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Hasta que cicatriza, después de adormecerse,

lejos de nuestros ojos.

Y allí, en el horizonte,

se funde nuevamente

con la serenidad.

Quizá con el olvido…

Así actúa el amor

y todo lo demás.

Siento una especie de náusea física cuando recuerdo lo que he escrito. De la cantidad hablo. No es ya tedio y hartazgo de haberlo hecho, sino pesar. Y miro alrededor y me escandalizo. Veo que ahora se escribe más que nunca. Quizá sean culpables los ordenadores. Por gente que no sabe siquiera ortografía ni otra regla ninguna; ni sentido del ritmo. Por gente que, porque se aburre, quiere aburrir a los demás. O peor, por gente que se considera interesante, o que presume de vida apasionada o de inteligencia superior. O sólo porque quiere publicar algo, a menudo sin el más mínimo interés, y ver su nombre en un libro o, mejor todavía, en la televisión. O encarga a otro que lo haga por él, porque, en el más encomiable de los casos, él o ella ya sabe por lo menos que no sabe escribir. Como una especie de pésimo periodismo de hoy para mañana, que sólo sirve para envolver merluza semicongelada. O ni para eso, porque los periódicos no se usan ya como envoltorios. Ni como nada, porque para eso están otros papeles: el albal y el higiénico. Qué decepción. Qué vida tan vana y tan baldía he llevado… (Aunque al final me pusieran en mi sitio, que aún no sé cuál será.) He llevado y aún llevo. Porque, lo quiera o no, esto que estoy haciendo ahora mismo es escribir. Aunque me pese.

Lo que sí tengo claro es que no escribiré nunca más para que me lean -eso lo juro-, sino porque sienta la necesidad de hacerlo. Igual que el adicto que toma su droga para sobrevivir y matarse a la vez. Para tomar conciencia de mi vida. De lo que únicamente creí que es mi vida. Conciencia de la vida de los personajes que he inventado hasta ahora, que la tome su puta madre. Siempre que no se me considere su madre a mí. Pero hay momentos en que me es imprescindible escribir y me es imprescindible a la vez estar segura de que lo que escriba desaparecerá luego. En estos pobres papeles, para que no quede, para que se sumerjan empapados en el Canal de la Giudecca, precisamente en él. Sólo por sentir un poco más de intensidad que quien vive y olvida, escribiré lo que a tontas y a locas se me ocurra o me ocurra. No tengo otro interés ahora. Como quien escribe en el agua. Directamente en ella. Por una parte, cumple así la urgencia de rememorar quién es, dónde está y qué le ha sucedido donde está; por otra, su firme voluntad de que otros ojos no lo lean nunca.

Qué grima me provoca pensar, sólo pensar en el mal moral y en el mal físico, en lo necesario y lo contingente, en la libertad o la necesidad, en los efectos y las causas, en el origen del mal y en la armonía preestablecida, en la gilipollez de que este mundo pueda o no ser el mejor de los posibles… ¡Basta!

¿Cómo he podido llegar hasta aquí, caer hasta aquí? Y caer en todos los sentidos: en este sitio y en esta situación. El caso es que necesito responderme… Menos mal que compré hace días estos mendicantes librillos en blanco, que anteayer comencé a ensuciar. No me costaron ni un euro cada uno: así son como son; no esos cuadernos de hule negro a que siempre se alude, hasta cuando es mentira… Lo cierto es que yo reflexiono mejor escribiendo que pensando. Pensar en seco me aburre, creo, y acabo dándolo todo por resuelto. Sólo si lo escribo me fijo; sólo me concreto mirándolo…

Por lo tanto, no juzgues: cuenta. ¿Qué ha pasado? Desde el principio. Bueno, o poco más o menos.

Me había jurado -más sencillo sería decir propuesto- no volver a coger un rotulador; pero en fin… Esto de ahora lo hago no para que se lea, sino para aclararme yo. Eso debo tenerlo, y lo tengo, rigurosamente claro. De ahí que lo repita. Por si acaso.

Se trata de lo que un novato llamaría «una cadena de acontecimientos». Por descontado, adversos… Bueno, cuéntalo ya, pelmaza. Lo del crucero no importa ahora. Ahora, lo de la espera y el regreso frustrado.

La empresa del barco sólo buscaba salir de nosotros cuanto antes para recoger a otra pandilla de imbéciles. Y nos dejó tirados en el puerto, a la espera de otros autobuses que nos llevarían al aeropuerto, y eran de una empresa distinta de la que nos habían llevado hasta el puerto. Sencillito; para mí, sencillito. Sola, harta, y medio tonta, con una maleta chica llena de idioteces que había comprado en ese par de horas libres en la ciudad. En Venecia nada menos, por si fuera poco.

