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No un éxtasis gratuito, no una embriaguez que luego dé resaca, no un revuelo que impida el arraigo y la disciplina, no una blandenguería que haga dormitar a la tensión fructífera, no una lucidez que separe del caos ni un caos que aísle de la lucidez, no una tolerancia de debilidad y el desamparo y la impotencia enferma… Sobre la mentira no tratan de construir la felicidad más que los ilusos y los necios. Por supuesto, sin éxito. Lo mismito que yo, una soplapollas. Porque, para acercarse a ella, es imprescindible romper las ataduras del miedo, al contrario de lo que por norma hacemos: aferramos a lo poco que tenemos con uñas y con dientes. La atadura de impresionar en favor nuestro al prójimo, la atadura de ganar dinero, o la atadura de mantener un estatus, o la del éxito en el trabajo y en la sociedad de nuestro alrededor… Y mientras nos preocupamos de que no se nos escapen nuestras ataduras, se nos escapa la vida, que es sólo lo que tenemos y sólo donde la felicidad puede alojarse.

Es inconmensurable… La medida que menos le sirve a la felicidad es el tiempo: siempre la cantamos en el recuerdo. Lo mismo que la salud cumple su destino siendo olvidada, la felicidad toma cuerpo cuando se la añora ante el hueco que dejó a nuestro lado. Como el amor también en eso. Cuando ella reina no la sentimos tanto. Llamamos dichosos a ciertos instantes cuando ya han transcurrido: nos enriquece el tiempo malgastado. La felicidad vacila con frecuencia entre la nostalgia y la melancolía. Por eso nos entristece tanto volver a los lugares en que fuimos felices. Se alzó en ellos el árbol de la vida con sus miles de pájaros inquietos; se nos invitó allí a esa fiesta que siempre concluye de forma inesperada… Pero soñando despierto no se puede ser feliz. Soñar sólo te hace perder días de vida: mala o buena, de vida. En ella, la felicidad es parecida a un trabajo sin un contrato fijo. Porque está en las cosas que no se planean: consiste siempre en una sorpresa; si no, sería sólo un proyecto que se ha cumplido. Hay que abrir bien los ojos, no cerrarlos. Hay que estar bien despierto. Y así y todo, así y todo… Cuánta tristeza cabe en la felicidad.

Por eso, si viene, bienvenida, gracias. Y, si no, que la zurzan. Ya arreglaremos cuentas con quien sea al final.

***

Tenía no la sensación sino la evidencia de que era una mujer aprisionada al otro lado de un espejo. Me encontraba a solas ante una superficie opaca, en un ambiente humoso e irrespirable. Yo era la imagen de otra mujer, en otra vida que no conocía, más libre sin duda por poco que lo fuera, y más dueña de sí. Dependía de ella sin saber qué hacer ni qué actitud tomar. Quizá cuanto yo hacía era un recuerdo de lo que hacía la otra ante la otra cara, la buena, del cristal. Yo era tan sólo su reflejo, que acaso ella observaba con curiosidad o con desprecio. E ignoraba cuándo se interrumpiría tal situación, cuándo sobrevendría la verdadera realidad. Porque desconocía todo cuanto se ostentaba delante del espejo. Quizá sólo el dolor me despertara o me abriera los ojos. Desde este lado, el mío, creemos que amamos o que somos amados, que matamos o perdemos la vida: sólo gesticulamos para cumplir lo que se nos impone desde el lado verdadero del cristal. Recordaba el final de Medea: «Zeus es el dispensador de destinos innumerables. Los dioses, contra nuestra esperanza, cumplen muchos designios; pero no permiten aquellos que deseamos. Un dios siempre decide acontecimientos imprevistos.» O algo por el estilo.

Fue reflexionando así, o mejor, invadida y asaltada y sobrecogida por esas impresiones, cuando decidí embarcarme en el crucero. Supuse que en un barco no se necesita voluntad, no es preciso elegir. Hay un horario, un reglamento, unas actividades, unas visitas previamente establecidas. Te dan resueltos desde el itinerario hasta tus compañeros de mesa; desde tu camarote hasta el periódico de a bordo; desde el menú a la música… Acaso yo, en mi interior, era a lo que aspiraba. Me sentía deprimida y exhausta. Era incapaz de elegir algo, por pequeño que fuera: ni la ropa que había de ponerme cada mañana. La del crucero, creía yo, iba a ser mi última elección. Entré en una agencia de viajes muy próxima a mi casa. Elegí un crucero a las islas griegas. Creo que se trataba de las del Dodecaneso, pero no estoy segura: lo único que me interesaba es que saliera ya. Me sorprendió, aunque debería haberlo previsto, que tuviese que tomar antes un avión. Vendría, por aire, a Venecia, y aquí me embarcaría. No pregunté ni la duración total del viaje. Regresé a casa. No sé cómo, llené arbitrariamente una maleta. Mi impresión hizo que resultase demasiado abultada. Elegí con cuidado, eso sí, unos cuantos libros predilectos: leerlos en cubierta, entre el cielo y el agua, me tentaba. Me tentaban la soledad, el silencio… De pronto, consideré que quizá hubiera sido mejor elegir un monasterio. No; habría resultado en exceso pelmazo: con un crucero ya bastaba, los muros de las iglesias son peores. Me incomodó, de repente, comprobar que lo llamaran crucero de placer. Pero supuse que era una forma de atraer clientela. No era placer exactamente lo que yo perseguía. A mi marido, Gabriel, lo telefoneé a la editorial para despedirme y atenuar su sorpresa. No me consideraba obligada a nada más.

