Pero yo, a lo mío. A que mi «nasciturus», porque era sólo mío, fuese normal aunque yo no lo hubiera sido nunca. Completamente normaclass="underline" con sus veinte deditos y sus uñitas y sus pestañas grandes… Y que no fuese raro, como somos casi todos. Ni celíaco: menuda me entró a mí con la celiaquía. Y que tuviese grande su colita. Y que me mirase, aunque al principio no me viese, como si yo fuera lo más grande del mundo. Ya casi lo era, porque me puse enorme: mi niño iba a ser un hombrón. Ni por un momento se me ocurrió pensar que fuese niña. ¿Una niña mi niño? ¡Vamos, anda!
Había días que se me hacían eternos. Y meses que, pensados, no me dejaban ni un recuerdo. O sea, estaba trastornada. Felizmente yo soy así. ¿Lo he escrito ya? Soy una mujer reflexiva: cuando tengo una idea, me echo a temblar. Y, si la idea es buena, me odio. Pero mi «nasciturus» era más que una idea: era mi mundo entero. Alguna mañana me obsesionaba algo: que el parto fuera mal, que Gabriel metiese las narices en lo que no era suyo, que mi niño tuviera algún defecto… Eso no: mi niño iba a ser dios. Y nació como dicen que dios, al final de un diciembre. Yo era y sigo siendo fuerte. El parto fue normaclass="underline" una barbaridad que te cagas, sin cesáreas ni leches… Y, después de llorar como es debido, se echó a reír mi hijo. Y el cielo se reía… Suelen decir los tontos médicos que las primeras sonrisas de un recién nacido ocurren mientras duermen y son «meras descargas cerebrales sin contenido emocional». Cómo se ve que no han tenido hijos. Sólo ser madre de un cachorro humano no puede compararse con ninguna otra cosa en este mundo. Cuando, pasados unos días, mi niño sonreía después de darle el pecho, y me miraba saciado y contento, se inauguraba la creación entera. Cuando a partir de la tercera semana, me conocía y me miraba y cogía con su manita un dedo mío, yo era dueña del sol y de la luna. Él era yo de otra manera; más bonita, más lograda, más segura. Mi mejor obra yo ya sabía cuál era. Y mi niño también. Todo nuestro alrededor se iluminaba cuando él abría los ojos y me buscaba con ellos, fruncida la boquita en la sonrisa más adorable que pueda una persona imaginarse… ¿Y la risa? Yo había leído que consiste en la contracción simultánea de quince músculos de la cara acompañada de respiraciones espasmódicas y de sonidos entrecortados irreprimibles… Qué fría irracionalidad… La risa de mi niño era el amanecer. Un amanecer que se estrenaba cada vez para mí.
Se llamó Hilo, como el hijo mayor de Deyanira y Heracles: lo normal en un caso como el mío. Durante tres meses mamó, durmió, se despertó para quererme, para buscarme, para estar más seguro…
Una noche de principios de abril me lo encontré muerto en la cuna. Una muerte súbita, una apnea… Me desmayé de dolor, sin gritar. Porque era absolutamente mío: lo único mío. Mi corazón era capaz de sentir el amor más que una madre cualquiera. Supongo que eso les pasa a todas, y es verdad. Porque, como cuando la muerte de mi padre, supe que una parte de mí definitivamente se había muerto con él. De Asun Morales no quedaba nada. Y comencé a mirar a Gabriel con otros ojos. Unos ojos que, todavía me pregunto por qué, empezaron entonces a ver todo más claro. Y, cuando escribo todo, quiero decir absolutamente todo.
Para eso no se necesitaba ser demasiado aguda. Yo no tenía amigas íntimas. Salíamos poco juntos, y donde Gabriel quería llevarme. Yo vivía entre los libros y mi hijo. Al desaparecer el niño, tuve algún tiempo libre, y miré alrededor… Fue una larga convalecencia sin curación posible, entre el desentendimiento y la apatía. La certeza de que no volvería nunca a ser yo misma. De que yo, la verdadera, había muerto también. No lo puedo explicar ni aun hoy, después de quince años, de un modo comprensible.
Abrí los ojos y vino el total desengaño. Suele haber un momento en el camino en el que, al parecer, todo es posible y el camino te lleva. No se trata de una elección tuya, sino de que tú eres elegida. La vida era un juego, y tú has ganado. Es la edad de la inocencia, que no depende de los años: cierta inocencia en un flotante Edén… Después llega el Ángel, con la espada de fuego y la expulsión del sueño a patadas. Y es inútil negarse a cumplir años, a envejecer, a ser una infeliz timada… Quizá siempre sea así. Por eso Peter Pan y sus mariconadas me han dado siempre asco. Aun antes de que todo sucediera.
