¿Cómo voy a impedirme sospechar que se trata de un animal de presa, rapaz y bien creado para la voracidad y la victoria?
Al día siguiente a aquella primera desnudez, me encontré con Aldo en la puerta de un hotel. Lo miré como si no fuese real, con el temor de que él hubiese olvidado todo, o todo fuera sólo un sueño mío. ¿Me reconocería? La creación entera se suspendió durante un segundo inacabable: el tiempo nada tiene que ver con estas cosas… Hasta que Aldo me sonrió. Me sonrió quizá pensando qué iba a hacer conmigo, esta pesada carga, en adelante. En el vestíbulo del hotel, él se adelantó hacia la recepción. Yo lo miraba por detrás, lo saboreaba, lo inspeccionaba, lo devoraba… Cuando volvió la cara, me adivinó tan llena de deseo que me lanzó una risa de cejas alzadas y de sorpresa…
Fui más suya que nunca. ¿O es que siempre se piensa que es así?
Al tomar, de vuelta, una góndola, me apreté contra él, pedí la muerte para compartirla y acabar de una vez. Miré el oscuro canal por encima de su hombro. Él golpeó suavemente con la mía su cabeza. Nos miramos. Nos ahogamos uno en el otro. Bajé la mano y acaricié, con los ojos cerrados, el bulto de su sexo. Aldo rozó con la mía su nariz y cubrió con su mano la mía. Luego me la apresó entre sus muslos, y yo sentí crecer mi objeto de deseo. Y mi deseo.
¿Por qué, entonces, de vez en cuando, lo adivino lejos de mí?
¿Ya empezamos de nuevo, Deyanira, masoquista insaciable, ya empezamos?
Cada noche, las chicas, Nadia y Bianca, me acompañan a la discoteca donde Aldo trabaja. Yo, en un silencio que les sorprende a ellas, reflexiono sobre la fragilidad de los sentimientos. No sobre el amor ya, sino sobre el deseo… Y sobre la vida verdadera de Aldo, que desconozco y no me atrevo a indagar. Y sobre la razón misteriosa por la que él cree de momento amarme y desearme, y sobre cuánto tiempo le durará el engaño, su engaño.
Bianca me mira pesarosa y se le pone cara de juez. No conozco a ningún juez que no sea rencoroso. Todos los que disfrutan de un poder incuestionable lo son porque no pueden apearse de su pedestal, mientras el resto sí. Y ganan, apeándose, más que aquéllos.
– Como empieces a encontrarte temerosa y ridícula por haberte enamorado, estarás perdida además de ridícula. No seas tiquismiquis, Deyanira.
Esa dureza suya me liberó y reí:
– Nunca me han gustado los hombres mandones. Ni siquiera cuando son mujeres.
¿Es que soy tonta o qué? ¿Seguiré siendo tonta? ¿Es que mi vida no ha dado un cambio radical, o quizá me he precipitado al creerlo yo así? ¿Por qué entonces me tienen que hacer daño? El desamor y también el amor… Otra vez el amor. Qué pertinacia. Esto es tan sólo sexo, convéncete. ¿Será que el sexo también siembra dolor? O quizá no es su carencia lo que duele, lo que a mí me dolía, sino su inseguridad de ahora: quiero decir mi inseguridad… ¿Me habré enamorado de Aldo? Qué torpeza y cuánta insensatez, porque ¿qué sé de él? O mejor, qué falta de costumbre… ¿Produce el sexo, como una droga, mono? No, no es eso, no van por ahí los tiros: yo hago el amor -de nuevo esa palabra, de nuevo ese error: el amor no se hace- continuamente con Aldo. ¿Entonces? No sé qué hacer. No sé cómo acertar para que esta congoja no me ahogue. No sé qué decir en este cuadernucho, que nunca debí haber empezado a escribir. Él, como todo, se ha vuelto mi enemigo. El mundo contra Deyanira, ¿no es eso, megalómana tarada?
Hoy siento, hoy he sentido, he sabido que Aldo se me escapa de las manos. Me ha golpeado, me ha salpicado a lo largo de la tarde con unos segundos de una frialdad que lo contagió todo: el aire, la ciudad, el atardecer. Yo tiritaba de frío. ¿Y hacia dónde él miraba?
