Sin embargo, yo escribí en algún sitio que, con los escombros de una vida, puede construirse otra mejor. Era optimista entonces…
Ahora, no. Ahora sé que la meta más alta de cualquier creador es alcanzar la perfección del silencio… Entonces, ¿por qué no me callo, joder? Casi lo voy haciendo. Porque escribir es una forma, la más humilde y torpe, de hablar… ¡Pues deja de escribir de una vez! No puedo; de momento no he llegado a la perfección. Ni llegaré probablemente nunca… Quizá, al final, llegue ella a mí. Y entonces tiraré al agua estos necios e inservibles papeles.
¿Yo he sido joven alguna vez? No lo sé; quizá sólo impaciente. Los de ahora me dirían que no. Yo tuve que estudiarlos para mi tercera novela, y me asombraron. Porque dan por descontado que todo se les debe.
Mi madre, mi hermano y yo vivíamos en Málaga, en un pisillo que se caía a pedazos. No estaba lejos de la vieja Posada de la Victoria ni de la que llamaban Tribuna de los Pobres. Ese nombre la distinguía de la oficial, forrada de terciopelos, donde, en la calle Larios, veían los más ricos las procesiones de Semana Santa. La de los pobres era unas escaleras que subían, desde el nivel de la calle hasta la ribera del río: poca cosa, donde nos apretábamos para caber más. Aquél era un tiempo oscuro, que recuerdo a la vez con pena y una cierta añoranza, porque sabía lo que estaba obligada a hacer en cada hora del día. Por la tarde y la noche hasta cerrar, trabajaba en un bar próximo a la vivienda, donde atendía la barra y, cuando tenía un minuto libre, echaba una ojeada a los libros de estudio. Por las mañanas iba al instituto o, después, a la universidad. Dormía poco, porque de noche leía lo que habían escrito los importantes, repasaba los trabajos que los profesores nos marcaban, o escribía un poco a mi aire, como me saliera. Y me salía según lo que estuviese leyendo, claro está.
Mi vida no era un jardín de rosas, salvo por las espinas.
Luego he conocido a unos muchachos muy distintos de nosotros. Son los de ahora también. Sueñan con la juventud como un edén gratuito del que ellos no formaran parte; cuando despierten de ese sueño, ya no serán jóvenes. Mientras, simulan serlo; van vestidos de jóvenes y actúan como la sociedad de consumo los empuja a actuar: es decir, los chantajea y a la vez los anima a rebelarse contra ella. Para que su dinero irresponsable se lo gasten en trapos que ella, con sutil habilidad, les impone: a diferencia de lo que les sugieren los mayores, contra lo que los mercaderes los rebelan. Ya de niños jugaban a ser niños, imitando los modelos antinaturales que la televisión les proponía. Y ahora siguen igual. Crean, con un optimismo injustificado y una estúpida abnegación, un tipo de civilización que ellos no disfrutarán nunca, porque, aunque la consiguieran, al conseguirla ya serían mayores. Y además ese paraíso tampoco lo querrán quienes vengan después. Una labor estéril, entre el egoísmo y la generosidad, donde invertir la rebeldía que toda juventud ha de tener. Pero que los conduce a ser cuarentones pueriles, disfrazados de jóvenes y viviendo todavía a costa de sus padres. Son soñadores, sí, pero su sueño es una pesadilla. Son viejos antes de tiempo, pero descalifican y detestan a los mayores porque viven de ellos y porque no les brindan su exigible oportunidad. Y se quejan continuamente de que no les concedan lo que piden, ¡a ellos, que son el futuro! Mientras que los demás, que son el pasado, están para servirles y para hacerse perdonar. En nuestros países se obliga prácticamente a los jóvenes a hacer daño o a no hacer nada. Se les ofrece una mortificante mezcla de comodidad y de impotencia. Eso los castra. Y la impotencia los convence de que lo mejor es estarse mano sobre mano. Tal abandono duele; la comodidad los consuela, hasta cierto punto, de ese dolor: entrecierra sus ojos y los hunde. Porque el generoso rebelde se encontrará siempre más realizado que el conformista cínico. Aunque en el exterior no lo perciba. Yo observé lo que digo en mi hermano. Antes de que se fuera.
