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Han pasado apenas unos cuantos días, y ha dado el mundo una vuelta de campana para mí. Venecia, la primera. Le debo un desagravio. Cuando llegué y algún tiempo después, sólo al suicidio me invitaba: es una ciudad llena de oportunidades para él. Me refiero, más aún que a los canales, a las callejas silenciosas, a las plazuelas aisladas donde nadie te ve ni te roza ni te compadece. La miraba como si me la bebiera, igual que un enfermo grave sólo cuenta la vida que pierde. Una vida que resbalaba por las fachadas, sobre los leones y las estatuas frías; que nadaba en las aguas oscuras y parpadeaba en los mosaicos. Me movía a lo tonto en una ciudad a la que la gente viene a gozar en compañía, a admirar, a divertirse, a pasar sus vacaciones o sus lunas de miel. (Qué obsesión tengo con las lunas de miel.) Y yo estaba vacía y sola, sola, sola (qué obsesión también la de la soledad, caramba), rodeada de escorias y desastres, de recuerdos amargos: lo único que quedaba de mi vida. Sin deseos, sino todo lo contrario, de asomarme a otras vidas, de investigar en ellas, de participar, de plantearme ni una novela ni un cuento ni dos frases seguidas… Cuánto he tenido que esforzarme para escribir aquí… Me repetía: «Nunca habrás encontrado una ciudad tan visitada por el amor, acaso ni París, y tan desentendida del amor: del amor y de todo lo que no sea dinero: lo mismo que París. Una ciudad acabada en sí misma, ensimismada y hermosa sobre sus pedestales, como la escultura de una divinidad lejana, ajena a mí por completo: una diosa endiosada, sólo preocupada en serio por su propio futuro.» Un futuro del que yo carecía.

Y ahora se ha convertido en la ciudad de mi renacimiento. Ha sacudido mis adormecidas fuerzas vitales. Se ha vuelto real en ella lo pintado; vibran los colores y me empujan; me obliga a formar parte también de su ballet. Miro extasiada el Gran Canal, su S mayúscula, lenta y cambiante y viva, desde el cardenillo de la cúpula de San Simeone Piccolo a la plata de la cúpula de la Salute… Y las venas, latiendo, confluyentes en su arteria, o al contrario, los canales donde se distribuye la sangre principal… Y la gente que aparece de pronto desde las esquinas, y se afana un momento y vuelve a desaparecer. Y los tres puentes que la salvan y me salvan: el de los Descalzos, el último, fino como un milagro; el de la Academia, reciente y viejo a la vez, y el Rialto, igual que un monte sobrehabitado y resonante.

Acato emocionada la monarquía de la luz, y sé por qué: la luz que baja y la que sube desde el agua, reflejado por el escardillo del sol o de la luna. Y su tenaz empeño en demostrar que quienes la pintaron dijeron la verdad: una nube que vela el tenue sol; el sol radiante que atraviesa otra nube; el cielo ileso con un jirón de nube traslúcido y amigo, lo mismo que una nota más de un delicado y duplicado lujo… Y la ciudad entera cambiando según las horas, marcándolas lo mismo que un reloj, ya pacífica o aún beligerante, entre las sombras de turquesa o malaquita… Por eso Venecia nunca puede transformarse en costumbre. Pero yo estaba ciega.

El agua que la sostiene, parezca lo que parezca, no se estanca jamás, no se está quieta, va y viene y no es nunca la misma. Porque quienes la imaginaron y la construyeron tenían su oído atento a las mareas, a las corrientes, al flujo y al reflujo… Para construirla, no existían modelos: hubo que improvisarla dependiendo de las fases de la luna, de los vaivenes de las mareas y las luces cambiantes. Para que pasara del mediodía a la sombra, de la callada penumbra a los gritos de la luz y el color, casi sin transiciones. Para que cambiaran tanto las fachadas, las tapias, los reflejos que pareciese siempre que se pasa ante ellos por primera vez. En ninguna ciudad se pierde una tanto como en ésta: es como un juego de la oca. El Canaletto, dígase lo que se quiera, no inventa apenas: pinta siempre lo mismo, sólo que a horas distintas. Y es que hay demasiadas Venecias: la levantaron para que nadie pudiera limitarse a una sola; para que pensase que, inmerso en su laberinto, conocía ya muchas.

Por eso he descubierto que lo mejor es abandonarse a ella. No dirigirse nunca a un lugar concreto, sino ir yendo y dejarse llevar; permitir que Venecia, como una sabia maga, te sorprenda. Porque ella juega siempre a ser la inesperada: por doquier abre sus Campos a los pies de una iglesia; juega a la imprevisible: ibas bien y de pronto te has perdido; juega a la inverosímiclass="underline" te enseña una nueva imagen cada instante, una arboleda inédita sobre un muro de almagre, un pozo que pasó inadvertido, un arco que se abre a un callejón que desconoces o acaso no reconoces ahora… Venecia, llena de maquillaje como una vieja abigarrada, parece de repente recién nacida, intacta, y te muestra al natural el modelo de lo que viste ya en lienzos y en dibujos…

He aprendido, en tan poco tiempo desde que abrí los ojos, a adorar los pequeños canales que llevan hasta el Grande y luego a la Giudecca, que se ha instalado como un salvavidas en mi corazón… Son caminos luminosos entre altas paredes oscuras, que miran, bajo el ancho y grueso cielo abierto, las líneas borrosas de las casas de las Giudecca y el huidizo blanco del Redentore. Voy allí como si me abandonara. Voy, sin querer, en cada ocasión que me abandono. Y ahora lo hago con frecuencia… Me detengo ante el agua caprichosa, viva desde abajo, tornasolada con sombras violetas, según los días, las horas y la temperatura… Y se me van los ojos a los barcos atracados; y los oídos, a los chirridos de los aparejos; y el alma, al vaivén de la gente que antes abominaba. (Porque ya tengo alma.) Mientras las bandadas de gaviotas, unánimes, suben, bajan, se ciernen… Hoy mismo estuve allí. El sol apoyaba ya su cabeza sobre el atardecer, ascendía la noche o se dejaba caer desde la piedra de Istria de los Jesuatti, que siempre, haya o no luna, deja emanar, desde su corazón, un resplandor lunar… Allí me quedaría para siempre cerca de aquel que amo…

