Y me acuerdo también, cuando dije por fin que quería ser escritora, del asustado asombro que desperté. Como si hubiera dicho que quería ser reina, o gobernadora de los Países Bajos o puta. Me dirigí a un profesional, conocido de todos, que admiraba. Tuve una respuesta convencional y desalentadora. Pero proseguí, con los puños cerrados, mis arbitrarias lecturas, mis escritos con letra muy pequeña para ahorrar. Lo hacía de noche; alrededor de la bombilla pálida revoloteaban los mosquitos, se golpeaban con ella, se quemaban, caían sobre las páginas… Me adormilaba a veces, y era sorprendida por mi madre que me echaba en cara el gasto de electricidad. «Total, ¿para qué?» Y salía, apagando la luz.
Yo, a mi modo torpe, pensaba otras veces que el gusto del trabajo está al alcance de cualquiera que consiga desarrollar cierta habilidad, la que él crea o intuya tener, sin exigir la ovación del universo. Ahí acertaba. Como un gusano de seda que trabaja dentro de su capullo. Porque esa compensación última procede no del respeto ni de la admiración de los demás, sino del ejercicio de una especie de vocación naciente. Lo mismo que el placer que obtiene un bailarín de su propia danza, aunque dance sin público… Claro, que otra cosa muy distinta es que también se sientan felices en su vida privada: quizá el despliegue de cualquier aptitud provenga de una carencia que duele en otra parte. No; quizá, no. Estoy segura. Ése era mi caso: el caso de la aislada en un desierto cuyos límites no están al alcance de sus ojos.
Fue entonces cuando apareció Gabriel Roelas. Me llevaba doce años. Era alto, guapo, refinado. Su delicada artificialidad, incluso su amaneramiento, me parecieron una forma de elegante distinción, tan opuesta al ambiente en que yo me desenvolvía. Su ciudad era Madrid, pero aparecía con frecuencia por Málaga. Su familia era de la alta burguesía, eso que se dice hasta cuando es mentira; cuando es mentira, más. Me chocó que apareciera en un bar modesto como en el que yo trabajaba. A él le chocó que, al otro lado de la barra, yo leyera sin parar. Se interesó, y yo le expliqué que estudiaba. «También escribo en mis ratos libres», agregué con una vanidad tontaina. «Me gustaría leer lo que haces.» Yo me encogí de hombros. «Volveré por aquí.»
La vez siguiente que lo vi fue en una conferencia que dio en la universidad. Su título era «Creación y comunicación». Me gustó mucho lo que dijo, cómo lo dijo y él. Al final me acerqué a darle mi enhorabuena.
– Soy la chica del bar. Estudio aquí y he pedido permiso para venir a oírlo. -Pretendía probarle la verdad de lo que le había dicho.
– ¿Cómo te llamas? No me lo dijiste.
– Deyanira -respondí después de un balbuceo-. Deyanira Alarcón.
– ¿Eres hija de Altea y de Éneo, o hija de Dionisos? Siempre he querido resolver esa duda.
– Soy, sobre todo, la mujer de Heracles -contesté echándome a reír. Él se rió también.
– No me solucionas la cuestión, pero en fin… Ya todo se andará.
Me enteré allí mismo de que Gabriel ocupaba un alto puesto en una editorial muy cotizada, Proteo. En la práctica, la dirigía él. Porque el dueño era famoso por su escasísima afición a los libros y su grandísima afición al dinero y a todo lo mediático. Y me dijeron también que por un misterio congénito: no entender ni una palabra de lo que se le decía.
Gabriel no tardó en aparecer por el bar con un muchacho de mi edad, de una educación diferente a la de él. Me produjo la sensación de que jugaba a ser amigo de lo popular y amigo mío. Era una hora mala para distraerse. No pude hablarle apenas. Regresaba a Madrid; tenía mucho interés en leer algo mío; me dio su dirección…
– Mándame algo. Cuanto más, mejor. Me gustaría ayudarte. Me has caído muy bien, y no sólo porque eres muy bonita… Gracias por haber ido a oírme el otro día. Adiós, mujer de Heracles… Ah, no te olvides de poner el remite. Y no trates de escaparte. Confío en tí.
Lo dijo con una sonrisa preciosa y levantando el índice y las cejas como en una advertencia de amistad.