Al parecer, sin embargo, me equivoqué. Ha vuelto a sonreír en seguida. La luz de su boca plegada me ha inundado y ha inundado Venecia: la ha sumergido de una marejada de felicidad… Porque Venecia para mí ya es Aldo. Y Aldo es Ve-necia. Todo a mi alrededor, en la ciudad y en él, carece de otro fin que no sea el de ser visto y recibir la luz y reflejarla… Los palacios del Gran Canal, la mayor parte medievales, fuertes y delicados como Aldo: ventanas ojivales coronadas por tréboles o cuadrifolios, logias adornadas con flores y más flores; la fantasía gótica con su encaje de mármol, nunca tétrico, nunca grotesco, alado; y el Renacimiento, con sus plantas superpuestas entre columnas delicadas y anteriores a él… El pórfido y la serpentina, incrustando sus vetas sobre las suntuosas puertas que se abren sobre tres escalones. Fachadas rosas o de colores múltiples, según la hora, e íntimos. Arabescos que semejan los dibujos que abandonan las olas sobre la arena fina. Cualquier arquitectura de cualquier estilo, cuando llega a Venecia, es veneciana ya. Igual que todo lo que rodea a Aldo es ya Aldo para mí… Miro a mi izquierda para recordárselo. Aldo no está. Pero yo se lo digo: «Soy Aldo. No quiero dejar de serlo nunca. Ni muriendo.»
Desde la basílica, medio gótica medio bizantina, de cúpulas macizas y de finas agujas, hasta la Loggetta de Sansovino… Todo lo que hay aquí, en Aldo y en Venecia, me atrae y me conmueve. Soy lo mismo que el mar: afilado y domado y empequeñecido entra aquí para ondear entre los Fundamentos como en un laberinto, como un niño que juega con otros al orí para extenderse y correr luego hasta el horizonte, serpentear entre las casas y los palacios, relamer las iglesias… Aquí, como en mi vida ahora, no hay austeridad ninguna. El oficio de cada arquitectura, lo mismo que la de Aldo, es ocupar mi emoción y alegrarla exhibiéndose. Venecia es un ser extravertido, rico y jovial. Lo repetiré: como Aldo para mí. Pero ¿hay algún secreto que sólo a ese ser exteriorizado le importe más que otro y nos lo esconda? No, no lo quiero pensar… Todo es vegetación de veras o de piedra, vegetación mitológica de animales festivos, saltarines, de matices paganos, de cuerpos gráciles y ofrecidos, y a veces de Adanes y de Evas, toda la piel al aire… Sí, pero para todos. No sólo para mí… Este gozo sensual que me estremece, esta riqueza puesta a disposición de la hermosura… Majestuosos y reidores los dos, Venecia y Aldo: reyes que exigen su derecho a la felicidad para hacer felices a todos los que los contemplen… A todos, sí, no a mí sola: ya empieza el redolor; lo que no se ve, lo indecible, lo tenebroso, lo arriesgado es cosa suya sólo… El deber de las rosas no es sólo la belleza y el aroma, sino también la espina. Y el marchitarse pronto… «Tan cerca, tan unida / está al morir tu vida, / que dudo si en sus lágrimas la aurora / mustia, tu nacimiento o muerte llora…» Rioja. ¿Y Calderón? «Al florecer las rosas madrugaron / y para envejecerse florecieron: / cuna y sepulcro en un botón hallaron.» Pobres rosas, émulas de la llama.
La otra mañana me detuve ante la Apoteosis de Venecia, de Veronés. Fastuosa y entregada. Sólo exige ser completamente feliz para hacer felices a quienes la contemplan. Me acordé, riéndome yo sola, de una Nochevieja en la Puerta del Sol de Madrid. Me había encontrado, después de dar las doce, con la secretaria de un amigo.
– Ay, Deyanira -me dijo-. Estoy absolutamente horrorizada. Han dado las doce y no se me ha ocurrido expresar ningún deseo para el año nuevo. Se me quedó la mente en blanco: en blanco del todo… Sólo se me ocurrió, mira qué tontería, pedir que fuese en él la mujer más feliz del mundo entero.
– ¿Y te parece poco, desgraciada? ¿Qué más querías pedirle, avariciosa? ¿Qué idea tienes tú de la felicidad?
Ante estos cuadros, la vista siente un placer físico. ¿Se contagia la dicha? ¿Se contagia también la plenitud? Por el contrario, la literatura no llega a ningún sitio. Sólo emociona a los que entienden su lenguaje, y no me refiero sólo al vocabulario… Qué desgraciados somos los que sólo sabemos escribir, si es que sabemos. Aldo aparece, como la primera noche, y queda todo dicho. Así le sucede a la pintura verdadera. En el mar que se ve, por ejemplo, desde los Jardines Públicos, están todos los matices pálidos, mezclados, turbios, elegantes, temblorosos, delicadísimos con que pintaron Veronés o Tiziano.