Nos pusieron en un colegio especial a mi hermano y a mí. El curso estaba a punto de acabar. Me parece que ni siquiera nos examinaron: quizá porque estábamos recién huérfanos. Qué pena. Una hermana de mi madre vino a buscarnos y nos llevó a su pueblo, que ya conocíamos. Pero yo había perdido la memoria de él. No recordaba nada. Tenía la cabeza vuelta hacia atrás. La vida se había transformado para mí en un depósito de cadáveres. Escribía mi tristeza. Más que dolor, era un reproche de abandono que yo le hacía a alguien. A alguien que no estaba a mi lado, precisamente por no estarlo. Fue entonces cuando empecé a escribir. Como por un encargo secreto de mi padre… Si es que aquello que hacía era posible que lo llamara alguien escribir. Ni entonces ni después.
A aquel pueblo extremeño nos llegó, entre vaguedades, la noticia: el asesino de mi padre había sido Alipio. Lo descubrieron por las balas que había usado, por las circunstancias del lugar y del tiempo. Por lo visto, mi padre sospechaba que, desde la costa, subía un tráfico de drogas. Iba a ponerlo en conocimiento de los superiores. Algo le movió a concretar ciertas vacilaciones. Miró a su alrededor más próximo. Hizo algún comentario no discreto. Pidió alguna colaboración a quien no debía… Alipio le sugirió una inspección previa, un acecho en el posible camino de los traficantes: el entonces abandonado y solitario Puerto de Pescadores, por donde éstos subían desde el mar su mercancía al pueblo… Y fue allí donde le dio dos tiros a mi padre. Era Alipio el que cobraba un sobresueldo transportando la droga con que en el pueblo se trapicheaba. El temor a la denuncia de mi padre, o quizá una pista que mi padre en secreto le dijo, fue lo que acabó sentenciándolo a muerte.
A una muerte que fue el desencadenamiento de cuanto pasó en mi vida. Lo que me transformó en lo que yo, ni en sueños, había imaginado.
– Unos niños sin padre -repetía mi madre a quien quisiera oírla- dejan ya de ser niños.
Mi hermano y yo nos perdimos. De una forma distinta, pero nos perdimos. Mi hermano, tan esbelto y tan guapo, fue pronto pasto de extranjeras voraces, o por lo menos eso daba a entender. Yo, quizá de otro modo, también; después de trabajar de camarera en un pequeño bar.
Recuerdo que, cuando le enseñé a mi madre el primer cuento mío, publicado en una revistilla provinciana, ya con el seudónimo de Deyanira Alarcón, tuve primero que jurarle que lo había escrito yo, que me había cambiado mi nombre por otro porque me parecía más sonoro -«¿Sonoro?», dijo ella-, y también por no avergonzar a la familia -«¿Qué familia?», dijo ella-. Como si fuésemos los únicos Moreno Morales. -Quizá esto no sea una vergüenza, hija mía. Hay vergüenzas mayores. Lo que pasa es que yo… Si es un cuento como tú dices, cuéntamelo y no hagas que lo lea. Tú sabes que leo muy despacio. -Y después de un suspiro y una pausa, agregó-: Además, qué entiendo yo de todas estas cosas…
Era el lamento de una mujer que lo había perdido todo sin darse cuenta. Sin saber cómo, ni dónde, ni por qué. Que se siente como si un vendaval se la hubiera llevado a un sitio insólito y desconocido. Y que, de pronto, se duele de que su hija, lo único que en apariencia le quedaba, quiera vivir su vida de una manera que le parece irreal, inesperada y engañosa. Es decir, lo que yo había escrito en aquel cuento era su historia y la mía también. La protagonista, una muchacha igual que yo: vulgar y entristecida. Y cuya perspicacia, no muy grande, tan sólo le servia para subrayar la pobreza del ambiente que la rodeaba y la ahogaba a la vez. Y también para multiplicar su desesperanza. Una muchacha que no era feliz ni atisbaba poder serlo nunca. Una muchacha herida por un destino de infelicidad que intentaba amansar con la queja de contarlo. Era, en definitiva, su historia y la mía…
Mi madre, siempre con el ceño fruncido como si no me oyera bien, siempre mirándome como si me alejara, fue apagándose, fue desapareciendo. Hasta que se extinguió, con la cabeza perdida, en una clínica geriátrica, pocos días después de que yo publicara mi fracaso: el que me liberó de todos los demás que le hubieran seguido, el que me trajo aquí. Si es que no me estoy engañando todavía.