No se me olvidará en la vida. Para ser la primera vez que viajo sola, lo he hecho todo muy bien. Era ante el almacén 107. Me rodeaban las mismas estúpidas e inexpresivas caras que había visto en el barco. Tenía que irme de allí: aquella especie de terminal era lo más inhóspito y lo más enemigo que he visto nunca. Los pasajeros, literalmente amontonados en bancos fríos dentro de aquella nave oscura. O fuera, al sol, morenitos, con sus feos equipajes de mano. Las consignas, atestadas. La desolación, entre matemática y horrorosa, de aquel local para el que nadie se ocupó de fingir siquiera un toque acogedor. Lo mismo que este cuarto en que ahora escribo… Tenía que salir de allí, y lo hice. La capilla de San Petrus y San Nicolaus. Todo era hostil, hasta los santos. Y para hostilidades estaba y estoy yo.

Me fui a una especie de enorme bar, enfrente, tampoco hospitalario de ninguna manera: un nauseabundo autoservicio. Lo recuerdo muy bien: lleno hasta los topes, qué vocerío, qué empujones. Me salí al sol con un capuchino y una gaseosa de San Benedetto. Me quedé contemplando casi sin verla, o sin verla, la etiqueta: una golondrina y el estilizado dibujo de un manantial. Algo tenía que hacer. En algo tenía que fijarme para desentenderme un poco de que soy la atormentadora de mí misma, como escribió Terencio aun sin imaginarme, que si lo hace… Acquafrizzante. El cielo era azul pálido. Movía las luces y las sombras una acacia sobre mí, que ya estaba bastante mareada. Leía el nombre Álgida sobre mesas y sillas: blanco sobre rojo, con un extraño doble corazón… Me pareció haberlo visto en muchas partes, pero no me importa un carajo. Ni eso ni nada. Entrecerré los ojos… La brisa, la acacia, la golondrina, el agua ya sin gas, la modorra, el vaivén agotador de la gente… El caso es que el autobús debió de llegar antes -o yo llegué después- y se largó al aeropuerto ese de Marco Polo sin mí. Marco Polo, Leonardo da Vinci… ¿Esos son nombres de aeropuertos? Hay que ver cómo son de suyos los italianos…

Alguien me explicó lo inexplicable: habían cambiado la subida al autobús a la terminal 108 y a las doce. Cuando llegué no había allí nadie. Con tiempo y con esfuerzo quizá habría podido conseguir un taxi. Me disuadieron. Era domingo. Mejor tomar otro autobús de un vuelo posterior: corría riesgos, pero… El autobús aquel demoró la arrancada. Fue por el Ponte Novo y sin ninguna prisa. Ahora sí que estaba despierta. Una islita llena de vegetación, sola, tentadora. Unos taxis acuáticos, con sus estelas y sus falsas urgencias. Unos amarraderos de troncos muy gruesos. Las lanchas, los motoscafos, los fuerabordas de los malditos domingueros. Y el autobús, sin ninguna prisa. A la izquierda, las chimeneas y las instalaciones de Mestre. Unos saúcos, cuyas flores al sol resplandecían justo en el borde de un canal… Dejamos la dirección Venecia-Padova por la de Treviso-Trieste. Hacia Mestre, una casa modesta, con ropa tendida. Y echo de menos, no sé por qué, mi infancia, mi casa primera, mi irresponsabilidad, mi padre, mi maldita petulancia… ¿No sé por qué? Se me llenan de lágrimas los ojos y siento asco de mí. De mí y de todo… Una tienda cerrada de compraventa de coches de segunda mano: ocasione… Un gran campo de amapolas, y luego un verdor profuso y casi negro de álamos y pinos: también ocasione. La mezcla de la tierra y la industria, de la naturaleza desvalida y el negocio… Ocasione, ocasione… Casitas al borde de la carretera con rosales delante, con petunias en los pequeños balconcillos. Y el Anthony Hotel, que me emociona no sé por qué coño ni me importa. Y toda la prisa de este mundo y del otro que de ninguna manera le afecta al autobús. Siento la tentación de darle al conductor un cogotazo, al conductor que me invitó a subir. Creo que es inútil. Desisto… La gente, sin quehacer, asomada a las azoteas. Cierro los ojos. Me abandono. Cuando vuelvo a mirar, porque el autobús da un ligero vaivén, el camping Marco Polo. Y un letrero: Aerostazione 25 minutti. Media hora todavía…