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Por el Sotoportego dei Nobili, después de la calle Lombardos, la Torre de Lombardos, el Campo de San Barnabe, con su desolada iglesia que nadie considera y su puerta hacia la calle de la Boteghe, una ristra de anticuarios inútiles y unos grandes grafitis de todos los colores. Y en la del Fabre o del Capeler o sabe Dios qué nombre, mi taberna do Farrai, donde tomo a veces vino y a veces inicio una aventura que no concluye nunca. Bastante aventura tiene la gente ya con vivir en Venecia… Miro el escaparate de un quincallero de bronces mínimos y polvorientos, siempre inmutable; atravieso el Campielh de Squellini, para salir detrás a la calle de la Madona. Es donde ahora estoy y escribo, cuando me da la gana, páginas incomprensibles como ésta.

Mis dos habitaciones dan a una plaza pequeña y silenciosa. Cinco plátanos les proporcionan sombra a un bar, a una fuente y a dos bancos. Es ése mi paisaje. A él da una calleja sin salida, que tiene el rico nombre de Ramo del Pozzetto. Por el lado opuesto, la Universidad Ca Foscari, con su patio modesto y respirable de rosas de pitiminí, y su restauración correspondiente. Quizá yo sea lo único que en Venecia no se está restaurando… Por descontado, el río Foscari y el puente Foscari. A la izquierda un jardín entrevisto con digitales púrpuras y un árbol de aligustre, un ciprés, dos palmeras. Y la calle Larga Foscari, como para no confundirse con una onomástica excesiva. Quizá se oyen los sones de una guitarra y de un acordeón, pero yo no hago caso: no tengo el coño para ruidos. Por la estricta calle de Dona Onesta, llena de tiendecillas frente a un jardín discreto, el río Fraseada. Y en seguida, la trattoria en la que como mal. Y muy cerca, la calle del Cristo, parda y umbría y gris y desconchada, con otro comercio, la Bomboniere por mal nombre, donde venden, cuando venden, collares, cristales barrocos, que yo no puedo ver a menos de dos metros sin estremecerme… Sale nada menos que al campo dei Frari, con su basílica de Santa Maria Gloriosa, donde se mezclan con habilidad el ladrillo y el mármol rosa o blanco. Sé que el campanile es del siglo XIV, y que esta tarde hubo una boda allí con arroz suficiente como para invitar a paella a todos los que concurrían. Cuando por fin desaparecieron, entré sólo un momento. Quería comprobar una vez más cómo la austeridad del gótico se puede convertir en un barroco funerario. Todo es riqueza entre los frari: tan pordioseros y tan mínimos por los huevos. Tizziano, Vittoria, Canova… Y en el altar mayor, la grande Asuntione, María Gloriosa. Todo entre los frari es humildad, paciencia y escasez. Ya, ya.

Agotada por la pompa y el venecianismo insaciable, me he visto obligada a sentarme en un café: Juan Pesaro Dux. Lo atienden una bellísima veinteañera de ojos verdes rasgados y, misteriosamente, inesperadamente, la camarera generosa del día de mi llegada. Ella me reconoce. Se llama Nadia. Me presenta a su amiga Bianca. Promete ir a verme dentro de muy poco. Observo cómo se miran, de vez en cuando, mientras van y vienen. Percibo físicamente esas miradas: sólidas, expresivas, trashumantes de vez en cuando pero certeras siempre. Las envidio. Si las hubiese conocido antes, cuando pude elegir uno u otro camino… No, no te engañes, Deyanira o como ahora te llames, no te engañes: tú no has podido nunca elegir un camino. Te empujaron, o te empujaste a ti misma siempre: en el oficio y en el corazón. La adolescencia y la juventud no están ya aquí contigo. La prueba es que te sientes obligada hasta tal punto que llegas a amar tu soledad y tu desamor. Sabes que ése es tu oficio, y, si te ofrecieran otro, no sabrías cumplirlo. Tomaste a ciegas, de todo corazón, tu oficio de amante y de escritora. Es demasiado tarde para que aprendas otro. Llevas representando tanto tiempo éste, el de sobrevivir… Te asustaría tener alguien al lado que te ayudara a obtener tu placer. Cualquier placer que fuese: ni siquiera llegaste a saber cuál.

