Por descontado no pedí, a lo largo del tedioso viaje, ningún trato de favor. Bueno, tan sólo uno. Se organizaba, por lo visto, un ensayo general de salvamento. Nada improvisado, por supuesto. Lo anunciaron dos o tres días antes. Repartieron unos enormes chalecos salvavidas y su impedimenta, acompañados de un largo índice de instrucciones, desesperantes y complicadísimas. Con aquella bestialidad roja, yo parecía un cetáceo con escarlatina. Me negué a colaborar: preferí ahogarme dignamente llegado el caso. Me asomé por curiosidad a una cubierta que no me correspondía, y me ratifiqué en mi sabia decisión: todo el pasaje que cabía allí, aunque tratara de tomarlo a broma, estaba avergonzado, ansioso de que aquel maldito ensayo, que no servía rotundamente para otra cosa que sentirse ridículo, terminase de una maldita vez. Por mucho amor que se tenga a la vida, nadie puede perder la dignidad hasta ese punto. Ni aun para evitar ni prevenir la muerte.
(Acabo de fijarme en mi mano derecha mientras escribo. Tengo las uñas estriadas y el dorso salpicado de manchas más oscuras: bueno, no muy oscuras… Hasta ahora no me había dado cuenta. Son signos de vejez: los emisarios que manda antes de llegar. Prefiero tratar de engañarme y pensar que son consecuencia del sol y del crucero de los huevos de oro. Ante la inmovilidad y la reiteración de todo, incluso del día y de la noche, se tiene la sensación de envejecer precisamente porque parece que el tiempo se detiene. Sí, yo creo que estos síntomas de las manos me los produjo ese viaje interminable que ha durado quince días, o así.)
Una noche, muy tarde, mientras leía, oí ruidos insólitos. Y los oí porque alguien ordenaba que no se produjeran. Los oí porque no debían ser oídos: cosas de mi destino… Alguien había caído al agua. Desde la terraza, después de levantarme, atisbé ciertos movimientos acelerados y anormales. ¿Y si se estaba produciendo un efecto real y benéfico el ridículo ensayo? Luego, al desistir de su búsqueda una lancha, deduje que se trataba de una falsa alarma. El barco recobró la velocidad que había aminorado. Me despeinaba el viento. Rielaba la luna creciente y se hundía en el agua, verdeando hacia arriba, su luz. Me estremecí de frío. Volví a la cama. Reabrí el libro que leía, otra vez la Divina Comedia, y al pasar la página, observé una manchita mucho menor que la de mis manos, mínima y rojiza. Casi temblando, me levanté para coger mi lupa del neceser. Eran los restos aplastados no de la arañita como me temí, sino de un mosquito. Recordé cuándo, con la uña, lo había matado. O quizá cerrando de golpe el libro, no puedo precisarlo. Lo que supe de cierto es que entonces no era tan infeliz y que me sentía viva: no como para tirar cohetes; si no, sería una contradicción. Fue otra noche, más temprano, en Segovia. «In quella parte del giovinetto anno / che'l solé i crin sotto l 'Aquario tempra / e gia le notti al mezzo di sen vanno.» «En la parte del año jovencito / en que la crin del sol acuario templa / y van las noches a repartirse en el cielo…»
Antes de volver a dormir pensé que, en la vida, con la gente que gira en nuestro entorno sucede como en los cruceros: después de una semana crees que la conoces a la perfección. Sólo cuando dejas de verla, de tropezártela en un ascensor o en la barra de un bar o en un pasillo o en el patio de butacas del teatro, te das cuenta de que no sabes nada de ella: apenas has retenido sus facciones y la confundes si cambia de bañador o de peinado. Incluso luego, si te la vuelves a encontrar un día, la vida no lo quiera, o no la reconoces o no recuerdas de qué la has conocido. Todo consiste en ese falso y efímero sentimiento que, en este tipo de viajes -uno de los cuales es la misma vida- llamamos amistad o simpatía. Ahora mismo, por mucho que me sometieran a tortura, no podría identificar a ninguno de mis compañeros de crucero. Sólo al hombre mayor de la sala de máquinas: no he olvidado sus grandes ojos tristes, cuyos iris bordeaba aquel arco senil que los volvía más suaves.
