El éxito competitivo, el que alcancé con mis primeros libros (desoyendo una voz, que es cierto que me hablaba cada vez más bajito), se considera hoy la fuente de todo lo que es bueno. Se ponga en juego la inteligencia, la constancia, el arte, la belleza, cualquier cosa, la facultad o la cualidad que sea, o dan la fama, que también busca y se mide en dinero, o no sirven de nada. Alguien ha dicho que la fama es la gloria en calderilla; pues es esa calderilla contable y sonante la que hoy consagra y sirve. La gloria nos eleva, pero después y no a nuestros propios ojos; la fama nos tira de los pies: cualquier idiota es capaz de opinar sobre nuestras obras aunque jamás se haya acercado a ellas. Y no porque esa clase de éxito pueda ser un ingrediente de cierta manera de felicidad pública: es que no se toma ningún otro en consideración. Sin darse cuenta de que si, por esa clase de éxito, se sacrifica el resto de ingredientes, el resultado es catastrófico: es el total y auténtico fracaso.
«Cuando nos faltamos a nosotros mismos, todo nos falta», dice, creo, Goethe en Werther. Yo he estado siempre obsesionada con ser fiel a mí misma, que es el consejo que en Hamlet da Polonio a Laertes. Pero en ese conocerse a una misma, en ese no traicionarse nunca, en ese ser consecuente consigo misma hay algo demoledor también, algo que empequeñece. ¿Por qué no contradecirse si nos multiplica esa contradicción? Qué lío tan grande… Porque, el que se tuviera que contradecir para conocerse mejor, no crecería. Quien se niegue a transformarse es un deficiente mental. Quien no se rebaja en ocasiones a sí mismo es que no aprendió nada. Lo más importante de nosotros es lo que no decimos, quizá porque nunca lo hayamos descubierto a fuerza de no ahondar, a fuerza de mantenernos idénticos. Y hay que profundizar para elevarse con cimientos más fuertes. En la intensidad es donde está la vida: y sólo somos ella o parte de ella. En la intensidad es en lo único en que hemos de ser constantes e inmutables. Así sí que, quienes somos, lo seguiremos siendo. Es el único modo de que lo esencial de nosotros permanezca. El deseo de crecer…
Pero ¿permanecer? Yo me siento como el rabo cortado de una lagartija, que finge un movimiento de vida a pesar de estar muerto; a pesar de estar separado de la vida… Sí; ¿y qué es la vida? ¿En qué consiste? ¿Quién lo sabe? Yo, por lo menos, no. He estado equivocada, durante demasiado tiempo equivocada. Convencida de que era vivir lo único que hacía. Y ahora, por el contrario… Cuánta importancia queremos dar a la verdad, y qué fácil es engañar o ser engañados: hay estrellas que se apagaron hace millones de años y aún las vemos. Cuánta trascendencia damos a la vida, y qué fácil morir: quizá sea ésa la razón de su trascendencia. Es lo único que tenemos: la vida y acaso una remota posibilidad de saber la verdad. Qué futilidad la nuestra y la de todo. Como para tirar cohetes y quemar en seguida la falla que nos costó sudores plantar…
A mí eso de la vida me ha recordado, aunque quizá no siempre, una pastilla efervescente, carminativa la llaman para darle importancia: canturrea, enmascarada entre burbujas, bajo el agua, casi inmóvil, un poco temblorosa, pegada apenas al fondo del vaso. Luego trata de incorporarse y trepa despacito por el cristal igual que una salamanquesa vacilante. Se pone de perfil para pasar más inadvertida, pero lo que la empuja por un lado la hace rendirse por el otro… Sólo al final, después de un hervor frío, llega a la superficie y se ofrece a la vista del que la beberá. Pero ya está roída, gastada, desastrosa y, por fin, inexistente. Eso es lo que se llama un éxito. Un éxito, en nuestro género de buitres.
Ahora sí que no puedo decir que me engañaron: me lo busqué sólita. Transigí: me engañé. A regañadientes, pero quise engañarme o quise ser engañada, que viene a ser lo mismo. Trasladé a la literatura la competencia, ese baremo y esa razón de ser de la plutocracia y del capitalismo. Quizá yo deseaba ser más influyente, más respetada, más útil a los otros sin dejar de ser yo; no deseaba ser más rica. No, pero me equivoqué. No sé si de antemano o poco a poco. Ahora estoy infectada. Tengo la cabeza y la sangre con una infección grave. Quisiera, cuando es demasiado tarde, cambiar de norma y de medida. Pero no puedo volver a engañarme, aunque lo deseara. Una novela, como la última mía, no es que no sea mejor porque no dé dinero, es que puede ser mejor a pesar de no darlo. Un escritor que lo sea de verdad no puede medir los resultados de su obra con los ojos con que los mediría un empresario.
