Me estaba desmayando, pero no… Sentí vibrar mi cuerpo: estaba vivo, porque me dolía. Me ardían los pechos y me pesaba o me quemaba el bajo vientre. Mi boca buscaba, igual que la de un bebé busca el pezón a tientas… Estás enferma. Vas a morirte… Pero no. ¿Qué es esto entonces? La pureza y el fulgor del Edén antes de la manzana, cuando todo lo que se hacía era inocente…
Recuperé un poco el sentido, abrí los ojos. Estaba tendida en la cama, y Bianca, desnuda, me desnudaba tan despacio que yo no percibía el tacto de las telas, sólo el de sus dedos. Hoy sé con total seguridad que alguien que se niegue a transformarse, a moldear otro cuerpo y permitir que el suyo se moldee por unas manos amables, alguien que se niegue a experimentar lo que ignora es que está muerto… Yo temblaba. Noté la sangre apresurarse desde el corazón hasta las manos, que ya acariciaban el cuerpo de Bianca, hasta los pies que se cruzaban con los de ella. Hoy sé, con lucidez plena, que lo más importante y característico de nosotros es lo que uno puede descubrir. Y para descubrir hay que estar vivo. Como para resucitar hay que estar muerto.
Ni por asomo se me ocurrió pensar si era lesbiana. Si lo era yo, quiero decir. Ni por asomo se me ocurrió pensar en Virginia Woolf ni en Vita Sackville-West, ni en lo que hicieron ni en cómo se acostaban. Ni por un momento se me ocurrió pensar en lo que estaba haciendo. En realidad, ni por un momento se me ocurrió pensar. No me planteaba ninguna pregunta. Y menos, las respuestas. Los ojos están hechos para mirar y ver; no importa el color de su iris ni siquiera el encendido verde de los ojos de Bianca. Ojalá tuviera hoy tan claro todo como eso. Ayer el mundo era una granada que se abría porque estaba en sazón, y mostraba sus granos rojos, apetecibles, besables, comestibles. Sé que estaba gozando y que alguien, presente e invisible a la vez, dirigía con precisión el gozo. Como nunca hasta ayer. Todo era nuevo, y yo estaba a la vez perdida y encontrada. Buscada y buscadora sin saber bien el qué. Todo era sinuoso y lineal al mismo tiempo, directo y demorado… Como un intenso, escalofriante, hondo y sonriente juego del orí, mezclado con un aparentemente fácil, aparentemente instintivo juego de prendas consabidas y ya otorgadas de antemano.
Cada gesto, cada mirada, cada caricia estaban repletos de entusiasmo. Nunca jamás había sentido, ni presentido, una correspondencia de gestos tan adivinados e intuidos, tan certeros, que se producían donde se les esperaba. Era una comunión en el placer, un agradecimiento, una unanimidad, una coincidencia en entregar a ciegas lo que iba a ser recibido, una generosidad nunca imaginada. El verdadero don de lenguas del Paracleto: primero una, la tuya, luego el bilingüismo, después el poliglotismo, por fin, la universalidad. El esperanto es un invento desafortunado. Mi acompañante multiplicaba su lengua hasta que yo no supe ni cuál era. Ni tampoco dónde empezaba la mía. Perdí el conocimiento con la confianza en las manos donde lo perdía. No era mi deseo recuperarlo, sino que fuese administrado por quien, en aquel momento, era más yo que yo. No era felicidad: sobre ella tengo que volver algún día. Era la plenitud. Era sentir mi ser entero y verdadero. Eran todos los deleites, las concupiscencias, las fruiciones, las voluptuosidades que había soñado de niña, de adolescente y de mujer, pero reales y multiplicadas, blanqueadas, bautizadas no por el amor, no, sino por la espontaneidad del deseo verdadero, del que más quiere y más recibe, inagotable en abrirse y en darse.
Desapareció la sensación de vida, no la de bienestar. Cerré los ojos. Me olvidé de mí. Oí decir, lejos, a Bianca, que Nadia estaba con un amigo suyo, pinchadiscos me pareció entender, al que querían presentarme. Que me besaba en nombre de los dos. Y lo hizo. Yo me adormecí como si hubiese bebido en exceso un licor. Un licor que estaba deseando despertar y volver a beber.
Al resucitar de esa muerte tan dulce, recordaba versos que había leído esa misma mañana. Unos, de Kavafis, decían: «No me até. Me abandoné del todo y fui. / Había placeres ya reales, / o que me rondaban por el alma, / fui a través de la noche iluminada.» Y otros: «Para cuerpos cobardes no está hecho / el placer de esta fiebre.»