Gabriel era homosexuaclass="underline" se acabaron las cataplasmas. Yo había oído hablar de los homosexuales en la literatura y en toda clase de artes. A los auténticos los conocía más o menos, sobre todo a los clásicos. Pero había otros que se consideraban, sin ningún motivo más, artistas de nacimiento. Tan sólo por el hecho de ser distintos, les parecía ser maravillosos. Como si la Movida no se hubiese acabado por fortuna. Entonces los escaparatistas pasaron a ser altos pintores jaleados por otros como ellos: los del buen gusto, los que combinaban bien las blusas con las faldas. Qué repugnancia. Qué pobretería… Gabriel no era de ésos. Pero se juntaba con ésos en lugares que yo no conocía. Sólo pensarlo me revolvía las tripas.
Recuerdo, por entonces, una escena algo teatral en la presentación de un libro. Yo me había sentado, como solía, en una de las últimas filas con un par de amigos. Vi cómo alguien de la casa presentaba, con no disimulado entusiasmo, a Gabriel, como editor, a un desconocido recién llegado a Madrid. Luego se separaron y permanecieron, uno casi enfrente del otro, apoyados en la pared, con los brazos cruzados en una postura idéntica. El salón estaba a rebosar. El chico recién llegado era muy guapo… Observé, desentendida de lo que pasaba en el estrado, que los dos se miraban con profundidad y frecuencia. Desde los rincones opuestos que en el ring ocupaban, los puños eran los ojos; los guantes, las miradas. Muchas veces, y ésa era una, me habría gustado ser corta de vista como Ana Karenina… Pasaron unos minutos. Ambos a la vez se despegaron de las paredes y se dirigieron a la entrada. Dejé de verlos. Pero supe dónde iban. Los imaginé entrando en los aseos uno tras otro, me habría jugado la vida… Y no para esnifar ni chupar, ni sorber, ni meterse coca sino cola… Quizá fue entonces cuando dentro de mí comenzó a aparecer la belk Dame sans mera.
Un anónimo detallado y veraz, quizá una venganza, me abrió de golpe la puerta del secreto cuarto de Barba Azul, que ya no era secreto para nadie. Y lo asombroso es que no me asombró ni me deshizo, como si algo en mí, en lo más hondo, estuviese hecho ya a ese maltrato desde antes, desde siempre. Recuerdo que, sentada, con las manos cruzadas sobre la falda, de las que se había caído al suelo la carta sin firma, mi imaginación se echó a volar.
Heracles, antes que Deyanira, tuvo varias mujeres. Algunas de ellas terminaron a manos del héroe, invadido con frecuencia por ataques de locura furiosa que le provocaban los dioses enemigos y que alguna vez le ayudaron a cumplir sus doce legendarios trabajos. Después de completarlos, libre de la servidumbre de Euristeo, no regresó a Tebas. Mégara, su esposa, en vista de eso, se casó con Yolao, y él se dirigió a Ecalia, donde Éurito el rey había prometido su hija a quien en una prueba de arco lo venciese a él y a sus hijos. Venció Heracles; pero temiendo Éurito, por los antecedentes, las consecuencias de la locura del héroe en su hija, se negó a entregársela. Heracles se fue jurando venganza y se llevó consigo las yeguas del rey… Y siguió con sus fuerzas desencadenadas, ataque tras ataque de locura. Hasta que decidió consultar a los dioses. Pidió a Heleo, rey de Piros, que lo purificara, pero él se negó. Deifobo, rey de Amieles, trató de ayudarlo, pero en vano. En Delfos ya, la Pitia no le dio respuesta alguna, y el héroe, encolerizado, se apoderó del trípode de los oráculos para establecer en otro lugar su propio templo. Apolo descendió a luchar contra él, y Zeus tuvo, con su rayo, que separar a los rivales. Heracles recibió un mensaje del dios: debía venderse él mismo como esclavo por tres años, entregando su precio a los parientes de Ífito, el príncipe de Ecalia, único que había creído en él y negado el robo de las yeguas y le había buscado y encontrado para librarle de la acusación. A ese príncipe bondadoso, Heracles se lo llevó a su palacio de Tirinto y allí lo asesinó arrojándolo desde la muralla…