No, no es absolutamente necesario seguir engañándose. Ni aquí ni en ningún otro sitito. Ni con Venecia ni con ningún otro pretexto. Lo que sucede no es que me engañe yo, es que siento el imperativo de escribir. Aunque estuviese en una isla desierta sería así. Ya le ocurrió a Robinson Crusoe. Pero él, con la esperanza de descubrir la huella de otro pie humano en la arena; con la esperanza de que alguien lo encontrara y leyera su diario. El hombre y la mujer son su propia esperanza. Nada más que eso. Lo malo es que no hay nada que esperar. En mi caso y en el de todo el mundo. Porque todos están tan deshabitados como yo, sólo que no caen en la cuenta. Ignoro si es mejor o es peor. Acaso morirse tonto sea más ventajoso. Aunque la mejor muerte debe ser la inmediata. Quizá si me hubiese arrojado al mar esa hermosa mañana de hace casi diez días… No, me habrían rescatado creyendo que, al salvarme la vida, me hacían un favor. Todo es una equivocación en la que estamos, vivimos o por lo menos nos movemos; una broma pesada que dura demasiado. Hay un soneto que Blanco White escribió en inglés, y que termina: «La angustia ante la muerte, débil hombre, es inútil. / Como se va la luz del sol, se va la vida.»
No sé si se me entiende… Vale, vale: no sé siquiera si me entiendo yo cuando esto escribo, puesto que nadie va a leerlo. Pero supongamos -suponga yo, quiero decir- que lo leyese alguien: ¿me entendería? ¿Entiendo acaso yo lo que intento decir? El idioma, ningún idioma, está preparado para expresar lo que yo necesito -tampoco es verdad que lo necesite- expresar. Todo es una ficción, una convención variable según quien lo interprete. Si yo escribo pasión, ¿qué lector coincidirá con otro en el sentido que yo le quiero dar a esa palabra? Nadie comprende a nadie de verdad. Ni siquiera esa verdad existe. Todo es contingente, inseguro, inexpresable. Las interpretaciones varían, no se agotan, no se fijan. Porque la expresión misma es el principio de la falsedad. Esto que estoy escribiendo ahora, a-h-o-r-a, lo prueba: ¿qué me importa escribirlo o no escribirlo, de este modo o de otro, eligiendo tal o cual adjetivo para dar qué matiz? ¿O para que lo lea quién o nadie? No existe nada esencial, nada que cambie el rumbo de las cosas que jamás elegimos. Y el rumbo de la vida menos aún que el de otra cosa cualquiera… Entonces, ¿me gustaría suicidarme, o por lo menos me gustaría morir?
No lo sé. Ni siquiera. Morir o no morir da igual, o mejor, es igual.
En el fondo, en este fondo, ahora caigo: todo lo que ha hecho el hombre a través de su historia es ocultar esa verdad, tratar de desembarazarse de ella, de no comprometerse, de librarse de mirarla a los ojos, de inventar unos cuantos millones de otras verdades pequeñitas, convencionales, más simples, más indiferentes, de más ligera digestión. Cerrar los ojos. Cerrar los ojos de común acuerdo. Ese es el verdadero esperanto: querer no darse cuenta… ¿Dónde va lo que muere, lo que desaparece? Donde las nubes que se deshacen o se alejan, donde las formas y el amor y la risa y la comprensión. Yo lo dije una vez, o quizá otro lo dijo: «¿Dónde va el ruiseñor cuando termina mayo, cuando olvida la voz del atanor y el roce de las zarzas?» Todo va a ningún sitio… Vivir es sólo un empeño, un propósito firme de alguien que no está vivo y que lo sabe.
