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– ¿Te acuerdas de lo que escribió Flaubert a George Sand?

– George Sand era justo lo contrario de Madame Bovary. Entre otras cosas, porque era un travestido. La vida de Emma Bovary era tan fría como un granero con ventanas al norte. Cuántas veces me habré preguntado yo, como la Bovary: «Dios mío, ¿para qué me he casado?»

– Ahora sí que eres mi Deyanira. ¿Recuerdas ya la frase? «L'homme c'est rien, l'oeuvre c'est tout.»

– Lo de hombre se lo decía para halagar a Aurora Dupin, que vestía de macho de la época… menos cuando se lo prestaba a Chopin.

– Ahora ya estás recuperada totalmente. -Hizo su gesto habitual de tocarse las cejas y se echó a reír-. Has recuperado tu lenguaje soez. Y en él te apoyas. Es tu momento: ¡Elige!

– Nunca se nos da a escoger, para morir, entre un carcaj y una guadaña. Ni siquiera entre unos u otros carcajes y unas u otras guadañas. -Hice una pequeña pausa mientras trataba de incorporarme-. Un Pigmalión tiene que tener éxito, ¿verdad? Si no, no se justifica ante sí mismo. Si fracasa, no es Pigmalión, es Frankestein, y eso tú no te lo puedes permitir. -Gabriel se echó a reír de nuevo, pero esta vez sin ganas-. Cuando nos casamos, tú me llevabas doce años; ahora yo te llevo a ti cien.

A pesar del piropo, esta vez Gabriel no se rió. Nos habíamos puesto en pie. Me sostenía por la cintura. Nos miramos fijamente. Fue la última vez que lo hicimos. Al día siguiente yo salía camino del crucero. Había elegido ya.

***

Es como un axioma: una mujer siente envidia, por algo, de todas las demás; un hombre, sólo de sus colegas. Yo he sentido bien cerca la respiración jadeante del rechazo de las mujeres, y son las que más leen. Me he sentido víctima -y no creo exagerar, y aunque exagere lo he sentido- de todas las injusticias y agravios. Yo soy mi propia medida y el blanco de los otros. Desde que era niña hasta ahora, alguien podrá decirme que lo imagino. Y si yo lo imagino, ¿no soy yo misma quien lo sufre? Sé lo que me diría en este momento Gabrieclass="underline" «Empezaste a pensar que nadie te quería. Y, al final, a fuerza de tenacidad, lo conseguiste.» Y también sé lo que le respondería yo: «Sí, y tú fuiste el primero… También me envidiarían estar ahora en Venecia. Y ves ya cómo estoy: a la pura fuerza. Preferiría quizá estar en Sicilia… Y me aburro. ¿No me dijiste tú que me aburriera?… Sin duda me encontraría mejor escribiendo, que a lo mejor es lo mío, y lo hago mejor que las demás.» Gabriel concluiría: «En efecto», y soltaría una estupenda carcajada.

No estoy nada convencida de hacer bien escribiendo así. De hacerme bien, quiero decir. ¿Será que soy retórica en el peor sentido? ¿A qué viene todo esto de la envidia? Es lo normaclass="underline" la envidia siempre acompaña al éxito. ¿Hay que ser Napoleón para no percibirlo? No, Napoleón envidió a César, y César a Alejandro, que envidió a Aquiles como Aquiles a Heracles… Menudo era el complejo de Aquiles, el de los pies ligeros. Su insatisfacción consigo mismo lo obligaba a obtener siempre la victoria; si no, se echaba a llorar. Siempre en la cuerda floja: ni hombre del todo ni dios del todo; ni moreno ni rubio; enamorado de Patroclo y acostándose con Briseida; el de los pies ligeros y el mejor corredor, pero adelantado por la tortuga…

¿Es que no somos nadie? No, no acoger pensamientos inútiles. Si uno se abraza a la plenitud con todas sus fuerzas, se transforma en envidiable. Hay que evitar las comparaciones, las que son de verdad odiosas. O mejor, arrumbarlas. No pensar en la buena suerte ajena. Disfrutar con el trabajo hecho o el inventado. Ningún pavo real envidia la cola abierta de otro, porque cree que la suya es la mejor. La modestia forzada es peligrosa, más aún que la soberbia sin justificación. No es malo tener buena opinión de sí misma. Lo malo es la envidia disfrazada de moralidad: acaba por cortarle la cabeza a los que sobresalen. Ése fue el consejo que el superior de su convento, sin palabras, le dio a Ramiro, el Monje, y lo mandó a reinar: con una hoz, mientras paseaban meditando, cortó las espigas que sobresalían de las demás en el trigal… Y la cosa acabó en la Campana de Huesca: una gran degollina de nobles…

¿Y no te quedará a ti un rescoldo de envidia, Deyanira Alarcón? Una envidia que, con pinta de profesional, sea sexual más bien. ¿Te imaginas con un hombre completo, hecho y derecho, que te atravesara con su espada, con hijos inteligentes, parecidos a ti, yendo hacia delante y hacia arriba? En todos los campos del alma si es que existe, o lo que sea, influye la felicidad de los instintos, y también la felicidad instintiva, que son cosas distintas. Antes la gente envidiaba a sus vecinos próximos porque no conocía a nadie más. Ahora se conoce a todas las mujeres, valgan o no la pena, y todas son odiadas y por eso nace la telemarranada, donde todas se igualan, o eso creen, porque se les otorga el poder aparente de juzgar… Qué sinuosa te has puesto, Deyanira.

