– Pero ¿por qué queréis que conozca yo a Aldo?
Otra vez sus risas, otra vez sus gestos, otra vez sus miradas. Habló Bianca.
– Porque él tiene remedios para muchas cosas. -Dijo la palabra remedios con cierto tono admirativo-. Para los dolores, para los malos recuerdos, para las horas bajas, para la soledad a solas, para la soledad en compañía…
– Para organizar fiestecitas en que todo se comparte…
– ¿Aldo es farmacéutico? -Soltaron una carcajada las dos.
– En cierta forma, sí… Es, sobre todo, alguien que debes conocer. Porque es distinto. Porque nosotras lo queremos…
– Porque es fiel y arriesgado y valiente. Porque es un hombre. Porque es un ejemplar de hoy…
– De hoy y de siempre. Hoy hay menos que nunca -completó Bianca.
– Está bien, está bien. Qué manera de divinizarlo. -«Divinizarlo porque es un hombre», pensé. «Altius, átius, fortius.» Y me estremecí.
– Y porque está deseando conocerte… En todos los sentidos. Hasta en el bíblico -concluyó Nadia.
– Pues vamos a cenar. Desde donde cenemos lo llamamos.
Eso hicimos.
No me acuerdo de lo que comimos. Nunca me acuerdo: no es lo mío. La conversación echó un velo demasiado atractivo sobre el menú. Las chicas aportaban ideas tan nuevas para mí que me atraían en todo caso, las compartiera o no. Provenían de aquellos míticos seres que tanto me hubiera enriquecido conocer: los rebelados por instinto contra una sociedad dinerada y deshumanizada. La misma, frente a la que yo, aunque por otras razones, me había rebelado también. Probablemente las dos sublevaciones eran inútiles. Pero la suya fue más vital, más individual y más gozosa; por egoísta, quizá más ejemplar. Y además mi vida personal tampoco había sido ajena a ellos… El matrimonio -me decían- era una institución que le venía de perlas a la sociedad; pero, con demasiada frecuencia, partía por el eje al individuo; éste le proporcionaba hijos y se los suministraba más o menos criados y educados, a costa de muchas satisfacciones que cada uno habría podido conseguir, solo o acompañado, para sí mismo.
– Los matrimonios o las parejas muy duraderas son un riesgo. Tú lo sabrás mejor que nosotras.
– ¿Un riesgo? Peor, un chantaje. -Bianca era drástica. Yo, interiormente, me sonreí con un desencantado escepticismo: en mi caso había sido mucho más-. Separan las peleas, las preocupaciones, los engaños y los desengaños, los gritos y los reproches. Y la necesidad de copular, tan inmediata y fisiológica, se dificulta tanto…
– Yo he oído decir -comentó Nadia llevándose a los labios la servilleta- que, a veces, si no se tienen demasiadas aspiraciones, funciona más o menos bien; incluso el acoplamiento llega a ser bueno.
– Pero la costumbre, en los actos de amor, no sirve más que para adocenarlos -dije yo-. Aunque parezca una comodidad tenerlo todo tan a mano.
Nadia sonreía al oírme. Y yo pensaba cuánto me había equivocado en la idea de considerar frívolas y superficiales a las dos amigas. No sé cuál de las dos agregó:
– La comodidad, la convivencia y el sentido de la propiedad en las cosas del sexo es un peligro grave.
– Eso fue lo bueno del movimiento -oí decir a Bianca-, lo que nosotras llevamos en los genes. Su rebelión, su solidaridad frente a normas gastadas e impuras y tan asfixiantes… Ellos huían de todo eso por medios que los instalados, que siempre buscan garantías, consideraban una inmoralidad.
Era cierto: yo lo pensaba y ellos lo enaltecían… Se largaron de las familias domesticadas, de las ciudades y de sus reglamentos. Se instalaron, sin echar raíces, en comunas… No mantenían una actitud política ni organizada. Era la búsqueda de una forma de vivir libre, algo paradisíaco; el intento de una existencia más desprovista, llena de improvisaciones, sin propiedades ni personas en exclusiva… Con algo que ahora nos parece ingenuidad, y lo era, rebeldía, y lo era. Nunca procuraron ser un movimiento homogéneo que pretendiera convencer a nadie. Y menos aún sublevarse contra leyes que ya no respetaban, ni para sustituirlas por lo que ellos buscaban, que no eran leyes nuevas además; por el contrario, era más bien la falta primitiva de leyes.
