Antes de concluir por hoy, debo dejar clarísima una cosa: lo que más detesto de este apestoso mundo es la melancolía. Soy propensa a ella. Mucho más que a la mala educación.
Hasta qué punto necesitaba estar sola, vagar por una ciudad rarísima donde ni conozco a nadie ni nadie me conoce. (Para ser precisa, ahora conozco a dos o tres personas que son maravillosas, pero ajenas a mi interior: que conste que lo digo a favor de ellas.) Qué necesidad tengo yo de hablarme y responderme a mí misma con el relativo respeto que creo merecer. Qué necesidad tenía de dejar de divertir a mis escasos lectores; de dejar de estar pendiente de sus infundados veredictos; de cagarme en la opinión de los críticos, que carecen de la menor noción de lo que sea crear, y en su mediocridad fraudulenta y autolaureada de negarme a crear, porque ahora resulta que lo más importante, lo único importante era vivir, y pienso que no puedo -ahí está el punto trascendente- vivir sin crear, sin padecer esa efusión de sangre viva que ha de ser la creación. Pero he sido curada, como la hemorroísa del Evangelio… Cuánto me gustaba de niña ese milagro y el nombre de esa enfermedad.
– ¿Quién me ha tocado? -preguntó Jesús.
– Señor, tienes alrededor una multitud ¿y lo preguntas? -dijo Simón Pedro.
– Es que de mí ha salido gracia.
Y una pobre mujer, intimidada y temblequeante, que era hemorroísa (yo de niña creía que se trataba de una profesión, como sacerdotisa, o algo más importante), es decir, que padecía flujo de sangre, se acercó acusándose.
– Vete, tu fe te ha curado.
O sea, que el señor Jesús le había curado las almorranas a una infeliz a la que tenían hecha polvo.
Mi efusión de sangre era de otro tipo menos ordinario; pero también me la han curado. Ahora me he impuesto yo, porque lo decidió mi pan de higo, la exigencia de reflexionar sobre mi vergüenza y mi desesperación. Quizá exagero, como suelo, con esas palabrotas. Pero lo cierto es que siento la exigencia de estar sola con los ojos cerrados, aunque de vez en cuando los abra para no descalabrarme en esta ciudad tan extravagante y mal organizada. Sé que todo ser humano está, en su fondo y siempre, solo. Yo, en efecto, lo he estado y sigo estándolo. Pero ahora lo que necesito es sentirme sola. No tengo manos para escribir ni para acariciar. No tengo ojos para ver, ni oídos para oír, ni labios para hablar. Sólo tengo puños para tapar los siete pozos que se abren en mi cabeza como en la de la Storni, que se suicidó de una forma tan distinguida: no en vano era argentina.
Quizá por eso vine, sin querer, empujada, a Venecia. Porque, si yo fuese mendiga, la última ciudad en la que viviría es ésta, tan pomposa, tan empingorotada. Aquí vienen, ahora por lo menos, personas poco ardientes, las que llegan para sacarse fotos delante del pasado. Aquí no existe la solidaridad, por eso sigo aquí; sólo existe el negocio. Los mendigos aquí, si es que no han muerto todos, no son dueños de nada, menos aún que las palomas: ni del aire, ni del tornasol inasequible de los colores, ni siquiera del frío o de la lluvia que los empapa. Y mucho menos, de la belleza que crearon los poderosos para inmortalizarla, a Venecia me refiero, casi de pronto, en otro tiempo pasado ya definitivamente hasta para sus hijos, no digamos para sus tataranietos… Ahora aquí sólo hay gentes que se retratan y se van. Y yo no estoy aquí para retratarme. Ni siquiera para encontrar quien me retrate; nunca fui fotogénica: tengo a mano las pruebas. He venido, sin quererlo además, lo juro, para encontrarme yo. Qué buena puntería al elegir: con lo sencillita que es Venecia…