Los odios entre razas, clases, profesiones, etc., no provienen de las propagandas (también podría propagarse la amistad universal), sino de la propensión del corazón y de la mente humanos. Todos estamos insatisfechos, creemos que nos toca siempre la peor parte, nos vemos mal retribuidos y otros acaparan, según nuestro entender, los mejores y los mayores bienes. Todo podría ser perfeccionado: ésa es una afirmación muy cierta. ¿Por qué, entonces, no desarrollamos, lo mismo que nuestro cerebro, nuestra sensibilidad y nuestra largueza de ánimo? Eso es lo que yo proponía en Los comensales, carajo. Quien tenía razón en todo ese enredo de la guerra de Troya y de lo que siguió era un simple muchacho, Telémaco, que le dice la verdad más rotunda a su madre Penélope, nada menos que en La Odisea: «El mayor éxito ante un auditorio siempre le corresponde no al mejor, sino al más nuevo de los cantos.» Qué buena lección para ser aprovechada. No fue mi caso. En cuanto al éxito por lo menos.

Pero algo en mí sí ha cambiado… «Aprovecha el nuevo canto de Venecia, Deyanira, mentecata», me digo. Y hazlo tuyo, aunque no se lo cantes a nadie más. ¿O es que ya no eres tú? Mira, proyéctate, investiga, deslúmbrate si sabes, mójate en su agua sucia. No te hagas la introvertida ni la desinteresada, no te pongas más moños. Dentro de lo que cabe, que no es mucho, Gabriel tiene razón. Por poco que te fascine Venecia, siempre será más esplendorosa que la que veas tú dentro de ti… Hija, coño, enriquécete. Sal de ti, asómate. No seas antigua ni mesurada ni gazmoña. No seas canadiense, no seas de Oklahoma. Ese desinterés que te esfuerzas en sentir es de mema. ¿Qué quieres, olvidar? Pues bebe, leche, bebe. Agárrate una turca y salvarás por lo menos el día de hoy, y acaso el de mañana, porque la resaca no te dejará pensar… Y si no quieres emborracharte, porque ni a eso has aprendido, busca a las dos camareritas cariñosas. Observa a tu alrededor: algo habrá que te llame la atención. Salvo que quieras, lista, hacer deportes de alto riesgo o aprender chino o pugilatos de natación. Acuérdate de la vieja, caquéctica en apariencia, que ganaba todos los largos en la piscina del crucero. «¿Ha sido usted profesional? ¿Ha sido olímpica?» -le preguntaban-. Y ella contestaba siempre, sin sonreír siquiera: «No. He sido, en Venecia, puta a domicilio.» Pues sélo tú también. Pero apasionadamente, tonta del culo, apasionadamente. Igual que si te da por ser lesbiana en ejercicio…

No has arreglado el mundo ¿eh? Tampoco él lo esperaba ni te esperaba a ti… Aquí puedes ser naturaclass="underline" qué pocas veces en la vida has tenido ocasión. No te digo que te pongas a cantar y a bailar verdiales en una calle estrecha, porque te detendrían; ni a llorar a lágrima viva sentada en un bordillo, porque, con suerte, formarías un charco, o quizá un corro. Incluso a lo mejor -piénsatelo bien- todo eso podrías hacerlo en esta ciudad mejor que en cualquier otra… Cultiva lo que ya has olvidado y era tu motor dieseclass="underline" el entusiasmo, el endiosamiento. Agárrate a un clavo ardiendo si es que no quieres escribir. Agárrate a cualquier motivo. A los atardeceres, pongo por caso: aquí los hay preciosos… O quítate la vida ahora mismo, tía pesada, si es eso lo que quieres y si tienes cojones para hacerlo sin nadie cerca que lo impida… Ya está bien de matracas. No sigas más sin ver ni oír ni hablar como una mona china, con la cabeza metida bajo el ala o el brazo, o dentro de un agujero igual que un avestruz, que cree que no la ven porque la que no ve es ella. Ya pasaron los tiempos en que el desinterés era elogiable y la indiferencia por la vida una elegancia fría. El enardecimiento -y eso es lo tuyo, no te engañes- es incompatible con las buenas maneras, que tú nunca tuviste además, y con la falta de curiosidad y de pasión. Ha habido muchos y muchas idiotas antes de ahora: no engroses tú la lista. No cultives la mezquindad, sino la longanimidad (vaya, qué palabrota, parece un embutido). No tomes nota, o lo finjas, para más libritos… Si escribes en estos cuadernillos de todo a cien, no es más que para conocerte y levantar cabeza. Entrégate a la vida y, si sale con barba, San Antón, y si no, la Purísima Concepción. (Ah, y ten cuidado con las frases hechas. Hubo muchos deficientes mentales que te reprobaban el usarlas. Como si no formasen parte de la lengua y no fuesen una concisa ilustración de lo que se habla. Más que en otro, en un idioma como el tuyo, que siempre, bien usado, dice bastante más de lo que quieres. Quienes no las emplean es porque las ignoran, porque ignoran los vericuetos del habla en que se mueven y no entienden el bosque bravío del lenguaje, que huele bien y araña al mismo tiempo.) ¡Qué rebién me ha quedado!