Yo ya sabía cuánto miedo le tenemos al dolor. Tanto ante el físico como ante el moral, todo se nos vuelve a alzar una torre de analgésicos. Huimos de él como de la peste: la peor peste es él. Nos rebelamos heridos, hemorrágicos, torpes frente a ese extraño visitante. Nunca reflexionamos qué bien estuvimos sin él hasta que él aparece. La salud y el bienestar, los físicos y los otros, consisten para nosotros sólo en eso, en no sentirlos, en no agradecerlos, en no tomar conciencia de que los poseemos. Apreciamos las cosas sólo cuando empezamos a perderlas, cuando empezamos ya a echarlas de menos. Y no usamos para nada la experiencia pasada, porque todo el tiempo es presente: siempre es presente… Escribo estas pamplinas para no recordar, para que se vaya este susto del cuerpo… El pasado y el futuro únicamente hoy, ahora, nos interesan. Y hasta el amor perdido que lloramos, que estamos hoy llorando, es el mismo de ayer. Las mismas nuestras lágrimas y el mismo el modo de verterlas. Un personaje mío se decía a sí mismo: «En el dolor de hoy estuve ya otras veces: de memoria me sé sus filos fríos, sus enemigos ojos y sus sombrías manos. Pero ¿de qué me sirve?» No, a nosotros no nos sirve la experiencia. El dolor y el amor son siempre nuevos. Siempre es presente para nosotros, nos demos cuenta o no.
Necesito, necesito, necesito escribir de algo que no sea lo único…
No aprendemos, aunque lo sepamos, que del dolor salimos llenos de impulso. Asumido, digerido, transformado en materia positiva y vital, nos depura y nos hace crecer. Por supuesto crecer para ser objetos de otro dolor: idéntico, pero otro… ¿Por qué no lo aprendo hoy, ahora por ejemplo?… Si no nos apropiamos del dolor en todo su tamaño, qué bien lo sé yo, se enquista y se convierte en un tumor maligno que acaba con nosotros. Ahí está el equilibrio de su lección: nadie ha de detenerse más de lo imprescindible en el tiempo que le duele, pero yo me empecino en no salir de él… Estos miserables papeles son la prueba. No sé por qué, no sé por qué. Me lo pregunto y no sé contestarme…
Huimos del dolor y no disfrutamos del bienestar físico que nos parece sólo lo normal. Y sin embargo, ¿por qué yo he ignorado el terremoto del placer? El trastorno natural y coloreado del placer. ¿Por qué nos parece, por qué me pareció a mí durante tanto tiempo una transgresión y una indecencia? No, yo no he tenido suerte. Pero hay gente más desgraciada. Hay gente convencida de que hemos nacido para sufrir, de que el mundo entero es un valle de lágrimas. Hoy muy en especial, siento por ellas conmiseración y una invencible antipatía. Lo acabo de confirmar: son los peores enemigos de su dios, sea el que sea. Opinar que para introducirse en el Paraíso hay que pagar una entrada de llanto, opinar que la flamígera espada del arcángel guardián sólo puede abatirse con la aflicción (y mejor si es inútil y además provocada) lo considero la más grave blasfemia. A Teresa de Jesús, por fortuna, los santos encapotados le producían mucha prevención: ella era bien risueña, levitara o no. Y es naturaclass="underline" si el que defiende el mérito del martirio mirase con atención en torno a él, no lo defendería ni un minuto más. La vida es, y lo siento dentro de mí hoy, por encima y por debajo de todo, alegría… Hay millones y millones de cosas buenas que nos ocurren y que podemos gozar y que son gratuitas: la elegante y grácil dinámica de los animales, su colorido, el aroma infinito y tenue de las flores, las luces de esta ciudad que ni un solo segundo se repiten, el modo natural con que las reciben los pétalos y los volcanes, las irisadas alas de los insectos y los increíbles océanos… El cuerpo inolvidable de Aldo… ¿Por qué no me convenzo hoy ya de que no es un dislate pensar que el Edén verdadero se halla en donde nosotros nos hallamos? ¿Por qué es preciso que yo me lo pregunte por escrito? No lo sé, pero así es…
El dolor es un hecho; la alegría de la vida, otro. Y ambos son compatibles: compatibles y opuestos. La alegría ha de lamer, hasta abatirlos, los cimientos del dolor, de lamer, de lamer, de hacerlo desaparecer de este valle melodioso y refulgente. El espíritu de sacrificio es un invento de los administradores del misterio religioso. El sacrificio, cuando sea imprescindible, debe aceptarse, pero con alegría… Hoy me provoca arcadas el fanatismo del dolor. He pasado por él y sé lo que me digo. Que nazcamos para sufrir es una gravísima falacia, la diga quien la diga. Es una aberración y el mayor pecado que se comete contra la vida. Su uso es el don supremo y el destino supremo. Supremo y único. Quien agregue un gramo de dolor inútil al que ya hay en la tierra será quien más atente contra cualquier dios, si alguno la sostiene. Detesto las religiones y las sectas que añaden más dolor al que los hombres han conseguido (aunque sea no sólo por egoísmo y por torpeza no hablemos de maldad) sembrar a su alrededor. Ellas son las responsables de la angustia y de la sensación de culpabilidad que nos destrozan. Que se atengan a sus funestas consecuencias. ¿No lo he aprendido así en Bianca y en Nadia? La risa y el placer son la más clara higiene. Leonardo, quizá el más alto ápice de la creatividad, dijo que, si fuese posible, se debería hacer reír hasta a los muertos. Ahora sé que a los dolientes siniestros y aburridos no los quiero a mi lado. Alguien que ríe no será nunca demasiado peligroso. Me sorprendió leer en el Corán que quien hace reír a sus compañeros merece el paraíso. Como me sorprendió leer en Lutero: «Mi risa es mi espada, y mi alegría, mi escudo.» A los fanatismos que nos acosan y ensombrecen hay que responder de la misma manera. Ojalá yo lo haga: con el arma juiciosa de nuestras carcajadas y, como he comprobado, con el alegre sexo, con el sexo diáfano y dadivoso, con el sexo gozosa y ciegamente recibido.
Yo soy la viva prueba de lo que acabo de escribir. ¡Por fin! ¿Qué he conseguido yo en mis cuarenta años? Sólo cansarme, sólo estar cansada. Sólo mirar la vida por el ojo de una falsa cerradura…
¿Habré cambiado tanto de la noche a la mañana? Qué gran lección de vida me han tirado a la cara. Ojalá no sea aún tarde. Pienso en Aldo, y siento celos de Nadia y Bianca. Pienso en ellas y siento celos de él. Pero si pienso de verdad en mí, estoy convencida de que es envidia de los tres lo que siento. De los sexos abiertos de ellas, del sexo erguido de él, de su obelisco. Es eso lo que anhelo ahora mismo. Es eso lo que puede salvar a cualquiera… Sería un vil pretexto achacarlo ahora a que anoche tenía unas copas de más.