– Yo recuerdo haberle oído decir a mi madre -hablaba Nadia- que iban donde brillaba una luz que les pareció alta y más limpia; iban a idealizar la pobreza frente a los que habían idealizado el dinero… A mí me recuerdan al primer Francisco de Asís…
Lo sé y lo envidio. Fue la búsqueda de algo primario, no contaminado; una fraternidad que compartía todo; el tanteo de nuevos caminos, o muy viejos y ya olvidados; la persecución de un sueño destruido… Nadia continuaba:
– Había de todo: yo lo he tratado de entender, y es comprensible que lo hubiera. Unos tramaron incluso planes políticos para derrocar los puercos gobiernos; fue casi al final. Otros eran de carácter más individual, más poético: lo oriental, lo sexual, lo común más humilde, las drogas vinculadoras… Y algunos buscaban, sobre todo, la evasión a través de esas drogas.
No sé por qué intervine.
– Quizá la mayoría fue una mezcla de las tres tendencias, entre la sublevación y la desorientación… Una protesta y un reclamo sin la esperanza de cambiar el mundo… Un momento joven que se extinguió con la juventud, como se extingue un sueño, pero que deja un recuerdo encendido en quienes lo vivieron.
– Un recuerdo imborrable. Quizá nosotras dos formamos parte de él -dijo Bianca abandonando de pronto los cubiertos sobre la mesa-. Hay sueños que perduran a lo largo del día. Incluso de la vida…
– O quizá es que sólo los muy jóvenes pueden formar parte, comulgándolo en serio, de un ideal así.
– A mí me hubiera seducido más que nada en el mundo -comenté yo en voz baja-. Los verdes campos del Edén, una edad de oro, algo irrealizable por lo que merecía la pena dar la vida… Yo habría pertenecido al primer grupo del que habla Nadia: el de los radicales.
– Ahora sólo quedamos unas cuantas trastornadas egoístas, que vivimos a salto de mata. Y también muchos otros que se conforman con colgarse arambeles, amuletos, cadenas y pulseras y conducir bebidos o teñirse los pelos de colores… Les parece que así forman parte de todo aquello, que quizá no existió como ahora lo explicamos… -Nadia suspiró sin perder la sonrisa: una sonrisa leve, como la de quien evoca a un pariente tierno y excéntrico, fallecido hace tiempo y del que sólo queda su gracia en la memoria-. Pero no nos importa. Luchar para suprimir las guerras y la muerte ya sabemos que no da resultado. Queda cada cual con su vida. Si a esto le llaman egoísmo; si a querer vivir lo más sabrosa y hondamente posible cada uno su vida se llama así, egoísmo… ¿Con qué nos han querido comprar? Carreteras, músicas consentidas, modas controladas, opiniones impuestas, policías la mayor parte de las veces transgresoras, falsas tranquilidades… Mentiras, otro tipo de droga que nos da somnolencia en vez de enardecernos… ¿Para qué? ¿Para qué?
– Para aburrirse a muerte, y morirse, por fin, de aburrimiento -dije yo. Y Bianca concluyó:
– Que nos dejen por lo menos vivir a nuestro aire, follar a nuestro aire.
Pasó un ángel. Yo interrumpí su vuelo pegándole un tirón fuerte de las alas:
– A mí me ha sucedido lo más triste: tener que resignarme a ser autosexual. -Las dos soltaron una gran carcajada. ¿Es que no me creían? Cuando dejaron de reírse, dijo Bianca:
– Mi primera experiencia autosexual, como tú dices, la tuve antes de ir al colegio. Me ayudó un osito de peluche que se empeñaba en restregarse entre mis piernas. Ése fue mi primer novio silencioso. El único silencioso. -Reímos. Ella continuó-. Pero ¿y qué? La masturbación es un sustituto recreativo y cargado de afecto. El sexo grita a veces y habrá que contestarle. Y contentarlo… Ésa me parece una manera cómoda y transitiva. Hay quienes consideran que no se trata de un sexo de verdad… Pero yo te pregunto -se dirigía a mí- ¿no crees que en tu autosexualidad (me encanta que lo llames así) hasta el orgasmo puede convertirse en una forma grata de compartir el cuerpo y el placer y el más hondo secreto con otro cuerpo humano? Aunque sea el de una misma, él no es lo mismo siempre…