***

Elías Canetti es un judío machista. No lo digo como insulto, sino como definición. A pesar de que los judíos están hechos a ser más insultados que nadie, por más tiempo y con una incomparable abundancia, por sus propios profetas. Si hablo de Canetti es porque traje conmigo un libro de sus Apuntes. Hoy he encontrado éste: «La escritora dice: He pedido prestadas cada una de mis líneas. Todos los que las prestaron me quieren. Me he vuelto famosa. Fue sumamente fácil. Basta con no decir nunca nada que no sean las líneas prestadas. El silencio es poderoso. ¡Cómo estas líneas halagan a quienes me las prestan! Nunca les parezco aburrida. Me prestan su importancia. Quien conoce la munificencia de la vanidad jamás se equivoca.

«También he estado en varios lugares. Eran lugares selectos, como la gente a la que pedía los préstamos. Todos esos lugares constituyen mi biografía. No pueden ser demasiados. Son lugares célebres que todos recuerdan fácilmente. Su fama ha pasado a mi nombre.»

¿Podría referirse a mí? No lo creo. Está escrito en 1966, recién nacida yo. O casi. Claro, que a los judíos, tan hechos a sus profetas y por sus profetas, tan hechos al «maldito fuego fatuo» de su mesías, a lo mejor algo se les contagia. De todas formas, en esas líneas no me reconozco; pero ya no me reconozco en ningún texto, ni en los míos siquiera. Tampoco en un espejo. Me encuentro desdoblada y hundida si es que las dos cosas son a la vez posibles. Sé que hay escritores -quizá también yo en algún momento- que se cumplen sólo escribiendo, que se desahogan escribiendo, que sustituyen el fervor y la palpitación y el riesgo de la vida por aquello que escriben: es más cómodo y menos peligroso. Pero también sé que muchos hay que opinan que vivir no es sólo una cosa para nuestros criados, sino que puede ser, al contrario de lo que se cree con mayor frecuencia, un sustituto osado y temerario de escribir o pensar… Ignoro todavía cuál es mi caso, y ahora ya no tengo la menor curiosidad por comprobarlo. Pero, lo mismo que hay cirujanos que se jubilan por no sentirse ya capaces de actuar en el quirófano, o toreros que se retiran porque su valor o sus facultades han decaído casi sin percibirlo, o trapecistas sin red que se apean y ponen para siempre en el suelo los pies, también podría haber escritores que se apartasen de su vida ficticia, que no es otra cosa que transcribir la vida verdadera… Es lo que he hecho yo. Ahora estoy sin ninguna. Al contrario de lo que creían los románticos, ningún verdadero escritor ama ese riesgo, esa zozobra mortal que es la vida. Ni Byron ni mucho menos Hemingway. ¿Tiene bastante el escritor auténtico con la angustia y el riesgo de escribir? Ahí está su peligro, su arena, su trapecio, su quirófano. Y también su tentación de retirarse a descansar. O a vivir sin tener que contarlo. O a amar sin tomar nota de una declaración de amor que hace, y le parece buena para ponerla en boca de un personaje suyo. Porque se corre el riesgo de que aquel a quien amas, o lo crees, te dé por celos una bofetada. Por celos de la literatura, qué sandez.

Sin cesar se repite que una imagen vale más que mil palabras. Como si no fuesen las palabras quienes suscitan la imagen, y ésta, sin aquéllas, un fogonazo que pronto se diluye. Como si la reiterativa frasecita, para existir, no necesitase siete breves palabras. Un objeto, sin la palabra que lo nombra ¿qué es? Algo huérfano, intransmisible de una a otra mente salvo a través de una morosa descripción que requiere a su vez más palabras… El idioma es un vehículo, sí, pero algo más también: un sistema circulatorio de raíces y arterias que nos incorpora la antigua sangre de que descendemos. Una vía de comunicación, sí; pero también una vía de conocimiento. Y una compañía infinita. ¿Por qué, si no, me alimento y me protejo trazando palabras, sin saber bien cuáles ni por qué, en estos papeluchos?