Así me gustas, como Asun. Entrégate y se te entregarán todos. Quiero decir los que a ti te interesan. Al principio, con precaución; luego, a lo loco. Deja esa impresión angustiosa de andar sobre estos ríos, que aquí llaman canales, encima de una tabla que aquí la llaman puente. Ten de nuevo confianza en ti; si no, no la tendrás en nadie. La seguridad propia siempre te la producirá el afecto recibido más que el dado. ¿No tuviste las pruebas? ¿O es que echas de menos aún el aplauso de quien no conocías ni te conocía a ti, la difusa fidelidad de los lectores, las palmaditas en la mano y los besitos del editor gordinflas, las cartas que apenas entreveías? Nada te devolverá, o te inaugurará, una seguridad mayor que el cariño gratuito de unos cuantos. Merécetelo ya, o inmólate, petarda, y que te den absolutamente por el culo. ¿Es que no están levantando aquí de nuevo La Fenice? ¡Menuda leccioncita!
Hoy he recibido una carta de Gabriel. Lo conozco y soy capaz de recitar, sin leerla, lo que dice. No la voy a leer. Ni a tirarla siquiera: aquí se queda. Agradezco que se haya tomado el trabajo de encontrar mi dirección, aunque me sorprende que la haya conseguido, porque nunca ha usado ni ordenador ni móvil. ¿O soy yo la que nunca los ha usado? A partir de la agencia de viajes, de la compañía aérea, de algún chivato, consular o no…
Venecia es una mujer chismosa y presumida. Ya la conozco un poco. Cuanto antes tengo que hacer constar aquí cómo ha sido mi primera excursión. Ha influido tanto en mí que ahora, con esta carta delante, todavía siento su influencia… Tengo que serme sincera. La toco, la acaricio, imagino el hermoso cuerpo bien cuajado de Gabriel, sus manos largas y sabias del principio, sus muslos fuertes, el delicado vello de su pubis, su vientre liso, su extremada falta de caderas… Me excita recordar las pocas veces que he hecho el amor con él, y cómo -no lo sé, no lo sé- querría hacerlo ahora. Dicen que es bueno salir de los lugares acostumbrados y follar en los insólitos. Éste lo es. Esta media luz lo es. Y Gabriel es también otro desde aquí, y lo deseo más porque no fue del todo mío, ni yo del todo suya nunca… Estoy mojada de imaginar que ha escrito esta carta, seguro que razonable y buena consejera, pensando sólo en mí. En este momento, quizá por el eco aún de anoche, que es lo contrario a él, lo estoy deseando lo mismo que una perra… Y actúo como una perra, y lo muerdo y lo araño y me lo tiro. Y es como una venganza devoradora, porque él deshizo gran parte de mi vida por no usarla. Y lo uso a él, a su cuerpo perfecto, y me estremece, y siento, siento, siento… Hasta que me da una repentina arcada de mí misma también, y de él. Un asco horrible. Como el que da una boñiga envuelta en chocolate un Día de Inocentes… Basta, basta, no beneficia a nadie pensar que lo sucedido pudo ser de otra forma. El lobo se comió a Caperucita. Y a su abuela. No hay bondadoso cazador que valga. Fin.
Cuando puedo volver a pensar lo hago en él, pero de otra manera. Al niño que es amado, como sé que él lo fue y como pudo serlo el mío, lo protege una coraza; la desamada se sabe vulnerable y teme. Se vuelve tímida. Se encuentra sólo en sus menudas posesiones, que en mi caso fueron los libros. No es capaz de explorar el mundo ni aprehenderlo: lo descubre a través de lo que otros escribieron, y no siempre hace bien las digestiones. Tiene una especie de agorafobia. Desea que fuera todo esté tan ordenado como en su pequeña biblioteca… Gabriel me acompañó, y yo viví en un mundo enmascarado al que nunca me atreví a arrancarle el disfraz. Hasta que todo se rompió, y los añicos me salpicaron durante mucho tiempo. Él era mi refugio, mi casa, mi temperatura y mi actividad. El que abría mi puerta, me traía y me llevaba, era mi representante de todo cuanto valía la pena fuera… Yo creía que eso era amor. No lo fue. Ni hogar, ni protección contra la dura mentira ni contra la más dura verdad. Una mujer hasta con el corazón roto reparte sus pedazos. Gabriel no repartió el placer: se lo daba a sí mismo. Y yo también, pero por separado.
Si alguien pudiera decir, volviendo la mirada de atrás hacia delante, «nunca, nunca más», bien seguro de ser sincero al decirlo, hallaría en ese «nunca más» un descanso nada despreciable. Yo podría contestar la carta de Gabriel, cosa que no haré, escribiendo: «Te he querido puerilmente, con una pasión honda y a la vez esmerada, acerca de la cual no puedo hablarte ni en este instante ni en esta ciudad, a la que viajamos de recién casados, ni en esta compañía. Cuanto más sensitiva es una persona, cuanto más huidiza -y yo lo era- y casta -no, no lo era-, es más necesaria una ligera máscara de risas y de piques donosos. Tu máscara no fue ésa, pero yo lo ignoraba. E ignoraba también que todos pueden ser heridos tan fácilmente como nosotros mismos. Quizá yo fuera la que primero debía hablar. No lo intenté.
»Hoy, a pesar de todo -un todo mío, que tú desconoces como desconocí yo el tuyo-, la idea de la muerte me resulta amable. Sin embargo, te juro que es bueno no estar muerta.
»El amor, si sirve para algo, es para hacer penetrar la personalidad del amante en la mente del amado. Quizá tú no amaste así nunca, y no puedes saberlo. Cuando se ama, se traga uno el orgulloso y se rinde. Salvo que tenga la evidencia de que tal gesto no va a servir de nada. Fue exactamente eso lo que nos sucedió a los dos. Para serte más sincera, yo sólo tuve el temor de la evidencia.»
Al no ser bastante hombre para mí, que soy un poco machirula, aunque su amor era más viril que el mío, fomentó acaso sin querer y sin que yo lo percibiera, mis temores de niña desamada. Para hacerse a mis ojos más valioso y más imprescindible protegiéndome. Ahora lo veo mejor: fue su modo de poseerme. Apagaba la luz y me decía: «No temas, estoy yo aquí.» De ese afecto que se encamina a la procreación, aunque se pueda procrear sin tal afecto, no supe casi nada. Tanto, que dudaba con más frecuencia si yo era incapaz de inspirarlo que él de sentirlo por una mujer. Su niñez fue abrigada por una madre viuda, por unas niñeras, por unos profesores… Pero yo sé decir de mí que sí he amado a Gabriel de todas las maneras. Lo que sucede es que una costa bella puede contemplarla extasiado quien la ve protegido en un barco, como yo en mi crucero; el náufrago que corre peligro de ahogarse, la mira y la codicia de otro modo. Es lo que diferencia el placer y la necesidad, el gozo y el riesgo. Acaso yo amé por los servicios prestados, no por las cualidades intrínsecas de Gabrieclass="underline" tengo una mente fría y puedo discernir. O eso me parece. Con absoluta seguridad ya no sé nada… Quizá amé por egoísmo y miedo -el miedo es mal amigo y peor consejero-, no por admiración ni por deseo, a pesar de que Gabriel es deseable y acabo de demostrármelo manualmente a mí misma. No quiero decirme con esto, ni siquiera por escrito, que aspire a inaugurar un bienestar nuevo con él; simplemente que huyo del malestar que él me ha infligido. Ahora sólo puede elegir entre lo que no tengo.