Acabo de ver por la ventana, moviéndose sobre, o bajo, un cielo impertérrito azul, un halcón. O eso me ha parecido. No sé si aquí hay halcones. Solitario, sin ningún porqué, trazaba círculos. Sé a quién me recordaba. Se cernía cada vez más bajo, hasta que una brisa que yo no percibía, lo envolvió o lo sedujo y levantó el ala derecha. Fue entonces cuando pareció perder el equilibrio. Por un instante; luego se afirmó sobre el aire, es decir, sobre nada, como para demostrar su poder, y dibujó círculos nuevos en el vacío caliente de la tarde. Cuando iba a desaparecer, se acercó de repente y se posó en las ramas más altas de un plátano de la plaza. Se sacudió las plumas irritado. Se irguió luego. Cabeceó. Procuró afirmarse. Y levantó el vuelo otra vez sin demasiadas ganas. No quiero pensar a quién me ha recordado.
No me las puedo perdonar. No me puedo perdonar estas libretitas. Porque me he equivocado. A ellas sólo les he contado pensamientos, reflexiones, coñazos, no la vida. Vivir es actuar, moverse, no permanecer reflexionando y razonando sobre la vida o sobre lo que hacen los otros. Si me asomo a esta ventanucha, o miro a través de ella, veo cruzarse gente desconocida (por mí, no entre sí, porque algunos se dan las buenas tardes) y alguien al que conozco, de vez en cuando, como el dependiente de una trattoria próxima. Una paloma se posa en el alféizar, y bate, un segundo después de mirarme, sus alas. Una pareja de novios, o quizá no, qué importa, se detiene un momento y se besa… Ésa es la vida, no lo que yo hago aquí dentro, o mejor, lo que hacía… A veces me pregunto si mi vida no será precisamente contar la de los otros. Ya empezamos… ¿Por qué, entonces, me siento insatisfecha? ¿Por qué he decidido que no vivo? ¿Porque el éxito me haya abandonado como el dios abandonó a Antonio? Me acuerdo de la frase: «No digas que fue un sueño…» Porque en serio y por última vez: ¿cuál es el sentido de la vida? Ninguno, ninguno, ninguno, tía cargante. Y, aunque tuviese alguno, no lo dominaríamos… Fuera de aquí, lo veo por la ventana, todo sigue, todo avanza, todo concuerda o se opone. Si me hubiera muerto antes de abrir este dichoso cuaderno, hace cinco minutos, el mundo no se habría alterado… No, no, la vida no es nuestra; ¿somos nosotros suyos, o tampoco?
Lo que quería decir es muy distinto. Aquí, en esta habitación, anoche, o ayer tarde, se produjo un cambio. Llamaron a la puerta, y era Bianca. El pequeño salón se iluminó. Vestía de claro, y me pareció que tenía los ojos más verdes que nunca. Le sonreían. Toda ella sonreía. Se me acercó despacio, después de abrir más aún su sonrisa, que se le derramaba por el escote, por el suave canal entre sus pechos, por sus hombros, sus brazos y sus manos. Sus manos… Las levantó, tomó mi cara entre ellas y me besó. Pero no en las mejillas. Me besó en los labios. Descansó los suyos sobre los míos un momento; luego los oprimió. Abatió los párpados maquillados de un verde muy claro. Yo empecé a no percibir muy claramente lo que sucedía. O lo que iba a suceder quizá. Noté una humedad sobre los labios, los abrí involuntariamente -¿involuntariamente?- y la lengua de Bianca entró en mi boca. Yo no sabía qué hacer. Me inundaba una duda o quizá un desfallecimiento. Como si ella lo hubiese percibido, me rodeó la cintura con sus brazos desnudos. Atrajo así mi cuerpo contra el suyo. Me sentí dominada. No encuentro otra palabra: dominada. Ni podía quejarme ni quería. Era un momento de abandono. Me abandoné por tanto. La lengua de Bianca rozaba la mía con una suavidad y una seguridad al mismo tiempo. Cuando caí en la cuenta, y no del todo, mi lengua había comenzado a moverse, a dialogar con la de Bianca. «Para eso están las lenguas»: fue un relámpago. Quizá el último atisbo de razonamiento que me quedaba. Luego ya no fui yo…