Desde luego la lucidez o el impaciente esfuerzo por comprender no creo que nos hagan felices. Pese a que quizá sean el dolor y la lucidez lo que nos mueva a vivir con más intensidad (por lo menos a mí), la felicidad parece más bien un trance de inconsciencia, de anhelada inconsciencia. Porque tiene más de enajenación -en ella una está vendida- y de alteración -en ella una se convierte en otra- que de serenidad. Linda con el sentimiento más que con el raciocinio y con la voluntad. Como si fuese una participación de nuestro ser entero -y más aún de su parte física- en la ebriedad del mundo. Una extraña ceguera, un olvido de sí, una vibrante imprecisión que, por un lado, tacha los pronombres, y, por otro, los afina hasta compenetrarlos.
A veces, ya lo he escrito, he creído que la felicidad coincidía con un fervoroso placer físico, pero eso es demasiado impersonal; en él, una cumple su rito de criatura, pero no lo trasciende. En contra del refrán, tan cazurro y avaro como suelen, la felicidad estará más bien en uno de los cien pájaros que vuelan y no en el que tenemos y retenemos en la mano. Un día, de pronto, alguno de los cien se nos posará en la frente o en el hombro y olfatearemos el gozo de la vida; pero cualquier gesto lo asusta y escapa al aire de todos, como el halcón del otro día, que es lo suyo. Porque acaso ahí resida la felicidad: en una racha de aire, en un sobrecogimiento que nos corta un momento la respiración. Cuando volvemos a respirar, ya somos los de antes, humanos y vencidos. Razonadores de nuevo como yo, que estoy cada día más encabronada.
Pero tengo que estarlo. Porque no me cabe duda de que no procede la felicidad de lo que se posee ni de lo que nos falta: es justamente su presencia o su ausencia lo que tiñe de propio o de ajeno al resto. ¿Quién la identificará con la satisfacción de los deseos? ¿Es que nos reducimos a ellos? ¿La fortuna o el amontonamiento de exterioridades cuajará en una plenitud? La felicidad, por mucho que se posea del mundo, es otra cosa además. Como una niña que se cansa de andar y hay que tomarla en brazos; como un cachorrillo que nos retrasa hincando sus patitas en el suelo, pendiente de algo que nosotros no vemos… Y nos quejamos, sin caer en la cuenta de que la niña y el perrillo son los protagonistas: por ellos fue por los que salimos a pasear, y el paseo, sin ellos, ya no importa… La felicidad no es propiedad nuestra, como no lo son el sol, el aire ni la vida. Pero sí es personal y no gregaria: lo mismo, en eso, que el amor. ¿Y, siendo así, coincidirá con él? Son paisajes distintos. Se asemejan o se besan a veces como se rozan otras emociones, pero muy pocas pueden hacernos más infelices que el amor. (En el fondo, Gabriel no es sólo -o fue- un amor roto sino una vida rota. Yo he pretendido engañarme, comprender, quitarle importancia, pero sin conseguirlo.) Lo que sucede es que, cuando el amor desaparece, mientras se aleja, mientras nos alejamos, en el espejo retrovisor adivinamos un reflejo confuso. El vacío que deja nos mueve a la añoranza, a engañarnos creyendo que tuvimos no sólo más de lo que ahora tenemos, sino más incluso de lo que teníamos cuando el amor estaba. Porque el corazón, ocupado en amar, no analiza: vive a ciegas su pasión, su henchido gozo y su desdicha exagerada; vive su intensidad. Mientras que ahora, después, desocupado, cuenta y recuenta su agridulce tesoro, canta lo que ha perdido, lo desorbita todo. Siempre es más verde la yerba del vecino y la yerba de ayer. La felicidad de quien acompañamos, o de quien fuimos acompañados, siempre nos entristece… Pero ¿quién podrá compartir más que el amante con nosotros la felicidad? Ay, ay, ay…
