Me interrumpí aquí y salí a respirar. Acabo de volver de la calle. He vuelto porque me preguntaba a cada paso qué camino seguir, por cuál extraviarme (que es lo que siempre me sucede), adonde llegar tan deprisa como voy siempre, qué conocer por vez primera, qué ver de Venecia una vez más… Soy tan libresca como desgraciada. Desdémona y Otelo -me iba diciendo- pudieron haber vivido en cualquier parte aquí, en cualquier casa. Pero lo que importa, de verdad, es cómo murieron y cuál fue su destino. Leí en Chéjov que la residencia de ella es una ingenua y melancólica casita de aire virginal, fina como un encaje, y tan liviana que parece sencillo levantarla con una sola mano… Siempre creí que Chéjov no gozaba de tan mala salud ni de tan buenas tragaderas. Para mí Venecia es una ciudad para ser repartida, pintada, reflejada, reproducida. Como una mujer a la que favorecen los espejos y los espectadores… La gente que anda como si danzara en los bocetos de Guardi; las cúpulas con cielos arreciados y enredados en nubes de Tiépolo; los ponientes y el otoño en Tintoretto, que a veces recurre a un turquesa no menos melancólico que yo; el lujo del verano, cuya luz interior traspasa todo y brilla en Veronés; la incomparable majestad, haya motivo o no, de Tiziano sobre todas las cosas, pero no sostenida por ellas sino cubriéndolas sin humillarlas; las luces nacaradas en los rostros de Giambellino; la espesa sangre cálida en los cuerpos del Giorgione… Está bien, para ya. No seas repipi. Me sucede siempre lo mismo, caiga en la cuenta o no. Para hablar sola doy demasiadas explicaciones.
Pero en este caso, me conduce la inercia. Es una ciudad nada ilusoria hecha para ilusionar. Hay que llegar a verla y largarse en seguida. Ninguna persona que no sea veneciana debe quedarse a vivir en Venecia; y los venecianos, si es que pueden, tampoco. Se trata de un juego pasajero que permanece siempre después de habernos ido nosotros para siempre. Cuánta desfachatez…
En el fondo, sólo los ingenuos y los limpios de corazón, esos que pueden ver a Dios, son los que perciben la ociosa, enfermiza y contagiosa tristeza de Venecia. Porque ella, hasta el moño de sí misma, no la enseña. A veces a mí me parece un inmenso cementerio flotante, sosteniendo los seculares muertos sobre el agua. Y a veces se convierte para mí -ya lo ha hecho- en la ciudad de la vida: despierta mis adormiladas fuerzas, me contagia… Y lo pintado se vuelve real, y los colores vibran y avanzan a empellones. Hay que formar parte de ella si quieres conseguirla. Como los sevillanos, que forman todos parte de su ballet flamenco o casi. Pero eso sólo sucede cuando una se enamora. Y yo no soy ya profesional de semejante esfuerzo. Puedo andar por las calles sin miedo ni esperanza. Veo a la gente como es: sin historias, sin los artificios que antes les añadía a todos, sin figuraciones ni halos ni sombras; tampoco soy pintora. Y la gente no es ya ni fea ni bonita. Ni extraordinaria ni insignificante. Todo ha vuelto a sus cauces normales, es decir, harapientos y sórdidos, de los que nunca debí sacar a nadie, a nadie. Sé muy bien lo que digo. Ahora, si fuese pintora, dios no lo quiera, sería Hopper, con sus aves nocturnas, sus personajes solitarios y fríos, sus golondrinas buscadoras de nido, sus fantasmas reencarnados sin gracia ni destino, quizá añorando el consuelo de unos ojos cerrados.
