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Lo que pasa es que han llegado a mis oídos -a mis ojos para ser más exacta- unas noticias sobre la tejedora orb apasionantes. Se trata de una especie de araña peculiar. En ella, la hembra no muerde y mata al macho; al contrario o casi: el macho se abraza a la hembra estrechamente y le inserta dos apéndices portadores del esperma. Con el primero no sucede nada; con el segundo, muere: quiero decir que él se muere, que él se suicida. Por dos sabias razones queda así, muerto, transformado en mochila: la primera razón, para suministrarle a la hembra suficiente alimento con su cuerpo para sufrir el embarazo y parir en buenas condiciones; la segunda, para que el cadáver despensero impida a otros machos copular con la superviviente. La naturaleza no digo que no sea sabia, pero tampoco manirrota. Es la culpable de ese paralelo entre el sexo y la muerte, de las dificultades y dolores del parto, del uxoricidio, seguido del suicidio masculino… Ya eso se llama llevar el amor a sus últimas consecuencias. Menudo cachondeo.

Pero ahí no acaba todo ni muchísimo menos. Por no hablar de los zánganos de las abejas reinas y de otras entomologías. Me voy a reducir a una referencia más: la de una chinche que parasita a cierto murciélago africano. Los machos de esta especie ignoran la vagina de las hembras; clavan el pene en el abdomen de ellas y a su través introducen el semen en el torrente sanguíneo, que lo lleva a los ovarios. Con el fin de defenderse, las hembras han desarrollado un mecanismo que desvía el pene afiladísimo hacia una estructura esponjosa e íntima. Pero lo más sobrecogedor es que los machos también han acabado por adoptar esa estructura protectora. ¿Para qué? Todo estuvo claro como el día cuando un grupo de investigadores descubrió que también los machos tenían cicatrices iguales a las que ostentaban las hembras después de la coyunda: las chinches machos practican la bisexualidad en consecuencia. Y, para más sorpresa, las chinches hembras cuentan con una versión de los genitales masculinos, se conoce que con el fin de jugar entre ellas. Según se ha descubierto -hay que ver qué chinches son estos chinches- tal enredo procede de diversas transexualidades: los machos, a fuerza de ser acosados por otros machos, desarrollaron defensas genitales femeninas. Y, al reducirse el daño que se hacían los machos entre sí, se inspiraron las hembras y desarrollaron una réplica masculina de sus propios genitales defensivos. A eso sí que debe llamarse evolución gozosa y civilizada y no a nuestros un poco infantiles juguetitos sexuales: vibradores, cunnilinguos o anales, dildos, bolas chinas, estimuladores de clítoris o de pezones, conos vaginales para la debilitación de la pelvis, antifaces, esposas, látigos y demás artimañas artilleras, propias de un pequeño ejército de soldados de plomo. En el fondo, cada día me extraña menos que se joda tan poco. Y más aún ahora, con lo del cibersexo. Los seres humanos servimos para muy poca cosa. Que la naturaleza nos considere como una urticaria pasajera no puede extrañar a nadie. O como unas simples e incómodas ladillas.

Porque el sufrimiento de la mujer va camino, al fin y al cabo, de la vida. Pero el papel del hombre es tan ridículo: un puro trámite, un instrumento no diferenciado, un adminículo de usar y tirar. De ahí que se vengue manejando el mundo, adquiriendo riquezas, haciendo guerras y otras marranaditas; para resarcirse de su servidumbre sexual haciéndose ilusiones, y de la de tener que alimentar a las crías. No me sorprende que, en lugar de morir, mate; para distinguirse por lo menos en algo de los animales.

