– Te estoy oyendo con mi boca tan cerca de la tuya… Con mi corazón tan pegado al tuyo…
– Si hay que llegar al crimen, llegaré. Si hay que llegar a la maldad, a cualquier maldad: a lo que no llaman maldad los que no ven de cerca, porque están rodeados por ella y se ha hecho ya costumbre para ellos; a lo que no llaman maldad quienes creen en la buena voluntad de los de arriba o de los de más arriba todavía, llegaré a esa maldad y procuraré ahogarla con mis manos… Llegaré hasta donde pueda. No busco recompensa ninguna… Escúchame bien, amiga mía, esposa mía. Un hombre dio una vez una gran cena y convidó a muchos, que eran sus amigos más próximos. A la hora de cenar mandó a sus criados para que dijeran a sus invitados: «Venid, ya está todo dispuesto.» Pero, uno por uno, todos se excusaron, tenían demasiado que hacer… El criado se lo contó a su amo. Entonces, lleno de ira, el dueño de la casa, le dijo…
Yo lo interrumpí llorando, casi a gritos:
– Les dijo: «Salid a las plazas y a las calles de la ciudad. Haced que vengan los pobres, los lisiados, los ciegos y los cojos.» «Señor, ya hemos hecho lo que mandaste y queda sitio libre todavía.» «Pues salid a los caminos, salid a los campos y a los cercados, y que entren todos los que tengan hambre hasta llenar mi casa. Porque ninguno de los primeros invitados probará ni un bocado de mi cena.»
Aldo me abrazó contra él. Me besaba las lágrimas.
– Tonta, tonta mía, más que tonta… No pares de llorar… ¿Conque Los comensales fue un fracaso? En la primera página estaban esas frases del Evangelio de Lucas. Qué diferente ese san Lucas del de la 'Ndrangheta… -Juntó sus labios con los míos-. Yo había leído tu libro cuando te conocí. Es por tu libro por lo que quise conocerte. Ya te amaba por él…
Grité! Me dejé resbalar por el cuerpo de Aldo. Me abracé a sus piernas. Grité otra vez.
Los comensales había sido, por tanto, el único éxito verdadero de mi vida. Después de escribirlo, voy a ir contra los malvados como pueda, a tiros si es preciso. Seré la lugarteniente de Aldo. Siempre odié la posibilidad de que mi vida se transformase en un patchwork. Ahora ya tengo la certeza de que no lo será.
No puedo pensar, ni hacer, ni distraerme en otra cosa. Que cada uno de nosotros, sin conocernos ni intuirnos ni esperarnos de ningún modo, haya llegado a la misma conclusión por caminos tan alejados y contrarios, me conmueve y me conmoverá como nada lo ha hecho antes ni lo hará jamás en este mundo. Que nuestros destinos, de una manera inverosímil, llegaran a encontrarse y nos hayan, como en un milagro, unido… Es evidente que algo, por encima de nosotros, nos condujo uno a los brazos del otro. Estaba escrito, y ya no nos podremos separar: ni para vivir ni para morir.
Me gustaría que existiera dios. Que él nos hubiese creado a nosotros en lugar de nosotros a él. Por dos razones. Primera, para darle las gracias por reservarme un regalo tan inesperado y tan lleno de gloria. Segunda, para echarle en cara su desentendimiento de todo lo que sucede en este mundo que él dicen que creó… Qué pena que no exista en días como hoy.
Aldo me trajo ayer, para que me entretenga cuando me quede sola, los cuentos populares italianos recopilados por Italo Calvino. Como si yo fuese una niña chica. Me conmovió tanto que me puse a leerlos. El primero es el de Juan sin miedo, Giovannin serna paura.
El joven Juan llega a una posada. No pueden albergarlo, pero le ofrecen quedarse en un palacio si es que no teme hacerlo. Nadie ha salido vivo de él. Cada mañana viene la Compañía con un ataúd para llevarse al que tuvo el coraje de pasar allí la noche. Juan entra en el palacio con una vela, una botella y una salchicha. A medianoche, oye una voz que dice «¿Tiro?», «Tira», contesta él. Y por la chimenea cae una pierna de hombre. Y luego «¿Tiro?», «Tira», la otra pierna -Juan bebe y come- y un brazo. Y otro brazo. Juan silba una canción. Y luego cae un torso, al que se unen las cuatro extremidades, formando un hombre grande sin cabeza. «¿Tiro?» «Tira.» Y cae una cabeza, que completa el cuerpo de un gigante. «Toma la vela y sígueme.»
«Ve delante.» «Ve tú.» Y atravesaron muchos aposentos.
«Abre esa puerta.» «Ábrela tú.» «Baja esa escalera.» «Baja tú primero.» «Alza esa losa del suelo.» «Álzala tú.»
Y debajo había tres orzas llenas de monedas de oro.
«Llévalas arriba.» «Llévalas tú.» Y el gigante, en tres viajes, las llevó. Al concluir, dijo el gigante:
– Tú has roto por fin el encantamiento. -Se le separó una de las piernas, que se fue por la chimenea-. Una de estas orzas es para ti. -Y se le fue un brazo por la chimenea-. La segunda es para la Compañía que vendrá a buscarte creyendo que te has muerto de miedo. -Y se le separó el otro brazo y salió volando-. La tercera orza será para el primer pobre que pase. -Se largó la otra pierna chimenea arriba-. El palacio, quédatelo tú. -Se le separó el tronco, que estaba asentado en el suelo, y sólo quedaba la cabeza-. Porque la estirpe de los amos de este palacio se ha perdido.
Y la cabeza, finalmente, salió también por la campana de la chimenea.
Amaneció. Se oyeron los misereres que cantaban los de la Compañía, mientras Juan sin miedo fumaba su pipa en la ventana. Fue rico y vivía feliz en el palacio. Hasta que un día, al darse la vuelta, vio su propia sombra y se cayó muerto de miedo encima de ella.
Cuando llegó Aldo, lo abracé.
– Tú eres mi Aldo sin miedo. Siempre que no mires para atrás ni veas tu sombra. Siempre que me mires sólo a mí.
Me miró muy despacio, con la curiosa dulzura con que se mira a una niña que nos está contando muy mal el cuento que le hemos contado nosotros primero a ella. Me tomó la barbilla, me rozó los labios con un dedo: