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Por una parte, yo era inflexible respecto a los demás y exigente conmigo. Por otra, paradójicamente, era de lágrima fácil, aunque procuraba ocultarlo. No me hacía llorar lo que tenía delante de los ojos, sino lo lejano, lo imaginado, lo que en realidad no me atañía: un cachorrillo abandonado al que necesitaba acariciar y llevarlo conmigo, la desgracia de alguna amiga, la escena trágica de una película que sabía ficticia o, al contrario, la escena cariñosa y dulzona de una familia que se amaba… Todo eso me obligaba a llorar con desconsuelo. Y, en esta inferioridad de condiciones, aspiraba vagamente a la felicidad, sin tener ni puta idea de lo que era como ya he demostrado. Y con la certidumbre de que jamás la alcanzaría.

Desde tiempo atrás había intuido, también entre veladuras, que lo que más deseaba era escribir sobre mi infelicidad continua: otra contradicción. Y una más: había circunstancias poco frecuentes y poco duraderas en que yo misma, a tontas y a locas, me consideraba feliz: una tarde hermosa y abierta de comienzos de primavera, un éxito en el colegio de huérfanos donde estudié, el repentino olvido de la estrechez y la oscuridad de mi familia, la sonrisa aprobatoria de alguien de clase superior (a quien acaso detestaba), la simple invitación a merendar de alguna compañera de la universidad que perteneciese a una buena familia… Durante muchos años, o así me parecía, mi vida había sido imaginaria, esnob, duplicada, soñada y añorada: falsa en definitiva. La realidad -yo lo sabía- era muy diferente; pero, cuanto más diferente, más me veía obligada a entregarme del todo a mi errónea realidad interior. De ahí que no pueda culpar a Gabriel totalmente de lo que sucedió.

La boda fue una ceremonia breve y casi secreta. La escasa parte de la cabeza de mi madre que aún regía se satisfizo. Mi hermano no estaba entonces en Málaga: aparecía y desaparecía, dependiente de quien lo acompañara. Gabriel era huérfano y lo escoltaban unos pocos amigos llegados de Madrid. Luego hicimos aquel pequeño viaje aquí a Venecia, y regresamos a la capital. Yo ignoraba antes, y seguí ignorando, qué habría de suceder en estas circunstancias. Me encontraba agasajada y aturdida. Todo lo consentí. Hasta el encuentro con una tía abuela de Gabriel, creo que su única familia, en Valladolid. Nos recibió con cortesía, más, con amabilidad. Y yo tuve la convicción de que la boca de aquella mujer era mucho más vieja que su sonrisa. Esa paradoja, sin saber por qué, me estremeció. Se trataba -me dije- de algo atrozmente irremediable. Como todo en mi vida. Y también lo acepté.

Como acepté la lejanía física de Gabriel, su desentendimiento de todo lo que no fuera interesarse por lo que yo escribía. Consideraba que acaso debería ser así; que en el matrimonio las efusiones físicas debían ir precedidas de largas privaciones… Al fin y al cabo, él ejercía fuera su profesión editorial y, junto a mí, su oficio de Pigmalión. ¿Cómo iba a imaginar entonces que un Pigmalión puede convertirse en el doctor Frankenstein? ¿Cómo explicarme la dualidad de mister Hyde y el doctor Jekyll? Es difícil llegar a convencerse de que una misma es una pobre anormal sin remedio… Hoy, para consolarme, me veo como Dido. Ella huyó de su hermano Pigmalión harta de sus tiranías. ¿Y qué fue para mí Gabriel sino un tirano que me formaba a su manera, y un hermano, no un marido, en cuanto a compañía? Dido huyó para fundar un reino en África. Y total, ¿qué más da un reino que una pensión mediocre aunque tranquila? ¿Qué más me da a mí Cartago que Venecia? En cualquier caso, los límites de Cartago los marcaron las tiras de un pellejo de buey; los de Venecia, el agua: la misma agua que tiene que engullir estos papeles.

Escribí, con cierta rapidez, mi primera novela. Gabriel acostumbraba leerla por encima de mi hombro mientras su mano lo oprimía. Nunca supe con claridad si eso me ayudaba o me irritaba. La titulé La luna nueva con su aplauso. Yo la encontraba sosa y sin alas, porque en realidad trataba de mi vida. Se desenvolvía a tropezones, como un relato parcial e inmotivado. Pero era eso lo que a mi marido le parecía literariamente original. Para mí era justo lo contrario, porque lo había vivido todos los años, día a día, y, por si fuera poco, con los ojos puestos en lo que habría deseado vivir y cómo. En definitiva, una intensidad interior, un anhelo, una tensión, un esplendor de oro y el reconocimiento general, envueltos -o liados- en un papel de estraza con manchas de una grasa barata.

– Esta novela, en la que tú no crees, te permitirá vivir lo que soñabas -me repetía Gabriel.

No fue así, no fue así. Tuvo éxito. Me dio algo de dinero. Bastante. De ahí no pasó… ¿Y qué esperaba yo?

Me quedé, con horror, embarazada. No estaba preparada ni en la imaginación: hasta eso no llegaba la mía. Fue un suplicio. No comprendía por qué lo más natural me resultaba tan espeluznante.

Supongo que precisamente por demasiado natural. La paternidad ratifica al hombre como individuo humano; la maternidad hace a la mujer naturaleza, especie, una hembra animal identificada con el resto de las hembras. Ella no se ha desarrollado tanto como el macho; es más débil que él, más dependiente; sobre todo en ese periodo de gestación, de lactancia, de cría… Cuánta vulnerabilidad, cuánto desvalimiento. Qué duración tan larga la invalidez del recién nacido: mucho mayor que en cualquier especie. Protegerlo, mantenerlo, amamantarlo -qué disparate-, fortalecerlo, educarlo casi toda la vida, para que sea superior al resto de los cachorros de las otras jaurías y las otras manadas… La madre que lo parió.

Por una parte, Gabriel me miraba de otro modo, más orgulloso de sí mismo que nunca, más exquisito en su trato, más alentador. Por otro lado, no se acercaba a mí más de lo imprescindible, o sea, nada, por no perjudicar al «nasciturus», como él lo designaba.

¿Qué conclusión sacaba yo de todo eso? Que por su pene de frecuencia escasa, su trabajo y su dinero, la mujer le debía al hombre sumisión, obediencia y respeto. Y también hijos, por si fuera poco. Vaya una colaboración tan desequilibrada. Así que una noche decidí abortar. Se lo dije, sin alboroto, a Gabriel. No me olvidaré nunca de la cara que puso. Los ojos se la llenaron de lágrimas. Miró hacia la mesa. Me apretó una mano…

No aborté. Pero me quedó una duda: cómo habría reaccionado Gabriel si le hubiese propuesto que él sólito diese a luz al «nasciturus».

En vista de que «éramos pocos y parió la abuela», me leí todo lo que logré encontrar sobre embarazos y lactancias. Me empapé de los mejores consejos. Me desentendí de todo lo demás: del mundo y de sus vanidades. Comencé una especie de vacaciones pagadas por la empresa. Y, como la tonta del bote que soy, me eché a soñar: cuando tenía alguna molestia, cuando me despertaba de noche (a mí soñar dormida no me gusta), cuando intentaba leer algo que no tuviera que ver con lo que me traía entre manos y se me iba el santo al cielo… Todo se me volvía mirarme la barriga como si fuera el cofre del tesoro. Y me la acariciaba con una ternura que nunca había podido imaginar… Jamás creí que una náusea, un estúpido antojo, una aversión a las alcachofas que siempre me habían chiflado, me hicieran disfrutar tanto. No tomaba café, no, no bebía alcohol, ni fumaba. Gabriel me decía que no fuese tan puritana, que me diera algún capricho… Qué cara de cemento: un caprichito. No quería pensar que por el caprichito suyo de no parecer homosexual estaba yo en aquellas condiciones… Ahora, encantada; pero al principio, cuando se me ocurría consolarme pensando que era bisexual, echaba las patas por alto y me decía: «No, señora cabrona, es bisexual de una manera demasiado intermitente para ser verdadera. Lo de una vez al año no hace daño se inventó para otras cosas…»