Hay profesiones de las que los ajenos no entienden: ingenierías, arquitectura, medicina, derecho, economía… De ahí que sus niveles hayan de medirse por los resultados en dinero: ellos miden el éxito, no el acierto quizá. Si una actividad no tiene un valor pecuniario, cuando ése es su fin, no vale para nada. De ahí que la mayor parte de la gente, que ha conseguido ya un éxito bastante, se aburra más que un hipopótamo, o incluso más que un cocodrilo: no sabe lo que hacer. Por lo menos hasta que no aparece una víctima nueva. Antes, a la gente bien se la consideraba obligada a saber algo de lo que no está sometido a ese fin que se cuenta y se suma y cotiza: algo de literatura, de pintura, de música… Hoy hasta esas artes están sometidas al éxito aquel, que no era el que les correspondía. Y saber el autor de una música, o de un cuadro, o de un libro, o de alguna flor como la de la achicoria y su color ambiguo, al no ser fuente de dinero ni de nada que pueda traducirse en él, no tiene ningún mérito… Los chamarileros han entrado en el templo. El templo está perdido.
¿Quién va a leer un libro en estas condiciones, con la de cosas que hay que hacer, como decía Bianca la otra tarde, con las distracciones de alrededor, con lo lejos que está todo, con la lata que dan los hijos y los cónyuges? Lo dijo Bianca para que no me preocupara si no me venía inspiración para escribir. La inspiración… ¿Ahora precisamente? ¿Quién va a leer nada de nada? Salvo que se publicite, que fue lo que yo exigí a la editorial y a Gabriel que se hiciera. Publicidad, publicidad, publicidad. Una buena promoción de mi último libro. Vaya error. Como si se tratara de una marca de yogur, o de algo para evitar pequeñas pérdidas de orina o para hacer de vientre con regularidad… Qué asco.
Pero para algo me ha servido el fracaso. Hasta hace poco pensaba que era una escritora. Mejor o peor, no me importaba tanto. Entre otras cosas, porque las cifras cantaban que era la mejor de mi generación y de mi sexo. Ahora sé que no lo soy. Ni la mejor, ni nada. Aunque (o quizá porque) la industria editorial funcione como una fábrica de bestsellers. Una fábrica con buscadores de libros o de autores que se presten a ser fácilmente aceptados por un público ingenuo: el que se considera superior si lee a esos autores o esos libros, pero que detesta en abstracto la lectura. Hoy no se publican las grandes obras de los grandes genios -alguno hubo- por aburridas o por largas o por incomprensibles. Todo es cuestión de marketing: alguien acierta con el gusto de un público mediocre, y el rebaño prosigue por el mismo camino. Hasta que llega otro con otra novedad más atractiva. Todo es hoy moda, algo que se lleva o no, que se introduce en grupos amparados por otros grupos: de prensa, de crítica, de televisión, o de lo que, en general, se llama lo mediático. Supongo que hay creadores aún (esa palabra que me atraía tanto por pura soberbia mía), que no se han agotado; pero el sistema cultural de hoy no se siente llamado a incentivarlos.
Y yo, sin enterarme. Qué desastre eres, hija. Mira que escribir una novela distinta a las anteriores. Lo único que faltaba en un mundo superpoblado de hambrientos, de analfabetos, de piojos, de gentecilla ruin, de enanos y de sedicentes famosos que salen en la televisión puteando o contando lo que han puteado. Un mundo que es un vertedero en el que nadie se toma en serio más que a sí mismo y a esa televisión, que vuelca su cochambre en los dormitorios y en los cuartos de estar… Un librito, ¿qué te parece? Un libro que hay que pagar caro y abrirlo y leer quieto de una puñetera vez, para meterse donde a nadie le importa y donde se habla de cosas poco divertidas, como de las que yo estoy escribiendo ahora mismo… Es muy probable que yo haya sido una persona honrada -creo que lo sigo siendo- con lealtad a la literatura, que me sacó de una vida gris y me proporcionó otra. Puede que no fuese para mí un destino, ni siquiera una vocación, sino un trabajo honesto, meticuloso y, aunque no muy apasionante, sí suficiente para sentirme cumplida ejerciéndolo. Esto es lo que más me abruma, ¿qué le vamos a hacer? A cambio de escribir algunas novelas, no he logrado vivir ni la milésima parte de ninguna.