Hay muy pocos responsables que se preparen y aprendan con la humildad precisa. Por eso dan ganas de envenenarlos con su propio veneno: «¿Tú ya tienes veinticinco años? ¿Treinta? Hay quien tiene dieciocho, o sea, siete o doce anchos mares de diferencia… La suya sí que es la verdadera juventud.» Y es que todos necesitan emborracharse con ese ambiguo elixir: el joven verdadero nunca se siente joven, sólo sabrá qué es serlo cuando ya no lo sea. De ahí que éstos, los falsos, los que hacen de jóvenes, carezcan de espontaneidad, que es la característica definitiva de su edad.
Creo que adoraría a los muchachos y a las muchachas si se sintiesen en serio desgraciados, si consultasen, si dudaran… Pero en escasísimos casos sucede así. La enorme mayoría de ellos están seguros. Y escupen. Allá ellos. Es difícil que yo haya contestado alguna de sus cartas… Porque no me escribieron.
La pureza, no en el sentido eclesial, es una condición de la juventud. No la nostalgia anticipada de la pureza, sino la pureza viva: ese empezar continuo, esa ansia de perfeccionamiento, esa insatisfacción perenne, ese equivocarse y corregirse, ese anhelo de volar… No; la mayoría no. No triunfan, pero imitan a ciegas a quienes ven, a ciegas, triunfar, de un modo falso: cantando, danzando, parloteando a lo loco en la televisión o pasando modelos o escandalizando, que para eso son jóvenes… Y, como no triunfan ni por ésas, se justifican: «Antes de triunfar en una sociedad como la que habéis hecho vosotros, preferiría morirme. Es tan fácil… Pero yo es que desprecio a quienes dan el triunfo.» En consecuencia, el que logra su puesto y el que triunfa deben ser abatidos; el que tenga resuelto su problema con un trabajo serio debe ser desdeñado y escupido. ¿Juventud, divino tesoro? Esos jóvenes piensan que la victoria les es debida, que llegará y llamará a su puerta una mañana. Como un reembolso sin previa aportación. Sólo así lo aceptarían.
«¿Y qué hacíais los de antes?», pregunta alguno sin esperar respuesta. Estudiábamos, pasábamos fatigas, preparábamos oposiciones, estábamos aterrados. Pero con alegría, con desesperación y sin dinero y apretando los dientes. Con ilusión también. Así recuerdo yo aquellos años en una España atroz. Yo he sido rara para casi todo casi toda mi vida. Quizá he tenido que luchar tanto para afirmarme y decir yo que, cuando pude hacerlo, había perdido muchas ganas de afirmar cualquier cosa. Y llegó un momento en que lo que me redimía, lo que me reconfirmaba y me entusiasmaba era precisamente el éxito. Él me compensaba, sólo él, del trabajo anterior… Perdí mi rumbo
Yo también estaba equivocada. Lo estuve acaso siempre. Me acuerdo de un sueño que tuve de pequeña, y que se repetía aunque no con frecuencia. Yo avanzaba, minúscula, por un pasillo iluminado, en un teatro parecía o en un salón muy grande, rodeada de gente que se levantaba a mi paso y aplaudía. Yo iba inclinando a un lado y a otro la cabeza en señal de agradecimiento. Condescendiente y solemne a la vez. O eso creía. Entonces ignoraba que un niño es sólo la esperanza: no profetiza nada. Ni los sueños tampoco… La vida, para un niño, y quizá para todos, es una página en blanco, una posibilidad, un día vacío que se va haciendo a la medida de sus pasos. Se avanza, si se avanza, montando a dos caballos: uno que ya abandonas; otro, que aún no se deja dominar… Qué lío.
Entonces me gustaba sorprender. No era difícil en una casa como la mía y en un pueblo como aquél. Por ejemplo, cuando alguien me preguntaba la gilipollez de a quién quería más, si a papá o a mamá, yo contestaba con mucha seriedad: «Los lunes, miércoles y viernes, a papá; los martes, jueves y sábados, a mamá.» «¿Y los domingos?» «El domingo es mi día libre.» De adolescente enriquecía aquella respuesta: «Los meses con erre, a mamá y al marisco; los sin erre, a papá y al buen tiempo.» O «Los meses de 30 días, a uno; los de 31, al otro». «¿Y febrero?» «Febrero los dedico a ampliar la lista de los curiosos que preguntan a quién quiero más, si a papá o a mamá.» Y lo contestaba sin levantar la voz, con una disposición encantadora lejos de la menor impertinencia.