El otro día asistí, casi de casualidad, a un concierto en una iglesia. Era Vivaldi, el fraile pelirrojo, el que sonaba. Y, yo creo que de gusto, comenzaron a sonarme las tripas. Bajé los ojos: no me interesaba saber la opinión de los que estaban cerca. Y de repente dejé de pensar. Entró la música en mí, y yo también entré. Ella me sustituyó todo. Me convertí en música… Creo que tuve un orgasmo. O la ilusión de uno. Todo es ilusión, en realidad. Y todo ayuda a que todo sea ilusión. El amor, por ejemplo, ayuda a soñar; pero yo no estoy dispuesta a soñar más… ¿Y el tiempo? Es una ilusión convencional en cuya medida nos hemos puesto bastante de acuerdo: una hora menos en Canarias; pero es una ilusión muy larga. Cuando pasa más de lo conveniente, lo borra todo: no hay ya ni justicias ni injusticias, ni hay dichas ni dolores, ni bueno ni malo, ni amor ni desamor… Sólo queda una extensión vacía. No hay mutaciones, no hay nada que esperar… Eso es lo que ahora siento, lo que ahora sé con toda garantía que no viene de mí sino de fuera, de lo inhumano, de lo sobrehumano como la música… Y me noto aliviada: ya no tengo que soportar el peso que yo misma me había echado encima. Pero he dicho aliviada, no curada. ¿Cuánto durará mi tratamiento para curarme de la literatura? ¿Haré mal caligrafiando esta cochambre de cuadernos? ¿Podré volver a Madrid? ¿Cuándo? La luz de Madrid no es como ésta. Aquélla es neutral, no interviene, es de una plata inmóvil que refleja los tonos exactos de las cosas: no engaña a nadie; no inventa espejismos; muestra el mundo como es, sin adornarlo ni desacreditarlo. Por eso Murillo, aunque sevillano lo mismo que Velazquez, fue a Madrid pero por poco tiempo: lo desconcertó su luz, y se volvió a Sevilla.
– La luz de aquí -decía- es dorada, cálida, humana, toma partido en todo, se mete en las cuencas de los ojos, debajo de los pómulos, suaviza las miradas, embellece las telas, glorifica los cacharros de cerámica, hace levitar a las figuras de los santos… Con la luz de Madrid yo no podía pintar: no me ayudaba; ella no colabora. Está allí quieta, como si nada fuera con ella… No sé de qué manera Diego Velázquez puede pintar allí.
Murillo había expuesto con exactitud todas las razones por las que Velázquez se fue a Madrid a pintar, y se quedó. Pero yo no soy pintora. No tengo ninguna prisa por volver.
Sé que estoy esquivando contar lo que mi vida ha sido: se tire por donde se tire, un glorioso fracaso. Yo comencé escribiendo novelas casi pastoriles, dulces, amables y amadas en estricto sentido, comunes por decirlo de alguna manera. Escritas, por tanto, para quienes las leen. Eran libros ya con destinatario fijo… Y un mal día sentí una urgencia: la necesidad de contar lo que veía, lo que había visto, lo que imaginaba que iba a ver. Porque yo vivía como una burguesita y me desenvolvía entre jardincitos y chalés adosados y encantadoras urbanizaciones y familias oficialmente decentes y sedadas. No conocía seres violentos ni necesitados ni hambrientos ni parados: me los figuraba, pero con tonos leves, con matices acordes. Si llamaban a mi puerta, no era yo quien abría. Mi Pigmalión Roelas me indicaba caminos que no eran viacrucis, que no hablaban de penas hondas y verdaderas y negras y mortales. Era de penas finas de lo que hablaban…
Todo fue muy deprisa. Miré de verdad, no dentro de mí como acostumbro sino fuera. Y vi el mundo, el horror del mundo, el egoísmo infinito de los poderosos, el ciego crimen de los plutócratas, el de los políticos que dan una mínima pincelada para que en el resto del cuadro nada cambie… Sentí un escalofrío que aún me dura. Los intelectuales, los artistas, los profesionales de cualquier clase que conocía yo, estaban a lo suyo, trabajaban con la indiferente generosidad que da el bienestar, el trato con la belleza y con la inteligencia. No eran malvados, no eran criminales, no eran responsables más que por omisión. Igual que lo era yo… Desgarrarse de ese mundo lleva a la violencia, a la absoluta rebeldía, a la incontenible hemorragia de toda la sangre derramada… Y entonces sí fui la hemorroísa.