Y tampoco me sorprende que, después de lo dicho, el sexo haya bajado mucho en la bolsa de la vida. Sé muy bien que el porno no es reciente -lo reciente es el aburrimiento que produce-, y que los primitivos hombres erectos ya se pintaban con pollas campanudas y falsas en las cuevas rupestres. Pero lo más triste es lo que ahora sucede: que el porno vaya unido al jolgorio y que dé risa; que uno se fije en unas costritas que tienen en la rodilla el actor o la actriz de una película pecable e impecable; que las medidas sexuales o pectorales hayan tenido que crecer a fuerza de operaciones para llamar un poco, y pasajeramente, la atención; que se haya perdido el más mínimo interés en el destape, que deslumbró a los españoles de la catetísima movida; que los estudios de Wilhelm Reich nos parezcan a todos fastidiosos y más pasados que la cotonía; que lo que fue pretexto de agitación social, de grandes manifestaciones, de movimientos de liberación, de espanto de los buenos burgueses, haya quedado reducido a un polvo más o menos festivo que a nadie escandaliza. Ya no existen perversiones sexuales: pero no porque el hombre se haya quitado telarañas de su cerebro, sino porque no le importan más que a cuatro catetos, católicos además. Nadie folla ya, salvo los paternalistas y a contramano, para la procreación, sino para la recreación y no siempre se logra. Incluso lo que se lleva es una cierta abstinencia, que hace tan elegante (ya repetí cien veces que se jodía poco); una búsqueda de la intimidad, huyendo de los pregones de la tía Juliana y de la bastedad del sexo a pelo, prestado o por intercambio de parejas, a través de internet, sin llegar a tocarse, seleccionado, individual, en el propio domicilio… Y a solas, como yo. En conclusión, una vez más, que no se jode apenas.

Me gustaría saber cuánto y cómo se jodía en la Pentápolis (quiero tirarme un farol previo; de muchacha logré aprender el nombre de las cinco ciudades: Sodoma y Gomorra, sí; pero también Ruma, Seadeh y Seboah, que siempre se eliminan), hasta qué punto se disfrutaba con todo quisque, incluidos los ángeles, para que dios, entonces llamado Javeh, harto de que no lo necesitaran para maldita la cosa, la condenase al fuego. Debía de ser glorioso el sexo allí. Tanto, que la mujer de Lot, volviendo la cabeza para decir adiós con añoranza, se convirtió en estatua de sal. Y sus hijas, para gozar con su puñetero -en el sentido estricto- padre, lo emborrachaban cada noche. Se conoce que los incestos, a los ojos de Dios, son peccata minuta, más pequeños desde luego que la homosexualidad de cualquier tipo. No sé yo si debo darle la razón. Aunque supongo que tampoco la necesita: él está también solo. Porque lo de uno y trino conduce a un trío raro. Como el del nabo, la nabiza y el grelo; qué le vamos a hacer.

***

No es que trate de recordar, pero me parece que el último día que escribí estaba de otro humor. Aunque desconfío de mi sintaxis y de mi ortografía, no revisaré esas páginas. ¿Para qué o para quién? Y si hay reiteraciones, que les vayan dando. Hoy pienso cuánto juega la vida con nosotros. Parece que tomamos decisiones, y es ella la que nos lleva de un ronzal adonde le conviene… Creímos que aquella casa la decoramos cuidadosamente para vivir con un amor al lado; la vida utilizó ese truco: aquel amor nunca llegó a vivir en esa casa. Los fuegos que encendemos, las palabras de dicha entrecortadas, los grandes gestos estudiados son caminos que la vida utiliza para empujarnos al fin que era su meta… Aquella muerte que nos destruyó no era verdad que nos destruyera: nos ejercitaba y nos vigorizaba para otros ejercicios más difíciles, para otros fines que ni siquiera entraban en nuestros cálculos. El desamor, que tanto nos dolía y tanto rehuimos, aquel escándalo que provocamos, el abandono lento de la gente eran sólo la vía hacia la soledad imprescindible. El dolor que nos llevó a pensar que jamás levantaríamos cabeza era el paso primero hacia la simulada realización y el inicio del aparente cumplimiento… Nunca estamos seguros. ¿Qué proyectos caben aquí? ¿Qué sabemos de nada? ¿Qué significado siquiera conocemos de la palabra futuro? El perro que creímos que iba a remediar una crisis de amor o compañía nada remedió, nada: el amor se acabó, y el perro sirvió sólo, y es bastante, para escribir un libro. Y morir luego.