Se habla mucho de que la verdad y el porvenir los tienen los científicos. Sin embargo, desde Arquímedes apenas se ha avanzado. Hasta el indeseable maltratador de Einstein. Hay uno ahora sentado en una silla de ruedas, doblado y redoblado, que lo mejor que tiene es su cuerpo. Ahora resulta que creen en el Big Bang; incluso en que para «antes del principio» tiene una respuesta muy sencilla. Son como escritores de fantasía. La suya es una ciencia-ficción dada con queso. Pueden cerrar el puesto, plegar como dicen los catalanes, e irse. Ahora resulta que la mecánica cuántica y la relatividad no encajan. Y ellos creían, los sabios físicos, que abarcaban todas las fuerzas observadas en la naturaleza. Así que han terminado ¿no? Pues que se vayan. Que no engañen, que no engañemos a nadie más. Ni siquiera a nosotros mismos. Cuando ellos reconocen que puede haber más dimensiones de las que nos es dado observar, tres o cuatro, y que están enrolladas; cuando definen un agujero negro como un manojo de cuerdas, enrolladas también supongo, dan ganas de reír y de matarlos luego y volverse a reír. A todos. A todos los que creen que esto tiene un sentido. En la historia de la física, en cualquier historia de lo que no existe y muda y se diluye, ha habido que cambiar todas las ideas básicas para abordar preguntas que parecían -y lo eran- imposibles. En la ciencia, sí, y en el amor también, y en cualquier forma de arte, de estremecimiento, de todo aquello a lo que acostumbramos llamar vida.
Pero acaso lo que acabo de escribir no es cierto. Ni existe. Y acaso yo lo sé. Lo veo y nada más: eso es todo. Como anoche vi la vaga luz de la luna menguante y la dejé de ver. Y quizá ella me vio. Porque el mundo, lo que llamamos mundo, nos guiña cómplice porque tiene la misma inexistencia que nosotros: formamos parte de una incoherencia idéntica, de una idéntica ingenuidad, de un idéntico ensayo. Lo mismo que sucede con este falso espejismo (hay espejismos de otra clase) que supone Venecia: el tácito y subyacente compromiso de ver lo mismo todos o creer que lo vemos; el pacto veneciano tan largo de la humedad, del moho, de la piedra flotante, de la evidente y convencional belleza alrededor de ella, por encima y debajo, construida mientras en silencio se destruye…
Si yo pudiese decir «nunca más» segura de ser sincera al decirlo, encontraría en ello un descanso nada despreciable. Porque los vaivenes, las circunstancias y las vicisitudes del amor a los enamorados, o a uno de ellos sólo, les parecen recién descubiertos por ellos; pero son siempre idénticos… Te quise puerilmente, con una pasión profunda y delicada, acerca de la cual no he podido hablar ni una sola vez: no hubo nunca un momento propicio ni una propicia compañía. Cuanto más sensitiva es una persona, cuanto más casta y tímida, más necesaria es la máscara de risas y de puyas donosas. Como una gasa fina que cubre las heridas bajo el brutal esparadrapo… Es preciso recordar que todos pueden ser tan fácilmente heridos como nosotros mismos… La idea de la muerte siempre me resultó amable; pero hubo días, cuando te miraba, en que me dije: «Es bueno no estar muerta.» Cuando una cree que ama, es decir, cuando se ama, entrega una el orgullo, que es mayor que la vida, y se rinde. Entonces el amor es el camino para que el amante penetre en la mente del amado y éste recline su cabeza… ¿O todo lo que soy, si soy algo, es tan sólo el pasado? El amor no es una silla dorada donde una se sienta; no es un lecho de rosas en donde una se acuesta, ni siquiera una plancha con clavos, donde una, como un faquir, pretende descansar. El amor no es siquiera un lugar donde, por lo menos, se respira. El amor simplemente no es nada. ¿O sería mejor decir que es justamente la nada en la que uno o los dos desaparecen? Eso consolaría.
Pero no. La mujer, tan joven, de Pushkin bostezaba cuando él le leía algo que fuese más largo que un soneto. Y la del pobre Verlaine bostezaba sólo de pensar que su marido era poeta y maricón. Quizá por eso él escribió: «De la musique avant toute chose…» ¿Y el otro Paul?: «El amor te dice: "Ah, ven que voy a destruirle"»… Sí, pero también: «Amar hasta el extremo a alguien es volverlo inagotable.» Qué valor el de Valery, al que su mujer le pegaba si lo veía escribiendo: tenía que hacerlo en los amaneceres.
No lo sé. No lo sé. Sé que ahora estoy llorando… Y qué ajena de mí.
Soy una blandengue y una papanduja. Me iré sola a hacer gárgaras.
Llegaba rigurosamente exhausta del maldito aeropuerto. Tuve que entrar en una cafetería para reponerme. La joven -amable, morena, servicial y guapa- que me atendió, lo hizo con un afecto sorprendente. Después de conocer, más o menos, lo que le bosquejé de mi caso -no mucho-, hizo alguna llamada, me dio la dirección de esta casa anónima en donde me instalé. Y me dibujó un plano en una servilleta.