Cada diciembre nos deseamos unos a otros feliz y próspero año nuevo, qué ilusos. Todos tenemos un momento de oro en que se nos concede la felicidad, nos demos cuenta o no. Luego, unos nos quedamos con el momento y otros con el oro. La felicidad se va desmenuzando en cosas, en naderías, en baratijas: un ascenso, un viaje, el veraneo, un piso… Pero el momento de oro ya no vuelve. Por eso desearnos prosperidad está más al alcance de nuestra débil fuerza: la felicidad es una visita poco ruidosa, que llega, solapada, sin apenas sentarse, sin instalarse nunca. Es la sombra de una nube sobre la tierra. Es el reflejo de una cara en el agua. Por eso, cuando uno está sufriendo, imagina que del otro lado de la negra puerta la felicidad existe; cuando uno ya no sufre, sabe, y eso es peor, que detrás de la puerta nadie aguarda. Porque la felicidad verdadera está en el fondo. Damos demasiada importancia a nuestra mitad superior, al cumplimiento de nuestros proyectos y al producto de nuestros aciertos, sean cuales sean. Y la felicidad es lo mismo que un hallazgo, un don que habíamos desesperado de obtener y acabamos por olvidar. El ser humano, sabio y cauteloso, vive hacia el porvenir, proyectando y proyectándose; pero la felicidad no es ni cautelosa ni sabia ni planeada, sino una sensación presente e irrazonable. Si hay algo que se aparta de un programa de vida, algo no duradero ni previsible, algo sorpresivo y excluyente del resto, es la felicidad. La gente que es feliz no tiene historia. Y yo, cabeza dura, me empeño en encontrar la mía.
La felicidad (coño, cuánto me cuesta distinguirla), si existe, quizá no sea más que pasar inadvertido. Ella no indaga, no se cuestiona nada: se contenta con ser y hacernos ser. Ella está simplemente. No le importa la nobleza de nuestro quehacer, ni la altura de nuestros pensamientos, ni la limpieza de nuestras voliciones, ni el placer que pueda proporcionar el deber cumplido… El auténtico sentido de la vida, o el único, es precisamente la felicidad: pero ¿hay algo que pueda ser el camino hacia sí mismo? Ella es la meta válida, la verdadera meta. No nos conduce a más felicidad; nos suele conducir al pesar de su pérdida. Lo decía el viejo cancionero: «que lo que no es poseído / no deja el corazón triste, / pues el dolor no consiste / sino en llorar lo perdido». Tanto, que la mayoría de las religiones, o todas, nos prometen la socaliña de una eterna felicidad ante su habitual inexistencia en este mundo.
Es efímera aquí, sí; es una especie de trastorno mental transitorio. Se ha de ser tonto para ser feliz. Sólo alguien verdaderamente tonto lo es. Cuando una se entontece o se desconoce, empieza a ser dichosa. Y estamos tontos o locos cuando nos enamoramos; por tanto es entonces cuando somos más susceptibles de que la felicidad haga su quebradizo nido en nosotros. Porque ella no depende ni de la memoria, ni de la previsión, ni de la inteligencia; quizá depende más del desconcierto y de la capacidad de olvido. Como el mayor dolor, nos da su puñalada, su jubilosa puñalada, y luego retrocede. Hasta que un pretexto inesperado nos la devuelve ilesa, tersa, rutilante también e inmarchitable, nuestra. Por eso los seres felices no leen periódicos ni están al tanto de las vidas ajenas; les basta con la suya, que se reduce a un sacrificio de todo en aras de lo que se les antoja más valioso que el todo que sacrifican. Se trata, por tanto, de un arriesgado juego. Porque no hay felicidad perfecta, pero tampoco perfecta infelicidad: no deja de ser un lamentable consuelo. De acuerdo, queremos ser felices. Pero tenemos tanto miedo a serlo, que preferimos con frecuencia contentarnos con lo que somos y con lo que poseemos: una guapa pareja o una buena comida o una excelente posición, que además no nos satisface nunca lo suficiente.
Sigo pensando. Por tanto, sigo por el camino opuesto al que conduce a la felicidad. Soy una pobre mujer redicha pero imbécil.