lo de besar el pecho y los pezones es más comprensible, aunque se aconseje que se haga con saliva, primero suave y luego intensamente; también puede soplarse la zona humedecida; el hombre debe saber que sus pezones, lo mismo que los nuestros, sienten y pueden ser mordidos a punto del orgasmo, no demasiado fuerte para no distraerlo, porque, en cuanto se les saca de su norma, los hombres son muy dados a despistarse, y entonces santas pascuas… Hay muchas más formas de besar; pero yo, si llevase un consultorio sexológico (nunca sentimental) aconsejaría la improvisación apoyada siempre sobre la experiencia. Lo digo porque, en una ocasión, yo quise poner en práctica la llamada carrera de la liebre azul, que consistía en tirar del pelo de diversos lugares, y en uno de estos tirones resbalé, me caí de la cama y me partí dos costillas. O quizá me empujaron. De eso no se habla en el Anangarranga, aunque sí debería. La gimnasia sexual también es no sólo aceptable sino necesaria. Sin ejercicios previos, la improvisación es un fracaso. Y, desde luego, un riesgo.