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Gabriel, más apocado y cobarde que Whitman, estuvo bajo una silenciosa sospecha -a cuya ligereza y silencio no era yo ajena- mucho tiempo. Hasta que, coincidiendo con la publicación de Los comensales, un espacio desvergonzado de televisión lo descubrió con una acusación a la que acompañaban unas grabaciones en distintos lugares con distintos muchachos. Esa salida a empujones del armario fue ignorada por él. Siempre afirmó que no tenía por qué hacer pública una intimidad personal, que ni lo definía, ni lo unía o lo separaba del resto. Él no era, ante todo ni sobre todo, homosexual. Si lo fuese, lo sería por debajo de todo lo demás, es decir, por lo que sí era conocido y público. No tenía por qué sentirse, en todo caso, no ya inferior sino ni siquiera distinto… Eran otros tiempos ya muy diferentes. Las ideas se habían apresurado a cambiar con admirable velocidad.

– ¿Por qué se casó entonces con Deyanira Alarcón?

– Para no tener que hablar con usted de ese tema. Para que me dejaran en paz. Para evitar las sucias complicidades y los sucios chantajes…

Lo que no dijo nunca es que se había casado conmigo por amor. Eso es en lo único que me sentía estafada. Fue la ficción mantenida, no que él fuera homosexual, lo que me dolió. Probablemente, sin ser engañada, también me habría casado con él. Yo era la menos perjudicada en el acuerdo. Y además ya he dicho que la costumbre de la autosexualidad se había instalado, amplia y cómodamente, entre mis piernas: excelentes trabajos manuales de artesanía pura.

Todo esto no quiere decir que no haya tenido amantes esporádicos. De cualquier sexo, no nos engañemos. Incluso del tercero, por eso puedo hablar tan mal de él. Pero ésa es otra historia: quizá de chicha y nabo… Por el momento, la homosexualidad, masculina o femenina, perseguida o aceptada, resignada o activista, ha llenado de gloria la literatura. Y, más todavía, ha hecho por la unión y el entendimiento de las clases sociales, bastante más que las Constituciones de todos los países. Los soldados, los marineros, los obreros que se han acostado con intelectuales, en el peor de los casos han levantado puentes que ninguna estúpida persecución, religiosa o política, ha podido ni construir ni destruir. Los ambientes reservados, los parques, los bares y tabernas, los urinarios públicos, los cabarets (lo mismo que, en la Inglaterra victoriana, los jóvenes empleados de correos) han apretado lazos menos efímeros de lo que les conviene creer a los escrupulosos que se la menean de verdad con papel de fumar. Por descontado, siempre habrá mamones que afirmen que es esa supresión de las barreras sociales, más que la homosexualidad en sí, lo que amenaza el orden público. Yo, con mi camarera Bianca, por ejemplo. ¡Antiguallas, pardillos, burras viejas! Si esos subnormales supieran por dónde nos pasamos nosotros el orden público… Ha sido ese contacto con las clases obreras, a través del sexo y sus anchos suburbios, y el consecuente conocimiento de una forma de vida lo que ha fortalecido los vínculos de muchos intelectuales con la izquierda. El sexo no sirve sólo para follar, mamarrachos pudibundos, que no os habéis corrido como dios manda nunca… Ni yo tampoco, es cierto.

Claro que aún hay recalcitrantes que ven no un avance sino un terrible retroceso en la normalización de la homosexualidad. A ellos les deseo, no como una venganza ni una maldición, sino como una experiencia enriquecedora, que tengan una hija o un hijo homosexuales. Y que aprendan que no hay un solo modo de vivir ese hecho. Lo peor de todo es lo que, con sus persecuciones, tales empecinados han conseguido… Ahora les toca sacrificarse a ellos. Y aprender que lo que ellos llaman respetabilidad o decoro no consiste en abolir una forma de sexualidad ni en exigir secreto o discreción: consiste en hacer respetable lo que cada corazón siente. Porque cada persona tiene una actitud propia al descubrir y al ejercer su derecho al sexo, entre mayores de edad, cualquiera sea la dirección en la que él la empuje. No respetar esta normalidad es precisamente la manera de suscitar todas las anormalidades, esas que tanto escandalizan a los burguesitos, tan dignos siempre de ser epatados y tan propensos a ello. Que les den por el saco a todos de una vez.

