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Para reconocerlo y enterarse, sin comprender, de esto, para aceptar avanzar o no a ciegas, hay que estar ya de vuelta. Pero de vuelta ¿desde dónde y hacia dónde? ¿Quién le coge las vueltas a la vida? Bien cierto es que la vida da muchas, y algunas, de campana. Es mejor encogerse de hombros y aguardar que nos siga conduciendo sin preguntar adonde. Porque ella, la vida, es el chófer de este coche, en el que montamos alegres y al que damos la dirección a la que deseamos ir. Sin caer en la cuenta de que, como un taxista abusivo, él nos lleva por donde quiere hasta donde quiere. Sin mirarnos siquiera por el espejo retrovisor para observar la cara que ponemos.

Una sola pregunta, si hubiera algo consecuente aquí, destruiría el mundo: ¿por qué? Y otra, aboliría cualquier afán, cualquier ilusión, cualquier proyecto: ¿para qué? Hay que domesticar todo lo que queremos grande; hay que empequeñecerlo para que quepa en nuestra casa de muñecas. Vivir es tan absurdo… Cuando los dioses ya no nos gobiernan, nos quedamos a solas; sin límites, sin tasa, acaso demasiado. Y aun sin creer, necesitamos pensar que somos marionetas para irnos engañando; porque, si no, no podríamos vivir: tendríamos que arder. Pero la historia, ecuestre y soñolienta, indiferente sigue: ¿qué importamos? Voces que no entendemos nos advierten de lo que no entendemos y nos mata. Y por fin, destripamos la muñeca parlante, y descubrimos el sinsorgo mecanismo con que hablaba. ¿Es esto la desilusión? No, es simplemente la realidad.

Nadie quiere ser rey, creo yo, ni inmortal, ni Juana de Arco, ni patriota, ni francés siquiera, por mucho que ellos presuman. Pero, si un día lo es, tiene que serlo de la mejor manera. Hay que ocuparse, creo yo, de ser lo que parecemos ser o lo que quisimos ser o lo que representamos, del más eficaz y convincente modo posible. Cualquiera que reflexione un poco sabe que el ser humano es inocente e insignificante: eso lo salva. Y cuanto mejor lo sepa él mismo, más insignificante será cuanto lo rodea: hasta su consciencia, hasta su queja. Es entonces, en medio de esa nada, cuando sobreviene la catarsis o el nirvana o la muerte… Y actúa sobre nosotros tachándonos, borrándonos, porque no tiene un modo más alto de actuar. Porque está sobrentendido que la única respuesta al por qué es el por qué no.

Hay quien cree que la Historia, con mayúscula, con una pretenciosa y ensangrentada mayúscula, es el aperitivo de la cena de dios: en ella no se cena sino que se es cenado. Llegar a la médula del auténtico problema es reconocer que no hay problema, que nadie nos plantea problema alguno, aunque nosotros lo necesitemos. ¿Qué es, entonces, eso de gritar y discutir si soy esto o aquello, si valgo o soy estéril? No es nada, porque nada importa. Ni a uno mismo ni a nadie. Ni siquiera a la nada: a ella menos aún. Y seguir respirando es más costoso.

Yo estaba tranquila y despectiva en una casa cuartel de la Guardia Civil. Sonreía al ver el rótulo de «Todo por la patria». No existían intereses ni personales ambiciones. (O eso me parecía. Luego supe cuánto me equivocaba. Hasta en ese desprecio, hasta en esa indiferencia.) Allí, ni el poder, grande o chico, ni el dinero ni el amor servían. Sólo contaba la ficción cotidiana, los gestos vanos, la simulada esperanza. Yo atisbaba o soñaba de lejos con un hombre al que pudiera decir: «Tus piernas son mi Guadalquivir y mi Guadiana.» Porque el amor y el propio cumplimiento nos parecen lo único importante. O jugamos a que nos lo parezcan por miedo a desaparecer. Nos contentamos, de costumbre, con una débil lluvia, con un sol que se apaga o que se enciende, con un poco de calor o de frío. A mí me parecía, sin embargo, que había seres señalados para ejercer juegos apasionantes: eran los creadores, los que yo imaginaba que eran los creadores. Porque, por dentro, no podía engañarme: el amor y todo lo demás eran igual que un juego del escondite; por mucho que me empecinara en que sería el amor lo único que aísla y acompaña… si existiese. Cuando se están mordiendo los amantes, abrazándose, devorándose, no es por amor, sino por tratar de cubrir el hueco que hay entre ellos; por ocupar las manos; por hablarse, aunque de lo que están más seguros es de que no se entienden; por escuchar hablar a alguien para estar menos solos, para pensar y hacerse la ilusión de que alguien, algún día, pueda entenderlos o hacerlos entender. Y sobre todo, sobrevolando todo, el miedo a la gran libertad: la que no existe, la pura libertad que todos temen.

