Me eché a llorar, desalentada y débil. Me eché a llorar, inútil, porque él era el que tenía razón. Luego, balbucí:
– He escrito una historia repelente y sin fuerza contra un mundo repelente que tiene la fuerza entera.
– ¿Eso era todo? No, no vale la pena Deyanira. Es demasiado poco. Un libro, ¿qué es? Casi nada. A todo el mundo le ha pasado algo así. A todo el mundo le ha naufragado una esperanza. Escribe otro cuanto antes. Esto, lo nuestro -yo lo miré a los ojos, él los bajó otra vez-, me refiero a la literatura, no es una carrera frente al público sino con el público: precisamente es con él con el que tenemos que contar… Tú ahora crees que no vale la pena seguir viva; pero después de echarle la culpa a todo el mundo.
Estaba vacía, desconcertada. Dudaba si Gabriel no había entendido ni una sola palabra de mi desvalimiento, o era yo la que confundía mi soberbia con la generosidad, mi desesperación con la maldad congénita del ser humano… Y todo esto, sentada en un retrete, con las manos extendidas, y con un hombre, que era mi marido, sentado en la bañera, tratando de hacerme razonar sobre algo que no era el tema del que yo hubiese hablado, y vendándome los dos cortes, poco profundos, que me había dado por una causa diferente a él, al libro, a las vendas y, desde luego, al retrete.
Me dio un mareo. Me apoyé en la cisterna y cerré los ojos. No sé si lo que voy a escribir ahora lo pensé yo o se lo oí decir a Gabriel. Creo que lo decía él, pero en voz baja, cerca de mi oído.
– Tú progresabas en tu trabajo y ahora crees que todo se ha venido a tierra. Trabajabas y gozabas a la vez, que es lo que debe suceder, e imponías respeto en aquellos que te interesaban, es decir, tenías poder sobre el pensamiento y la emoción de otros. ¿Y era eso lo único que te ataba a la vida? Una obra, ninguna obra, ¿comprendes?, está hecha para darle felicidad a quien la emprende y la concluye, sino para hacerlo quizá menos infeliz. Porque la fuerza del autor es su sensibilidad, que es lo que lo convierte en un buen transmisor. Pero demasiada sensibilidad es ya un desvalimiento… Por eso los científicos son más dichosos que los artistas y también más sencillos; aunque lo poético y lo científico partan de una misma salida: una interrogación, una oscuridad. Sin embargo, nosotros dependemos de demasiados enanos filisteos. Si les haces caso, te vuelves una cínica. Y nadie es feliz siéndolo: el respeto a uno mismo es la primera premisa de la felicidad. Yo aspiré a ser mi propio jefe, pero uno no puede ser del todo su propio crítico ni sus propios lectores. Hablo de lo exteriorizado ya, porque el autor, de antemano, ha de criticar su obra antes de darla a los demás… ¿Te acuerdas de una tarde en que leímos juntos una frase de Plinio el Joven? «Difícil empresa es presentar con novedad cosas antiguas, dar autoridad a las modernas, interés a las pasadas, claridad a las oscuras, amenidad a las fastidiosas y fe a las equívocas.» ¿Lo recuerdas? Nos reímos con una risa nerviosa, porque comprendimos los esfuerzos, tantas veces inútiles e insuficientes, que necesitamos hacer por los lectores… Pero los seres inesperados y los desconcertantes son los que tienen siempre los triunfos en la mano. Tú eres una de ellos, Deyanira.
Volví en mí. Me recuerdo replicándole vagamente:
– Nada pasará en este mundo, ni en el otro si lo hay, que no creo, porque yo deje de escribir. Incluso, a pesar de las cartas de mis lectores de otros libros, nada habría pasado si yo no hubiese escrito ninguno. O si no hubiese ni siquiera nacido… Por eso soy yo la que tengo que decidir, no los lectores, lo que deseo hacer… Vivimos poco tiempo, y en un rincón de la tierra muy pequeño. Hay quien siente por eso más curiosidad, y hay quien por eso decide desentenderse de todo, o echarse a dormir o a morir y mandar la vida a tomar viento fresco.
– Ya estás mejor, lo noto. -Sonreía-. Pero tienes que retorcer todo tu interés y dirigirlo hacia fuera. Nuestros éxitos o nuestras faltas de éxito no importan tanto. Se puede sobrevivir incluso a las grandes penas, a las verdaderas penas. -¿En qué pensaba?- El tiempo las va borrando e igualándolo todo… ¿Qué le importamos de verdad al mundo?
No me interesé por lo que él sintiera, por lo que parecía temblarle en los labios. Pensé un segundo en Hilo… Ahora sería… Reaccioné:
– Pero a mí él sí me importa. Yo me importo.
– Piensa en algo que te trascienda, en algo superior…
– ¿Qué hay superior a lo que tú pones sobre ti misma?
– Tienes una crisis. Descansa, abúrrete, olvida… Probablemente dentro de ti hay otras causas que no ves, alguna que se solapa y que se esconde. Quizá un problema emocional del que quieres huir por medio del trabajo… Quizá yo mismo.
Lo admiré, porque se ponía a tiro.
– No me compadezcas, Gabriel. No me ayudes. No me vengas ahora con paños calientes… No hay tal problema… Ya, por lo menos, no: tú lo sabes. El problema es la frustración en el trabajo. Porque el trabajo era mi forma de sobrevivir al sufrimiento.
– ¿Y la frustración de tu vida? -Lo miré con toda la intensidad que pude, en vez de preguntarle por la de la suya. Él continuó sin inmutarse-. Enfréntate a tu miedo, Deyanira. O a tu vacío. Con los ojos abiertos. No trates de ocultártelo. No pienses en otros problemas más lejanos a ti. Da la batalla, pero racionalmente. Con calma y concentración… Acabarás de perder el interés por ese miedo y dejarás de pensar en él. La valentía siempre estuvo de tu parte. Ármala con la indiferencia ante la opinión ajena: es lo que más hiere al público y hará por castigarla porque no la considera respetable. El respetable siempre es él, o eso se cree. Enfrentarse de veras a él es lo que más daño le hace.
– El fracaso me está mirando de hito en hito. Creo que es mejor no hacer nada que hacer daño.
– Pues aplícate el cuento: no hagas nada. Ahora mismo todo lo sucedido, todo tu apasionamiento lo estás volcando hacia tu interior y haces que gire en torno a ti. Has sido siempre iguaclass="underline" una egocéntrica. -Sonreía con cierta ternura-. Y, por tanto, una infeliz… El temor al futuro, o a admitir la realidad, o la equivocación, por ejemplo, o la envidia, a la que tú no eres susceptible, o el sentimiento de culpa y la auto-compasión y la autoadmiración… -Lo interrumpí.
– Lo sé, son el peligro. Pero no sé si el amor, lo que tú y yo podemos llamar así sin ponernos de acuerdo, tiene que ser egoísta, o puede serlo al menos. Lo que no tiene por qué ser es abnegado… Desear que el amado sea feliz, sí; pero no a costa de dejar de serlo yo. O no siempre… Creo que ha llegado mi momento.
– ¿Tu momento de elegir, o de ser feliz?
– El de ser feliz no se elige.
– El de morir tampoco -dijo tomando en sus manos mis muñecas vendadas.
– Hablamos, yo por lo menos, del momento de elegir.