En nuestra pareja no hubo un afecto sexual correspondido. O quizá alguna vez, entre alucinaciones. Cada uno obtuvo su beneficio, pero no hubo ni un proyecto común, ni una entrega total en la que cada cual se olvida de sí mismo y se sumerge en el otro. Un yo demasiado fuerte -y los dos lo tenemos- es una cárcel rigurosa de la que no se sale. Gabriel no tenía la llave mágica que necesitaba para entrar en mi celda, ni la aparente ternura que le permitiese suplicarlo. Además, aunque él me hubiese dado amor, no habría bastado: para sentirme yo completa, habría necesitado darlo a mi vez. Pero el amor se queda siempre a mitad de camino. Qué pocas son las Caperucitas -aquí se llaman Cappucceti- que llegan hasta la casa de su abuela. Y las reflexiones se suelen hacer siempre cuando ya es tarde… Qué pronto es siempre demasiado tarde: cautelas, desconfianzas, temores a no ser correspondida como se desea, a que mienta el amado, a que lo cambie el tiempo, a sufrir, a sufrir… Y, cuando nos damos cuenta, ha llegado ya el lobo.
Las relaciones sexuales nos falsean: cada uno se mantiene defendido en sí mismo. Hay una básica hostilidad, un temor a exponerse, a volcarse en exceso; hay precauciones, tácticas a veces inconscientes; hay, más que nada, reticencias. No se funden las partes en una personalidad común y nueva. La suspicacia en el amor, la aprensión a pasarse de la raya, el secreto apartado por si acaso… Todo se opone a la dicha compartida, al dolor compartido, que es lo que vale más. Lo mejor que pudo pasarnos a Gabriel y a mí -y es un mejor terrible- es que no diéramos fruto. Del mismo modo que la higuera maldita del Evangelio: Jesús la maldijo injustamente, «porque aún no era el tiempo de los higos» cuando él fue a tomar uno. Y la esterilizó.
Quiero ser imparcial. Necesito ser más imparcial que nunca si es que alguna vez lo he sido. No puedo escribir lo que tengo que escribir aquí ahora como una novelista que narra las cosas según le conviene a la tensión del relato o a sus propios prejuicios… Tengo la sensación de haber vivido un episodio insólito. Pero no sólo insólito en mi vida, en la que debe de haber tantos… Esta manera de comenzar a hacerlo me sorprende a mí misma. Y es porque estoy desconcertada, y ni siquiera sé si será bueno o malo. No sólo eso, ni siquiera sé si tendré que elegir, ni qué elegir si necesito hacerlo… No sé nada. Tampoco si merece la pena reflexionar sobre algo que es probable que no tenga día siguiente. Debería no escribirlo, pero me es imposible dormir, a pesar de que la madrugada ya ha llegado… La que no sé del todo si he llegado o no soy yo. ¿Estoy aquí o me he quedado fuera? ¿Qué ha surgido desde esta tarde? ¿Quién ha volcado el mundo, bueno, mi estrecho mundo, vanidoso y sabihondo?
Quiero ser imparcial. Pero lo primero que debo decir es que no sé lo que es, ni qué quiero decir con ese quiero, ni si podré, ni si vale la pena, ni qué pena, ni si hago bien estando sola aquí, en este cuarto, que es menos mío que nunca. O si hubiese hecho mejor quedándome, no donde estaba pero sí con quien estaba. Y esa duda tampoco es lo peor. Lo peor es que alguien ha llegado y le ha pegado una patada en el bullarengue a mi vida. Sin darse cuenta, sin importarle un pito. Con la misma indiferencia que ha dicho, al despedirse, buona notte, inaugurando así la peor noche de mi vida.
