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A hacer gárgaras los libros. A tomar por el culo. La gente lo que quiere es follar, pero no con locura, un poco nada más; o masturbarse viendo cómo follan los otros, los que cobran dinero por hacerlo… Un libro, casi nada… Todo el mundo es Venecia, o sea, un escenario donde, para que te suceda algo, tienes que estar en la puta calle y mirar y mirar atentamente… Y, claro, la gente no está por la labor. Y Venecia tampoco, digámoslo de paso. De paso, como vive aquí todo el que llega… (Hay días, sin embargo, en que el sol se deja caer sobre ella, cerca de la Salute, sobre su damero espeso, concentrado y sin salida, y lo aplasta todo con su hermosura, maldita sea su estampa.) Con la esperanza de los días así, permanezco atada por esta herrumbrosa cadena. Como permanecí atada por la otra cuando creía que escribir iba a servirme de algo.

***

Ahora me queda todo el tiempo libre. Pero ya no sé para qué. Me digo que para vivir, pero no me lo creo. Lo cierto es que la literatura siempre fue para mí como un traje demasiado ajustado, como un traje que no hubiese sido mío, lo mismo que el de mi tía Eusebia, que santa gloria haya, salvadas las distancias. Un traje que me impidió moverme con libertad, pero al que estaba enganchada… Cuando concluía la promoción de un libro -aún más durante ella-, pensaba con intensidad en el siguiente. Ahora sé con seguridad que eso para mí ha terminado. Para siempre. Ya no represento una actitud a la que ni siquiera se podía llamar filosofía de la vida, no. Resulta que era sólo otra competición, en la que sólo el vencedor era respetado y pagado. Ahora la inteligencia se somete al poder; la voluntad se sobrevalora por encima de la inteligencia y de los sentidos. Pero con voluntad sólo no se escribe, y esto no lleva trazas de cambiar… Los puritanos, el calvinismo, una cierta forma de jansenismo y el Opus Dei ven en el éxito la preferencia y la elección de Dios. Por una causa muy simple: el dinero se ha divinizado. Basta acordarse del Becerro de Oro, que adoraron a los pies del Sinaí los judíos, y contra el que rompió Moisés las Tablas de la Ley. Hoy no se adora ya el Becerro de Oro, lo que se adora es el oro del Becerro, lo que es mucho peor.

¿Me quedé para descansar los músculos, pasear, distraerme, buscar intensos, o nuevos por lo menos, placeres? Soy tonta, pero no hasta ese extremo. No puedo imponerme otra forma de vida también equivocada. Prefiero elegir el aburrimiento como una forma de energía, como una fuerza motriz. Porque se me ha ocurrido últimamente que lo contrario del aburrimiento no son las diversiones ni la molicie (me chifla esa palabra), sino la excitación. Una excitación de cualquier tipo: un perseguido, por ejemplo, no se aburre. Aburrirse es contrastar las circunstancias de hoy con otras que parecieron más gratas y que nos asaltan a través del recuerdo o la imaginación. Y además, siempre que las facultades de quien se aburre no estén plenamente ocupadas. Creo que las mías sí lo están, pero por desgracia en mi propio aburrimiento. Ni siquiera me ocupo más de unos minutos en pensar lo aburridas que son todas las vidas, salvo ciertos momentos estelares, y eso que mis momentos estelares fueron más aburridos que el propio aburrimiento. Schopenhauer -qué obsesión tengo con él-, siempre tan optimista, dice que la vida oscila como un péndulo, de derecha a izquierda, desde el dolor al tedio. ¿Estoy yo ahora en plena izquierda? En mi época anterior se renunciaba a los lujos llamativos; se prefería la vida sencilla, los alimentos naturales; se era minimalista, se tendía hacia el cero. Yo ahora estoy bajo cero: más que seguir tragando, empiezo a vomitar. Todo el mundo tiene en su vida algo inconfesable. Menos yo: en mi caso, mi vida entera lo es.

Hoy me encuentro aquí, olvidada, lo mismo que, en su camerino deslucido, una actriz secundaria: lo último que pensé que llegaría a ser. Como una actriz madura que, ya por mucho que se esfuerce, no conseguirá escapar de esa calificación de secundaria, en que se siente humillada e incómoda. ¿Por qué me veo hoy como esa tía que no hará ya jamás primeros papeles, ni recitará monólogos maravillosos, ni será aplaudida ni adorada por el público? No tengo ni el menor motivo: ¿por qué va a depender mi calidad esencial de una gentuza a la que, en el fondo y en la forma, he despreciado siempre?

– Bueno, bonita, sé sincera esta vez: ¿Por qué razón entonces, con el rabillo del ojo, mirabas sus reacciones, o te alegraba que alguien te repitiese que había visto en el metro a una muchacha leyendo un libro tuyo? ¿Por qué buscabas sus opiniones y sus críticas, como quien no quiere la cosa, en los suplementos culturales?

Qué dolor de cabeza me estáis dando… Por eso mismo, no escribiré ni una sola letra más.

– Y esto que haces, ¿qué es, so hipócrita? ¿Mensajitos en una botella?

De eso nada, monada… ¿Mensajitos a la mar? Qué cutrería y qué locura. Aquí hasta el mar, no sólo los canales, ha cesado de conducir a puerta alguna. Todo está preso y apretado… Qué manía la de hoy: «Dejar testimonio.» Como si todos fuésemos notarios de secano que han de levantar acta de una época tan pazguata y tan laica… No, no será así: lo juro. Estas libretitas de papel higiénico -lo son en serio: higiénicas- me las llevaré yo por delante.

No son ni un libro, ni una novela, ni un ejercicio de imaginación. Son lo que me da la gana hacer a estas alturas. Pienso vagamente y lo escribo. No sé lo que sucederá luego, pero sí que destruiré estas asquerosas libretas, escritas cada día con una letra más pequeña e infame. En cualquier caso, no las escribo para nadie: puedo jurarlo por mi padre, que es a quien más he querido. Ni para ser leída ni editada. Lo hago como escarmiento. Quizá para saber un día muy próximo lo que fue hoy para mí. Pero tampoco es un diario, por supuesto, qué horror. Nunca me gustaron ni me apetecieron los diarios, todos más falsos que Judas, más tramposos y más innecesarios. Se trata de un espejo que me ayuda a pensar; que ahora hace aguas y lo deforma todo, pero que más tarde me reflejará como ahora soy o estoy. Si es que me decido a seguirlo azogando. Cosa que todavía ignoro…

– Quizá mi equivocación…

– Y dale que te pego, Deyanira, qué contumacia en el error; yo creo que te complaces.

– … consistió en ignorar que no estamos en tiempo de novelas. Ya lo he dicho: la gente no está por la labor de sentarse callada a leer…

– Claro que lo has dicho, y varias veces.

– Pues bueno, que le den morcilla a la gente. Por eso no trabajo para ella. Quise expresarme con palabras. Ser yo palabras. ¿Contarme a los demás? Como si los demás me importasen más que un rábano… Ahora ya se acabó. Eso ya se acabó. Yo sigo siendo yo. Y soy inexpresable hasta para mí misma. Sobre todo, por mí misma. Y los demás no valen la pena de mi esfuerzo. Ni siquiera se toman la pena de hacer ellos el suyo por entenderme a través de las palabras… Una mierda muy grande para todos.