(Después llegué a saber que el ruido aquel que me había asustado una noche lo produjo alguien que, involuntariamente o no, cayó por la borda al mar. Me enteré en un diario posterior al desembarco. En el crucero a nadie se nos dijo una sola palabra.)
Supongo que a todos los viajeros que me conocieran les produje la misma impresión: una mujer áspera, estricta y hasta puritana en su exterior, con un interior bastante libre, incluso escandaloso, que se reserva. Me suele suceder. Y es lo contrario de lo que pienso de mí misma: que puedo resultar atrevida, incluso libertina por fuera, mientras que, por dentro, soy casi una gazmoña. O lo era. Ahora ya no tengo opinión sobre mí. Sospecho, sin embargo, que mantengo alguna semejanza con Yukio Mishima, en cuanto al contraste entre el escritor y la persona. Tiene razón Marguerite Yourcenar cuando dice, sobre él, que aquel hombre tan violentamente vivo había puesto una distancia entre él y la vida. Él mismo repetía que la mayor parte de los escritores son personas normales que se conducen como perturbados, y él, por el contrario, que se comportaba como alguien normal, estaba muy enfermo del alma… Yo me siento, con frecuencia, de acuerdo con él. Sobre todo cuando se preguntaba si no llegaría el momento en que se iba a ver enfrentado a una dolorosa decisión: realizar, fuera de la literatura, su visión fatalista de ella… Y es que yo comparto esa visión: nunca tanto como hoy se ha reprobado estar sin ilusiones, y nunca el peligro de ilusionarse con esa falta de ilusiones ha sido tan grande. En una época en que los casos de neuróticos aumentan tanto, parece que la energía de los locos supera a la de los escritores. La novela moderna no ha llegado ni una sola vez a producir al mismo tiempo ese doble efecto. Qué poco interesantes están resultando nuestros escritos de burgueses civilizados. ¿Me puede a mí misma sorprender que yo misma la abandone? ¿Acaso le sorprende a ella que la abandonen sus lectores?
Sin duda resulto reincidente, pero no me queda otro remedio. Cuando escribo aquí lo hago sin cuidado ninguno y con mucha prisa. Porque no se trata de un lujo sino de una necesidad que no me sé explicar debidamente. Un oficio modesto y molesto. Más que una vocación, un destino. Aunque yo intente convencerme de lo contrario. Alguien que escribiera pudiendo dedicarse a otras cosas no estaría en sus cabales. ¿Por qué iba nadie a sentirse orgulloso de ser escritor o considerarse bien cumplido? Uno escribe, después de mirar alrededor, para contar lo que ha visto, no lo que le gustaría ver ni lo que le conviene; sin embargo, ser siempre testigo cansa. Porque vivir, lo que se llama de verdad vivir, es meterse en la vida hasta los dientes, no contarla. Aunque se escriba no en lugar de vivir sino para tratar de vivir más, o para revivir. Todo escritor tiene que saber diferenciar entre el sentimiento profundo de satisfacción, que coincide con el de cualquier obrero que cumple bien su tarea, y los sentimientos accesorios que pueden provocar, no necesariamente, los elogios, la aprobación o los aplausos. Yo padecí ese momento y esa contradicción. Tanto que, fatigada y aturdida después de un éxito ya ajeno a mí, decidí irme al campo de mi infancia. Porque sabía, aún no por experiencia, ya muy próxima, que el secreto gusano del fracaso roe el mismo fruto que el éxito consagra: uno y otro no son incompatibles ni dependen, con frecuencia, de nuestra sinceridad o de nuestra habilidad. Y yo era, o así me parecía, mi mejor juez. Porque opinaba, como hoy, que si los críticos de cualquier arte tuvieran serio sentido crítico, cambiarían de profesión. El único capaz de internarse y ahondar en una creación es el propio creador, siempre que sea auténtico. Y eso quizá nadie lo sabe. Pero aún menos, el crítico. Tenía razón el zigzagueante Voltaire: los críticos son como los mosquitos que ponen sus huevos en el culo de los caballos; esos cochinos huevos no les impiden seguir corriendo…