¿La peor? Si soy sincera, no me consiento afirmarlo. Lo que me aliviaría, creo que a lo mejor podría ser una llantina, pero lo suficientemente larga. No obstante, tampoco estoy convencida de eso: no tengo la menor gana de llorar. Me vendría bien dormir, y pensar que siempre mañana es otro día. Pero es mentira, porque mañana es ya hoy, y yo además soy incapaz de dejar caer la oscuridad y el sueño como un telón, sobre lo que ha pasado… Y, por si fuera poco, ¿qué ha pasado? No lo sé, no lo sé… Es a lo que quiero llegar, no sé por dónde. Tengo la misma impresión que tuve, siendo niña, en aquella pineda de Segovia, pero esta vez nadie me encontrará. Sólo yo, que estoy perdida, puedo hacerlo. Porque lo que no me permitiría es cerrar los ojos otra vez. No me puedo engañar. Lo malo es si me engaño con la búsqueda de darle una razón a lo que no la tiene. Si no sirven para eso estos putos papeles, los tiraré mañana, bueno, dentro de un rato, al Gran Canal. Lo juro. O mejor, al de la Giudecca.
Ayer por la tarde llegaron Bianca y Nadia. No habían avisado. Venían, o me lo pareció, más alegres que otras veces. Dicharacheras, cómplices, pero con un tipo de complicidad entre ellas que me incluía a mí. Las encontré más amigables, más simpáticas, igual de pródigas: convincentes. Me daban la impresión de unas secuestradoras muy benévolas. Traían un termo con café por si yo no tenía. Y se pusieron más o menos cómodas, dejándome en el centro.
– ¿Por ser la mayor? -pregunté para meter la pata una vez más.
– Qué obsesión con la edad -dijo Nadia con una carcajada, ella que ríe menos.
– No -aseguró Bianca-: por ser la más tonta.
Entonces fui yo quien reí. La miré por ver si recordaba lo que yo estaba recordando… No percibí ni en sus ojos ni en su actitud el menor recuerdo. («Estas chicas…», pensé.)
– Venimos, en realidad, a raptarte. Estamos hasta las narices de que no reacciones… De que no te diviertas, de que no te distraigas… En la ciudad ya quedan menos turistas. Nosotras tenemos noche libre. Hace buen tiempo, y hemos quedado luego con Aldo.
– ¿Dónde? -me alarmé, creyendo que las conocía.
– En una discoteca.
– Pero ¿vosotras creéis que tengo cuerpo yo de discotecas? ¿De bailar, moviendo el culo caído definitivamente, salsa y rock? Estáis como dos cabras.
– Primero, no tienes que bailar si no quieres. Segundo, vamos antes de que empiece Aldo, con sus discos, a levantar el ruidazo. Tercero, te animarás un poco a la hora de cenar solas nosotras. Cuarto, no tienes caído el culo.
– Y, si tenemos que emborracharte, lo haremos sin el menor remordimiento. Ya está bien de tristezas y de abdicaciones soberanas. -Me pareció la palabra abdicación muy oportuna, lo reconozco, pero no lo dije.
– No te has tomado el trabajo de conocer ni a la ciudad ni a nadie. Por lo pronto, ni a nosotras. Nos gustaría que nos dijeras qué es lo que piensas: qué somos, cómo somos. Porque queremos ser amigas tuyas… Qué es lo que tú piensas que pensamos nosotras de ti, que puede ser gracioso…
– O sea, queremos conocernos. Divertirnos contigo.
– ¿No de mí?
– ¿Ves, Nadia? La desconfiada.
– Peor, la desconfiada de sí misma, que por lo tanto no confía en nadie.
Bianca soltó una risa:
– Bueno, la verdad es que nosotras muy de fiar no somos.
Intervine yo, sonriendo esta vez:
– Sí lo sois, a pesar de que hoy parezcáis tener un colocón… a manera en que, aquel primer día, me comprendió, más bien me adivinó, porque yo no hablaba, me ayudó Nadia… Fue para mí, es para mí, igual que el cabo de una cuerda que se le lanza a quien cayó en un pozo. Inolvidable. Y definitivo. Quiero decir que Nadia se quedó bien definida para mí: humana, brava, dadivosa…
– Eso no tiene mérito. Entrabas allí tan extraviada, tan agotada, tan insegura como un perrillo que no sabe su nombre ni quiere aparentar otra cosa siquiera… Me emocionaste. Te vi tan atractiva… Precisamente porque me vi yo, tan tontucia, igual de necesitada que tú…