Por todas estas cosas, como es lógico, me he hartado de dar vueltas y me he vuelto. Se me olvidó comer, y tengo hambre. Bueno, bastante hambre. Y estoy contenta de no haber comido y de poder comer, tampoco mucho, cuando me dé y lo que me dé la real gana. A Venecia, ahora, que la folle un pez que tenga la boca fresca…
A ratos me pregunto si estoy escribiendo con entera libertad o no. Y a ratos me contesto que estoy escribiendo un mamotreto tétrico -qué lindo trabalenguas- en estas puercas libretas de menos de dos euros, y entonces me dan ganas de hacerlas trizas. Como siga pensándolo, lo haré. Porque lo último que querría es escribir un jodido libro. O simplemente algo que me sedujese… Porque qué satisfacción no corregir, no reflexionar, mandar a paseo lo previsto y hasta lo previsible, escribir lo que me salga del níspero como me salga del níspero, y dejarlo aquí escrito para siempre…
– ¿Eres idiota? ¿Para siempre? Pero qué pretensiones tan insulsas… Y tan desaforadas.
Para unos cuantos días. Ahora, eso sí, sin una sola tachadura. En este instante me tienta, por ejemplo, describir un paisaje que vi en mi primer viaje, en mi único viaje, a Suiza. Pero sería demasiado extenso…
– Basta de tonterías, gullinera. ¿O es que estás tratando de evitar decir lo que debe ser dicho?
Eso, no. Pero sí me doy cuenta de que la angustia ha ido dejando su sitio a una especie de enfermiza desgana, de indiferencia convaleciente. El moribundo se levanta de cuando en cuando, pasea, mira fuera, observa los paisajes y los cambios de luz, nota las diferencias… Ha salido de sí. Imagina que, en otros sitios, continúan existiendo la confianza y la hermosura. La penumbra interior, que no proporcionaba un interés por nada, se ha aclarado. Ahora se posa en algo, en un tema o en alguna persona, para reflexionar distraídamente, sin mucho empeño… Las libretitas, por muy mal que las ponga, cumplen su oficio. Y yo el mío. Para fijarme, para reposar, para no estar del todo ausente, para hacer algo. Y, más que nada, para mirar afuera.
Gabriel fue a verme a los dos días. Esperó pacientemente a que el bar cerrara. Nos fuimos a tomar algo a otro sitio más fino. Él me llevaba del brazo.
– Escribes bien. Mucho mejor de lo que yo esperaba. -Fui a bajarme de la acera. Tiró fuerte de mí-. Déjate conducir… Yo te llevaré hasta donde tienes que estar.
Mi corazón latía de un modo que no sé cómo los que pasaban no se detenían al oírlo. Salimos frente a una puerta lateral de la catedral, la Manguita, entre naranjos.
– Voy a quedarme aquí más tiempo del que creía. Arregla tus cosas como puedas lo antes posible. Las que no puedas arreglar, déjamelas a mí. Cuando regrese, te vendrás tú conmigo. Yo hablaré con tu familia si la tienes. Hablaré con tus catedráticos para trasladar a Madrid la matrícula. Y hablaré contigo, para pedirte que te cases conmigo. -Siguió hablando un poco más en ese tono. Yo pensaba: «Esto es hacer las cosas exactamente al revés de lo que manda dios.» Así salieron después como salieron-. ¿Tienes confianza en mí? -Incliné, afirmando, la cabeza-. ¿Me quieres un poquito? -Volví a hacer ese gesto. Él me apretó la cintura. Se hospedaba en el mejor hotel de Málaga…
¿Para qué decir más?
La verdad es que yo no había pensado nunca en casarme. Pertenecer a un hombre lo consideraba humillante. Constituía para mí una verdadera derrota, según lo que había visto a mi alrededor hasta entonces. Sucediera lo que sucediera en el matrimonio, de lo que no tenía una idea lo bastante clara. Yo quería ser admirada por lo mismo que admiraba a los hombres: por su libertad, su independencia y, sobre todo, su conocimiento del mundo y las consecuencias de todo eso. Pero la fuerza persuasiva del amor es enorme, aunque no sea correspondido: qué equivocada estaba entonces con tal planteamiento. Sin embargo, me consideré halagada y completa dentro del papel de celofán y el lazo, delicadamente bien atado, con el que Gabriel me envolvía. Sólo más tarde, demasiado tarde, comprendí que era fingido. Ya la vez entendí cómo me había supervalorado yo y qué poquito se necesitaba para deslumbrarme y dejarme ciega. Cuando recuperé la vista, ¿qué remedio quedaba?