Desaparecidas en cuanto a los derechos humanos, en teoría al menos, las diferencias de hombres y mujeres son cada vez más tenues: en posición social o legal, en actitudes e incluso los científicos modernos aseguran que hasta en el físico. Es un asunto que me pirra. Un estudio recién iniciado, del que tengo noticias verbales, que versa sobre el cuerpo femenino, asegura que nosotras tenemos próstata y que eyaculamos. Me alegra, porque el traído y llevado punto G se sitúa muy próximo a la próstata. De ahí lo placentero de ser homosexual pasivo o mujer que recibe por la puerta de atrás. Las consuetudinarias, que no se hagan ilusiones: su búsqueda, o la de su compañero, de ese punto no será fructífera. Esto lo ha revelado una técnica ecográfica de vanguardia, la ultrasonografía perineal de alta definición y un examen a fondo de la uretra femenina con un endoscopio. Y también las muestras de las eyaculaciones masturbatorias comparadas con la orina obtenida antes de la actividad sexual… Toma del frasco.

Tales cosas pueden parecer una solemne porquería. En especial a las señoritingas mojigatas que no tengan interés en pasarlo mejor.

Aunque quizá yo sea una de ellas, mira qué sino tengo. Una noche, en el guateque de presentación de un libro (el libro era malo y el guateque también), noté que deseaba aproximarse a mí un hombre. No era particularmente ni guapo ni feo: era un hombre, y ya está. Llegué a acostarme con él y fue un fracaso. Quizá porque yo pienso demasiado, aunque cada vez menos. No soy una beldad, lo sé, aunque alguien lo haya dicho: un cursi. Pero ¿por qué la mujer tiene que esforzarse en ser condescendiente y agradable con su pareja masculina? ¿Para cobrar? Yo nunca he cobrado: en dinero, quiero decir. No entiendo esa perra de la comunión, tan efímera, que se exige a los gestos -también sólo a los gestos- del amor. Una cosa es el sentimiento y otra la mecánica. Yo me veo desde el techo, en frío, acostada con un señor más o menos conocido, y regurgito, por no decir que me voy de vareta. ¿Será por ser escritora o por mirar demasiado? Espero que fuese por eso, porque ya he dejado de serlo y de mirar. Y he comprendido que siempre fui una mujer más o menos corriente, como el resto, de tipo medio en todo, a la que la vida hizo concebir ciertas ilusiones. Sólo ilusiones. Y sin saber muy bien de qué ni para qué. Es, precisamente ahora que veo esto más claro, cuando menos ganas tengo de averiguarlo.

Y el resultado es que mi corazón carece de referencias. Sé que me contradigo de cuando en cuando. Pero ¿qué puede importar en estos papeles clandestinos? Tengo un corazón que no ha sido, ni piensa ser ya, de nadie. Ni es duro, ni siquiera endurecido de antemano. Yo más bien creo que es suave y agradable, comprensivo y abierto. Pero que no se mueve por nada en concreto; que estuvo siempre asomado a su ventana para acechar cuanto pasaba por delante. Y contarlo después: mal, de acuerdo, ¿qué le vamos a hacer? Ya no es hora de pedir el libro de reclamaciones, ni creo que exista tal libro en parte alguna. De lo único de que es hora es de callarse y apechugar con las consecuencias. En realidad, supongo que muchos habrán pensado de mí que era una puta reprimida. Una señorita de provincias con una evidente vocación de puta, que, ante cualquier abandono, se tapa con la sábana del burdel hasta la barbilla. Y eso es hacer trampa y dislocar la lógica. Una puta tiene que serlo por la piel y por el coño y por el alcohol y los deseos. No se es puta de verdad como recurso -no es buen recurso-: es una profesión a la que hay que entregarse, como a un sacerdocio, en cuerpo y alma, con una absoluta integridad. Y odiar a las aficionadas que desarrollan una competencia desleal, a las bien casadas que se acuestan con sus maridos porque las mantienen o les regalan deportivos o abrigos de chinchilla, y a las malcasadas que quieren probar de vez en cuando a qué sabe la polla de un hombre cualquiera… Hoy, ahora, pienso que, como escritora de refilón, yo he sido esa puta tramposa que hace pajas sin afición, esa puta delicada que escribía unas tontas experiencias inútiles por falsas, blandas y como de puntillas. Toda experiencia lánguida, sea de lo que sea, hay que tirarla al cubo de la zorra basura. No al de la orgánica; al de los vidrios rotos.