Me costó mucho decidir lo que le mandaría. ¿Algo concreto y con unidad, o varias muestras de las cosas que hacía? Me pareció más representativo lo segundo: unos poemas en prosa, un cuento no muy largo, otro mucho más breve… Me dio tanta vergüenza que estuve a punto de romper el sobre. Pero mis condiciones no eran para desaprovechar ninguna ocasión, por muy improbable que fuera. La carta que acompañó al envío no podía ser más pretenciosa:
«Distinguido amigo: mi matrimonio con Heracles se efectuó cuando el héroe estaba ya de vuelta de casi todo. Había concluido sus doce trabajos, la expedición a Troya y las campañas del Peloponeso. Pero continuaba con demasiada fuerza. Tanta, que de un golpe mató al copero Eunomo, muy querido de Éneo, que quizá fue mi padre: usted decidirá. Fue perdonado, pero se sancionó a sí mismo expulsándose de Calidón, una ciudad hermosa. Nos dirigimos, él y yo, a Traquis. Al llegar al río Eveno, tropezamos con el centauro Neso, que atravesaba a la otra orilla a los viajeros por algo de dinero. Mientras me llevaba a mí encima, trató de violarme. Fue una bestialidad: al fin y al acabo era un centauro. Yo grité. Mi esposo se hizo cargo. Disparó su arco e hirió a Neso. Antes de morir, me hizo un regalo: me aconsejó que empapase en su sangre una túnica de Heracles; si un día me era infiel, con esa sangre que tenía la tela recuperaría yo su amor… Me engañaron, como siempre a mí, los dos: el centauro y el héroe. Gracias por el trabajo de leer mis bobadas. Respecto a ellas, le ruego que no me engañe usted. Un afectuoso saludo. Deyanira.»
Su respuesta llegó cuando apenas la esperaba ya. Era aún más corta de lo que imaginaba:
«Siento envidia del héroe. Volveré pronto. No me llames de usted. Gabriel Roelas.»
Poco después, un domingo, avanzada la primavera, fui con unos compañeros a la playa. Elegimos la de Torremolinos, aunque no fuera ya lo que había sido… No hubo en los sesenta una ciudad española que se le pareciese, y pocas en el mundo, en cuanto a discotecas, libertades y turistas deseosos de frivolidad y de otros entretenimientos: cada local era una pura fiesta, cada noche era una noche de sábado de gloria. A veces daba miedo andurrear por una calle cualquiera aun a pleno día. No a causa de lo que pudiera suceder o pudieran hacerte, no; miedo porque la gente con la que te cruzabas iba contagiando su misterio o absorta en éclass="underline" un misterio insondable que, al parecer, nunca lograrías descubrir ni interpretar ni soportar siquiera… Y reían y jugueteaban y se empujaban unos a otros. Y tú estabas sola frente a ellos que ni te veían, o junto a ellos, o detrás de ellos, invisibles también detrás de su secreto. Era cuestión de drogas, no un milagro…
Aquel domingo paseábamos en bañador, despacio y entre risas. Ni lejos ni muy cerca, había un animado grupo masculino: unos muchachos rodeaban a un hombre, más atractivo que ellos para mí. Él hablaba y los otros reían a carcajadas. Se derramaba un sol tajante desde arriba, que no dejaba sitio a la menor sombra… Me detuve. O me detuvo la sorpresa. Volví a andar porque me reclamaron mis amigos e hice un esfuerzo… Aquel hombre de pequeño calzón rojo, de cuerpo atlético y elástico, guapo y escueto, era Gabriel. Me costó reconocerlo: la ropa formal y la luz artificial lo transformaban. Allí, al sol y desnudo, me pareció el más hermoso ser que había visto en mi vida. Él no reparó en mí.
Aquella noche acaricié mi cuerpo como me habría gustado que él lo hiciera… Todos, generalizo para no escribir yo, en alguna oportunidad, estamos absolutamente convencidos de habernos enamorado. Hasta media hora después de dejar de estarlo, en ciertos casos. Pero enamorados para siempre: Sub specie aeternitatis, como diría la Iglesia, que es tan espectacular. Somos víctimas perfectas del portento y del éxtasis. Y lo peor es que nunca aprendemos que, en el amor, todos somos como entrenadores de un equipo de fútboclass="underline" si no hay buenos resultados, te echan sin previo aviso, incluso aunque los haya si es que esperan mejorarlos con otra. O con otro. Yo siempre me he considerado la mejor candidata para conseguir un amor maravilloso; pero salgo a la calle y sólo encuentro mierda para enamorarme, mierda a la que a menudo yo embellezco. Pero hay gente a la que la belleza se le da inútilmente, en lo que a mí respecta por lo menos. O quizá la aprovecha para sembrar un poco más de dolor en el mundo. Esa gente debería morirse y dejar de hacer daño. Los hijos de puta seres bellos… Nunca probé el amor que siempre he deseado. No estaré preparada. Lo que sí estoy es harta… Hasta ahora, por lo menos. Ahora debo callar… ¿O tienes la insolencia de seguir esperando? Ja, ja, ja.