Tres días después de aquella escena lúbrica y salvadora, que me obligó, porque dejé de respirar y de pensar, a dejar de mirarla y a abandonarla, tres días en que no hice otra cosa que recordarla, que imaginarla y que sentirla… Tres días después, al atardecer, me avisaron de que tenía una visita.

– Que pase -dije.

Pero encajé la puerta para oír cómo la golpeaban y adivinar la mano que lo hacía. El corazón se me atravesó en la garganta cuando susurré: «Adelante.»

Entró, y no había nada que hablar entre los dos: estaba todo dicho. Porque el amor engaña siempre. Engaña, sobre todo, cuando dice la verdad. Quizá nace tan sólo con el fin de engañar… El sexo, en cambio, es elemental, sencillo y evidente: él no sabe mentir… Salvo cuando las mujeres, por dinero y también quizá por amor, fingimos los orgasmos… Eso lo pienso ahora cuando escribo; entonces no pensé.

– No sé qué hacer -murmuré.

– Sí lo sabes: nada -o quizá lo oí sólo, y él no habló.

La luz entraba, con dificultad, a través del visillo. Afuera, anochecía. Aldo se pasó la mano derecha por el pelo antes de sonreír. Después acarició mi pelo y se alejó. Yo me senté ante la mesa en la que ahora escribo. Hice girar la silla, como si intuyera lo que sucedería… Aldo, en un segundo, desnudo por completo, con un sexo que me miraba a mí porque yo lo miraba, se tendió sobre la cama. La mano que me había tocado acariciaba ahora, muy despacio, aquel sexo que no podía crecer más. Y me miraba. Yo oí un gran trueno, mejor, una tormenta con relámpagos y truenos y luces estridentes; me sentí manejada, lo mismo que una marioneta, por una fuerza irreprimible… Pero no me movía. Agarraba los brazos del sillón. Me inclinaba hacia atrás y hacia adelante, apretaba mis muslos uno con otro… Abrí mucho los ojos contra mi voluntad; no respiraba apenas pero oía ensordecedora mi respiración: cerré los ojos para mirar en mi interior, más clara que antes de cerrarlos, la polla de Aldo. La oí llamarme. Eché la cabeza hacia atrás, y grité… Antes de entrar en la completa oscuridad de los sentidos, comprendí que abandonarme a la enajenación sería la única manera de acertar… Me deslizaba, me deslizaba… Luego vi el mar sereno y a la vez encrespado y tranquilo otra vez y vi la luna y muchas otras cosas hermosas cuyo nombre ignoraba y pensé con alegría que mi vida había sido un desierto con oasis fingidos y me perdí en una vegetación rezumante de jugos resbaladizos y sabrosos y había luces que calentaban y turgencias frutales y carnosas y un tronco duro y tierno no imaginado nunca que mi lengua acariciaba y devoraba mi boca sin que cesase el hambre y sentí el calor y unos sudores compartidos y mi cuerpo era otro y de otro y mi corazón latía más fuerte de lo soportable salvo que otro corazón lo acompañaba y supe que algo era parte imprescindible de mi cuerpo y que moriría si aquello dejaba de suceder y de entrar y salir y todo era yo misma yo misma era un enigma que se iba a resolver en la alegría desconocida del mundo y todo era una confusión y una cabeza palpable y un sobrecogimiento que deseaba más que a nada en el universo y me espantaba a la vez y me hundía en lo oscuro y me extraviaba en un dédalo desconocido e intuido a la vez o recuperado y todo lo pensaba y rechazaba pensarlo al mismo tiempo y me escuchaba y no quería escucharme y sentía mordiscos en el cuello y en la nuca y llegar la muerte y la transmutación y el abandono a todo y me consoló una muerte no imaginada y una fruición hambrienta y una minuciosa indagación en mi cuerpo y en otro cuerpo distinto al mío y una caricia insoportable y una posesión honda por algo que era mío y ajeno al mismo tiempo y unos ruidos próximos y lejanos y la parte de un cuerpo que se levantaba y a mí me levantaba y me complementaba y me totalizaba y una lengua o la mía que chupaba mis dedos u otros dedos y algo en mi boca apetecible y duro y suave y una ola extraña y completamente mía que me desposeía de mí y aprendí de repente qué hacer y cómo gozar y ser gozada y me supe indefensa y potente e invadida por un placer sonoro y silencioso y por un éxtasis compartido que me enseñó que yo no era mi dueña y que me abandonara pasiva activamente a ojos ciegas sin escuchar ya el mar en el que naufragaba recibiendo de arriba una caliente lluvia… ser sólo un animal, un animal ciego y torpe y hábil que obedecía e improvisaba ritmos vaivenes mareas desbocadas y me ahogué en ese mar y nada de lo imaginado me servía y me ahogaba en aquel mar que no era sólo yo y me olvidé y me quedé olvidada sin saber más sin que nada de lo aprendido me ayudase a abandonarme más… oí gritar o acaso me oí gritar… una rendición y una victoria y un olvido y un gozo interminable que mojaba mi cuerpo y me mataba y me mataba y yo no me acababa de morir…