El vuelo fue soportable porque ni me interesaba ni pensaba en él. El traslado del aeropuerto Marco Polo al puerto resultó más fastidioso, porque había gente que me reconocía. Tuvieron la gentileza de llevarme en un coche hasta la ancha puerta del barco. Me vinieron a las mientes los versos de Dante. Cultivaría el italiano: «Guarda com'entri, e de qui tu tifide; / non te'inganni Uampiezm dell'entrare.» Muy mal, muy maclass="underline" «Mira cómo entras y de quién te fías: / no te engañe la anchura de la entrada.» Pero las dimensiones del barco, tan excesivas, me animaron a pensar que más fácil sería desaparecer en él. La decoración no me produjo admiración ni sobresalto. Era tan previsible como excesiva y pretenciosa: lo que puede esperarse de una ciudad cara, ficticia, improvisada y, en último término, sumergible. Quizá era esto último a lo que yo aspiraba. Mi camarote lo encontré, ante todo, pequeño. En el baño me tropecé con un espejo, en cambio, demasiado grande para mi estado de ánimo. No andaba yo para vistas generales. Un camarero cubano, guapo y homosexual a simple vista, y una camarera española y frecuente, se pusieron a mi disposición. La chica deshizo mi maleta y me colgó la ropa: toda la que cabía en el armario por llamarlo así. Yo me senté en la estricta terraza. Sobre Venecia, lejos, atardecía. Sentí un leve pinchazo en el recuerdo. Allí había pasado, hacía ya años, mi ficticia luna de miel con Gabriel Roelas. Ni entonces ni ahora, el tema significaba mucho para mí. Sólo el hecho de haber estado los dos unos días a solas, sin ninguna necesidad, en una ciudad oficialmente cómplice y bellísima. Se trataba de dar gato por liebre y nada más. No estoy convencida de que diésemos ese cambiazo de un modo imperceptible.

Por la baranda de la terraza corría una araña muy pequeña. A las salamanquesas y a las arañas siempre las he considerado aliadas del hogar y portadoras de suerte. Por eso me extrañó ver una en un buque casi infinito, pese a mi camarote. Me dio cierto ánimo. No empezaba mal el viaje, a pesar de tratarse de un viaje de fracaso. Profesional, no matrimoniaclass="underline" esto debe quedar perfectamente claro desde el primer momento, porque desde el primer momento mi matrimonio no es que fracasara: había sido un fracaso. La arañita correteaba por la barandilla de metal. Y pensé que quizá lo mejor de aquel crucero era no correr el riesgo de encontrarse con la estúpida tozudez de las hormigas, a las que nunca soporté: por su vuelta al trabajo después de una catástrofe, por su metódica y fiera previsión acaparadora, por su indiferencia, por todo lo que yo ignoraba de ellas y prefería seguir ignorando… Pensé, de repente, si las odiaba por ser contrarias a lo que yo era. O, al revés, porque yo tenía reacciones de hormiga. De todas maneras, me eché a reír cuando recordé el chiste en el que a la cigarra la contratan para dar un concierto en París, en el Olimpia, y va hasta el hormiguero para comunicarlo y ofrecerse, y la hormiga, comprensible por fin, le hace un solo encargo: «Que le den por el culo a La Fontaine.» Para escapar del todo, como de costumbre, recurrí al remoto pasado… Una tarde, en un paseo de bajada hacia el río Fahala, próximo a la casa cuartel, me detuve ante un hormiguero. Iba sola. Tendría seis años. Alrededor de un orificio, la tierra aparecía desmenuzada, o mejor, pulverizada, como un monte alrededor de un cráter. En torno a mí no había ni un alma. Con una rama de naranjo saqué por aquel agujero lo que pude: las tripas de la tierra que ellas habían desamueblado para instalar sus egoísmos, sus estúpidos robos, su orden riguroso más estúpido aún, briznas secas, bálagos, manojitos de paja, insectos muertos, hermanas suyas muertas, porquerías, porquerías… Alargué el pie y lo destruí todo: lo que había dentro de la catacumba, su entorno, lo que proyectaban introducir en ella, sus construcciones incomprensibles… Me oriné, agachada, sobre aquella ruina. Contemplé sus huidas, su desparramamiento, sus carreras sin tino, su pavor si es que eran capaces de sentir algo… Y me encontré aliviada. Soñé aquella noche con la destrucción total del hormiguero. A la mañana siguiente -era domingo-, bajé otra vez a él. Todo volvía a estar exactamente igual que la tarde anterior. Me estremeció pensar que alguien podría hacer lo mismo con nosotros…