– Me has dejado de piedra.
– No he terminado aún. -Su cabeza estaba muy cerca de la mía-. ¿Y Ottilie, esa querida niña, esa celestial niña, cuya edad nunca aumenta, que por quedarse toqueteando a su amante deja ahogarse a un bebé, y luego, entre sueños y desmayos, ve cuál es su destino? -Las chicas se reían, y quizá yo también-. La niña celestial que no cumple años es un zorrón espiritual de aquí te espero. Y encima habla de las potencias maléficas que nos acosan… Con cuánta delicadeza se expresa, tan adorada, tan amable y tan meliflua. Cómo se suicida por hambre, y cómo luego es santificada por el pueblo…
Lancé un suspiro. Me relajé. Creí que ya había chaparreado lo suficiente. ¿Qué podía añadir yo? Lo añadió éclass="underline"
– Todo son teorías, todo reflexiones facilonas. Alguien, creo que Charlotte, se queda embarazada una noche en la que sólo habla con alguien que, por casualidad, es su marido. Al amor y a los sentimientos, que aseguran eternos y salidos de lo hondo de su ser, lo llaman, de pronto, bruscas pasiones sobre las que tienen que sobreponer el otro amor y las otras pasiones conyugales.
– Verdaderamente a los escritores no es sólo que no puedas leerlos sino verlos siquiera… Creo que debo irme. Por solidaridad.
– No, no creo que tú seas así. No creo que tu vida esté repleta de emociones ajenas, ni que cuentes emociones ajenas. Ni que las imagines o las inventes o las aceches para contarlas luego… No, tú no eres así.
– Por si acaso, no te daría a leer ninguno de mis libros.
– Ya no leo, y tú tampoco escribes. Pero si quieres escribir por salirte de toda esta cochambre, harás bien.
Me vino de repente a la memoria la frase de mi madre: casi coincidía con la de Aldo. Me estremecí. No imaginaba cómo sería esa cabeza, ahora tan cerca de mí, no dominada por ninguna literatura. Los pensamientos, en ella, debían de ser imágenes. Era, a pesar de su apariencia y de su oficio, como un joven y primitivo pastor… ¿Sus ojos eran grises? Azulados más bien. Me cegaban. Nunca supuse que pudiera tener algo así tan cerca… Me temblaban los labios al pensar que eran como la flor de la achicoria. Me obligué a decir algo:
– Vaya, a lo mejor podremos encontrarnos en la música.
Aldo miró el reloj.
– Lo veremos muy pronto.
– ¿Aquí?
– ¿Por qué no? ¿O sólo son músicos Buxtehude, Pachelbel, Bach, Telemann, Haendel y Haydn, por alemanes sobre todo? Yo, oyendo a Bach, me hincho como si me hubiese tragado doce tomos de teología: quizá porque es grandioso. -¿Hablaba en broma? No me atrevía a preguntárselo-. Trato de que acortemos distancias entre tú y yo. Trato de presentarme… De los clásicos, Chopin y Schubert son los que más me gustan. Por lo menos me caben dentro del corazón. Quizá no doy para más. -«Schubert, otro homosexual», pensé, «qué plaga»-. Sé que Mozart es superior, y creo que dios, si existe y no es sordo, lo oye cuando se arrepiente de haber creado el mundo. Beethoven es para arrodillarse; a pesar de que escuchando su música, tu amigo Goethe dijera: Kóstlich, «delicioso», ¿qué te parece? Y Gluck, que es distinto de los otros, quiero decir más distinto que otros… Pero no me gusta que la música me abrume; me gusta que quepa dentro de mí y me abrace; me gusta que no sea etérea, sino tan terrena como yo. -Hablaba muy deprisa-. Cuando empezó, el barroco se llamaba Venecia: Corelli, Vivaldi, Albinoni, Benedetto, Marcello… ¿O no?
– Estoy un poco mareada por este torbellino.
– ¿Es que te sientes insultada? -preguntó con sincera preocupación. O eso creí.
– No, sencillamente confusa. Quizá sea que los grandes empresarios tienen toda la razón: los llamados intelectuales somos inútiles e incluso peligrosos… No estoy en el mejor momento para pensar. Perdona.
– ¿Bailarás entonces ahora, cuando yo pinche mi primer disco? No tendrás que pensar.