Bianca no estaba ya. Tomé el libro de Kavafis, se abrió por un poema: «A algunos les llega el día / en que deben el gran SÍ o el gran NO / pronunciar. Al punto se evidencia quién tenía / listo el SÍ, y al pronunciarlo da otro paso / en sus convicciones y en su estima. / Quien dijo NO, no se arrepiente. De nuevo NO, / si fuera preguntado, diría. Y, sin embargo, por tierra lo derriba / aquel NO -el justo NO- para el resto de la vida…»
Pasé unas páginas y leí el «fragmento de una carta / del joven Imeno (de familia patricia) muy celebrado en Siracusa por su libertinaje / en los disolutos días de Miguel III». Decía así: «… y debe amarse aún más / la voluptuosidad que morbosa y corruptamente se obtiene, / hallando por extraños caminos el cuerpo que siente como ella desea, / que en su morbosidad y corrupción procura / una intensidad amorosa antes desconocida…»
Hace siglos alguien había sentido lo que yo.
Me metí despacio en la cama. Levanté algo la almohada y abrí el libro de nuevo: «No hallarás nuevas tierras; no hallarás otros mares. / Tras ti irá la ciudad. Y por las mismas / calles vagarás. Y en los mismos barrios envejecerás / y te saldrán canas en estas mismas casas. / Siempre volverás a esta ciudad. ¿A qué otra ir? / No lo esperes. Ya no hay barcos ni rutas para ti. / Al arruinar tu vida aquí en este rincón mínimo, / para toda la tierra ya te has destruido.»
Supe que estaba bien. Supe que era lo cierto. Supe que no tenía razón Wilde al decir que el drama de la vejez no está en ser viejo, sino en haber sido joven. No era cierto. Los viejos más dolientes son los que no acaban de creer que lo son, y compadecen a los otros viejos. Estaba a punto de hundirme en el sueño. Dejé el libro a un lado sobre la colcha. Y me di cuenta, como si me cegara una luz, de que la vida como el mar de Verlaine, siempre recomienza. Y de que, con canas o sin ellas, había llegado al sitio donde se me esperaba. Suspiré con sosiego. Nunca sería una vieja tragicómica. En esta ciudad nunca lo sería. Ya estaba en otras manos… Me dormí. La mañana rozaba ya la tarde cuando me desperté.
«Buenos días -me dije-. Buenos días, zorrupia. Eres una pobre zorrupia descarriada.» Y me desperté.
Empecé estos papeles, me parece, escribiendo que ni un solo momento de mi vida había sido completamente feliz. Debo recapacitar sobre esa frase. Debo hacer un examen de conciencia. Y decirme primero qué es lo que yo entiendo por felicidad.
¿No es la primera obligación de un ser vivo esa rosa sin causa, instantánea y frágil, que es la felicidad? Pero ¿qué es y cuáles son sus límites, instante tras instante distanciados? ¿Procede de cumplir las misiones a las que nos creemos obligados? ¿Y obligados por quién? ¿Procede de la liberación de cuanto nos perturba: fatiga, envidia, tristeza, hastío, mala conciencia, temor a la opinión ajena? ¿Procede de la invasión del amor y sus turbias oleadas? Quizá no. Quizá la fuente de la felicidad, si la tiene, no venga de fuera sino que esté en nuestro interior. Quizá consista para el ser humano, como pensó el modesto y lúcido relojero de La Haya, en preservar su propio ser, el propio de verdad, y no en ser otro; en aceptarse con docilidad y reflexión tal como se es… Pero ¿cómo se es? ¿Cómo lograr el terminante e indudable conocimiento de uno mismo? ¿Cómo cerciorarse de cuáles son nuestras carencias y nuestras cualidades y desenvolverse con ellas nada más, sin culpar a los otros: padres, antagonistas desleales, amantes irresolutos, o al destino, o a la sociedad entera, al mundo entero, de la desdicha y de la invalidez? ¿O es que la felicidad consiste sólo en un momento de inconsciencia? ¿O, por el contrario, es la fusión de nuestro destino con el mundo; la armonía con el resto del mundo (con su desarmonía la mayor parte de las veces); una diluida y contagiosa confusión, es decir, fusión con; un breve estado de consentimiento, es decir, de sentimiento con…?