Quizá por todo eso elegí utilizar el lenguaje. Un lenguaje de mugidos, de ladridos, de monólogos cuarteados por los demás, que no quieren leer ni oír en alta voz lo que ellos mismos alguna vez se han dicho; por los demás, transformados por mí en personajes que, en un momento, se hacen clarividentes. Eso era lo que me daba la impresión de vivir, lo que a un tiempo me alteraba y me atraía. Fue al principio la música, que era un arte distinto, autónomo, superior, no alimentado por modelos como la pintura o la escultura. La música, que no precisa el universo, ni estrellas ni nubes, ni amores ni paisajes; que no está dentro de nuestro mundo, sino a su lado, revistiéndolo y dándole cierto sentido. Pero no, me arrastraba lo otro, la palabra, tan inferior y tan humana.

Y me decía, torpemente y a ciegas, pero me lo decía de algún modo: «No intentes escribir. Intenta no escribir.» Échate a la calle, sal de aquí, vive, búscate la vida, busca tu propia vida, disfruta de todo lo que haya fuera, que la satisfacción de tus necesidades llene de momento tu vacío… Y así llegará un día en que no podrás contener tu necesidad de escribir, y lo que escribas no será fútil para todos y aún menos para ti… El escritor (yo no me lo decía así de claro, pero así lo presagiaba) tiene que ser agarrotado por las viejas emociones, con estímulos nuevos. Luego supe que eso es lo que le sucedería hoy a Shakespeare, sea quien fuese quien tal nombre utilizara. Ya no hay coronas, ya no hay príncipes, ya no hay guerras por alcanzar un trono. Y, si las hay, no es lo que a ti te ha de estremecer. Pero hay hombres y mujeres palpitantes, y otros muchos tipos de tragedias. Y hay cielos y hay infiernos, o hay ese empeño humano, heredado y vigente todavía, de cielos y de infiernos. Vanidad de vanidades y todo vanidad. Pero, entre todas, una era la mía y necesitaba tenerla entre mis manos y darle brillo y que ardiera y fuese contemplada: como una lámpara de Aladino. Tenía, antes de escribir, que luchar por la vida, porque es la lucha por ella lo que hace disfrutarla más y mejor. No al contrario, como cree todo el mundo. Es la batalla, no la victoria, lo que importa.

Y luché por la vida. Escribí justamente para vivir, es decir, metí la pata hasta la ingle. Para poder vivir, que es justamente lo único por lo que no debe escribirse. El arte no puede ser nunca un modus vivendi. Y menos todavía, un modo de vivir bien: no hablo de cantidad sino de calidad. Pero no sé cómo, yo me dejé arrastrar: por eso estoy aquí de esta manera. Porque, cuando se habla de la lucha por la vida, ya no se habla (me engañé, me engañé) de conseguir un poco de comida diaria y un techo decente: hoy se habla de un éxito que deslumbre por lo menos a los que están más cerca. Y esa equivocación tiene unas consecuencias terribles: correr una maratón con la velocidad y la intensidad de una carrera de 500 metros, o acaso de 100. Queremos llegar al nivel más alto sin darnos cuenta de que el artilugio que utilizamos es tan sólo una noria… Se equivocó la niña Asunción Moreno: quizá hizo bien en desaparecer. Y desapareció en cuanto lo hicieron sus tristes escaseces y apareció Deyanira Alarcón y su bienestar y su dinero. Mea culpa.

Hoy no estoy para bromas. Me engañaron, pero yo me dejé engañar. Me piropearon, pero yo me dejé piropear y me vendí. Puedo culpar a Gabriel Roelas, pero la culpa es mía. Y por eso, repito, estoy ahora aquí. Casi todo el mundo, por tonto que sea, sabe que el dinero no engrandece; pero, por desgracia, sabe también que hoy nadie es importante sin dinero. Todo, y desde luego el éxito, cualquier éxito, se mide por el dinero que da. Mi última novela, precisamente la que atacaba a los adinerados (los atacaba yo, que ya lo era bastante), y que por eso titulé Los comensales, no dio dinero. Por tanto, escribo mal y he fracasado y no soy inteligente. ¿O es que ahora puedo aprender otro idioma? El dinero es ya la medida de todas las cosas, el idioma común. No somos griegos, aunque los admiremos: la antropomesura no es lo nuestro.