– Se lo había dicho a las chicas: no quiero ser una vieja drogada, porque tú me has drogado con tus opiniones, que mueva su desvencijado cuerpo al compás de una música tan terrenal.
Él miró el reloj de nuevo. Las chicas se compinchaban, sonreían, me apretaban las manos.
– Es la hora. Tengo que hacer mi pequeño trabajo de oficina. -Se levantó. Se acercó a mí. Se inclinó para hablarme casi al oído-. Yo no soy así… -Su voz era, de pronto, humana, cálida y convincente-. No soy como he querido parecerte… No lo soy de ninguna manera. Mientras me oía, me daban ganas de vomitar… Tú eres una heroína. Tenía que llamar tu atención… Creo que no lo he conseguido.
– Sí, sí, absolutamente.
– Puede, pero una atención desagradable.
– Eso que acabas de decir es lo más indiscutible de la noche.
– ¿Porque es verdad?
– Sí, casi. No lo sé… Lo que dices me produce la impresión de que es todo verdad y a la vez todo está equivocado. Quizá es porque pareces tener muchas más cosas fuera que dentro. Al revés no es posible…
– En un primer encuentro, eso era inevitable…
– ¿Tan inseguro estás de ti?
– Contigo, sí. Tú no tenías que darte a conocer; yo, sí.
– Lo mío está bien claro, quieres decir, ¿no? Soy una burguesa miserable a quien no le ha ido bien en su vida privada.
Se hizo una pausa. Él me miraba, ya de pie.
– Sin embargo, no quiero haberte producido una impresión, aunque sea una sola, equivocada… Yo no soy gay -Me estremecí. ¿Qué sabía de mí ese hombre? ¿Qué adivinaba?-. No lo soy… ¿Lo debo lamentar?
– ¿Qué quieres? ¿Que lo lamente yo?
– No, todo lo contrario, Deyanira.
Era tan transparente su voz que mi nombre me sonó nuevo y limpio en su boca. (Qué parida acabo de escribir.) Estuve a punto de decirle el nombre de mi partida de bautismo: ¿por qué?
– Te he observado todo el tiempo que estuve en aquella mesa… Eres tan bella… Buona notte.
No le había preguntado cómo era posible que hablara tan bien el español. En realidad, sólo me di cuenta cuando le oí hablar en italiano.
– Buona notte.
No tengo ni la menor idea del tiempo que pasó. Escuchaba la música que Aldo provocaba, con la que Aldo me provocaba, como si me la estuviera dedicando. Como si continuase nuestra conversación… Y bebía. No me acuerdo si me decidí a bailar con alguna de las chicas. Sé que bebía quizá para justificar lo que temía (¿lo temía?) que sucediera luego. Pero ¿luego de qué? Todo era ruido y furia. No, furia, no, o no del todo lo que se llama así. Dionisos sí que andaba por medio. Sentía una excitación creciente. Me oía reír. O acaso sólo oía risas, voces, gritos felices que me rodeaban… Ignoro si pasó el tiempo despacio o muy deprisa: no lo quería saber. Yo no era ya yo: ¿quién era? Se hizo, al parecer, un silencio grande y repentino. O eso creí notar, quizá porque me había hecho al sonido ensordecedor de la música y de los bailarines. Las chicas, alegres, me tomaron de un brazo cada una. En la puerta nos esperaba Aldo. Entramos los cuatro a un lugar silencioso, quizá en el mismo edificio de la discoteca o en otro muy próximo a él. No supe quién abrió la puerta. En el ascensor (o en la escalera, porque luego yo no usé ningún ascensor) sentí unas manos que me acariciaban el cuerpo dulcemente, que me oprimían e impulsaban… Sí, era una escalera. Entramos en una habitación desguarnecida, casi sin muebles, no sé, con poca luz y con un grueso colchón en el suelo. Quizá un par de sillones, una mesa…
Ignoro si yo lo razonaba o me vino de pronto a la cabeza: había considerado siempre a mis personajes de ficción como seres humanos. Lo cual no era mucho decir, porque yo opinaba que los hombres y las mujeres se hallaban ahí, ante mí, para que los mirara, los observase, me sirviera de ellos y los retratara en mis libros… Tampoco eso era demasiado decir, si se tiene en cuenta que yo me consideraba a mí misma alguien que estaba ahí sólo para escribir esos libros… Pero no fue así como lo pensé entonces. No puedo recordarlo. Sé que no razonaba… Miraba nada más.