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– La versión veneciana de ese cuento es distinta. A Giovannin le dan un ungüento para pegar las cabezas y los miembros cortados. Y él se corta la suya -la cabeza, quiero decir-, y después se la vuelve a pegar, pero al revés. Y se ve por primera vez su espalda, y le da tanto miedo que se muere… Por ti yo he perdido mi cabeza y por ti moriré.

– No; porque no tendrás que mirarte la espalda. Estáte tranquilo: yo te la guardaré. -Me besó riendo a mandíbula batiente.

– Tienes una ocurrencia para todo, lagarta.

– Pero me ha gustado todavía más el cuento de las tres viejas hermanas, que es también veneciano: una tenía sesenta y siete años, otra setenta y cinco y la mayorcita noventa y cuatro. Vivían en una hermosa casa con un hermoso balcón; en él, un agujero les dejaba ver a quienes pasaban. La mayor, un día, vio venir a un muchacho guapo y garboso, y le arrojó un pañuelo muy delicado y lleno de perfume. El muchacho pensó que era de una muchacha hermosísima y se enamoró de ella. Él era príncipe y todo lo podía. Llamó a la puerta. Le abrió la segunda hermana.

»-Hay una muchachita aquí.

»-Sí; hay más de una.

»-Quiero devolverle este pañuelo. Quiero verla.

»-En este palacio no se puede ver a ninguna joven antes de estar casada.

»La reina, madre del joven, le advirtió que tuviera cuidado, que casarse era cosa demasiado importante.

»-¿Y si te engañan?

»-He dado mi palabra y no faltaré a ella.

»Al día siguiente volvió a la casa de las hermanas y volvió a abrirle la segunda.

»-¿Es usted la abuela de la muchacha?

»-Sí, eso es: su abuela. A ella no puede verla.

»-¿Ni un dedito si quiera?

»-Puede ser. Vuelva mañana.

»Y entre las tres hermanas, con el dedo de un guante y una uña postiza apañaron un dedo falso. Al día siguiente se lo mostraron al príncipe por el agujero de la puerta. El joven le dio al falso dedo un beso apasionado.

»-No puedo esperar más. Necesito casarme.

»-Mañana, si es que tanto le urge.

»E1 príncipe habló con sus padres y organizó su boda casi secreta. Mientras, las dos hermanas menores preparaban a la anciana y la cubrieron con velos y más velos.

»-Hasta que no se encuentren en la alcoba nupcial no podrá verla. Si no es así, sucederá algo terrible.

»Se casaron en la iglesia. No hubo banquete, porque no consintieron las dos viejas:

»-La niña no tiene costumbre de estas cosas mundanas.

»De vuelta a casa, la desnudaron entre las dos más jóvenes y la metieron en el tálamo y se llevaron las velas. Cuando entró el príncipe, estaba ya la novia debajo de las sábanas y la colcha bordada. Él se desnudó y se introdujo, tembloroso de amor, junto a su esposa. Pero había traído una bujía en el bolsillo. La encendió para ver a su divina esposa, y vio una esquelética, decrépita y aterrorizada vieja. Se quedó de piedra del susto que se dio. Luego la furia del engañado lo volvió violento. Levantó a la anciana en el aire y la tiró por la ventana. Abajo había un emparrado y se quedó enganchada, por el camisón, a él.

»Tres hadas paseaban por allí aquella noche. Al ver el espectáculo se partieron de risa. Acabaron por dolerles las costillas de tanto reírse. Y pensaron compensarla, para agradecerle la diversión, con algún sortilegio. Una dijo: «Conviértete en la joven más bella que nadie haya visto.» Otra: «Que tengas un joven esposo que te ame y te adore.» Y la otra: «Que seas una joven princesa toda tu vida.»

«Cuando amaneció, el príncipe quiso comprobar que no había sido un mal sueño todo lo sucedido. Se asomó a la ventana. Sobre el emparrado había una joven de sin igual belleza. «¿Qué he hecho, pobre de mí?», se dijo. Y arrojó una sábana trenzada para que la muchacha se agarrara. Y la ascendió. Y le pidió perdón. Y ella lo perdonó. Y empezaron a compartir el día de la boda. Hasta que llamó una de las hermanas.

»-Es la abuelita -dijo el príncipe.

»-Clementina, tráenos el desayuno -ordenó la recién casada…

– ¿Y por qué te ha gustado ese cuento más que el otro?

– Porque el otro eras tú de cuerpo entero, con mayor o menor número de cabezas, y conmigo de guardaespaldas. Pero en éste soy yo la que salgo ganando. Las hadas me han rejuvenecido, hermoseado a tus ojos. Sé que sólo a tus ojos. Pero tengo bastante. Si tú me ves guapa, es que soy guapa. Y tú eres mi príncipe. Y deberás amarme y respetarme para siempre. «Clementina, tráenos el desayuno» -concluí.

Aldo se echó encima de mí riendo.

– Ahora mismito voy. Para los dos, ¿verdad?

***

No sé ni cuánto tiempo llevo sin escribir una sola palabra en estos papeles. Porque he sido feliz y a eso no conviene darle publicidad. Ahora lo necesito. Pero no recuerdo con precisión qué es lo que sucedió, o cómo sucedió, antes de empezar a manchar esta página. Supongo que da igual. Realmente tampoco sé qué ha sido de mi vida después de eso… Tenía yo razón al darles a los putos papeles una cierta importancia. Sin ellos, todo sería un revolú fuera de todo orden y concierto.

Vamos a ver. Yo volví de la compra una mañana, cerca del mediodía. Venía cargada lo mismo que una burra. No estoy acostumbrada ni a comprar ni a freír ni a remover lechugas… O sea, que volvía hecha una pascua florida. Dejé en el suelo las bolsas delante de la puerta. Me costó trabajo encontrar la llave, porque creo que el señor Alzheimer me acecha cada día con mayor ilusión y más de cerca. Por fin, abrí. Con un cierto inconsciente temor. O quizá lo digo ahora a posteriori. Todo estaba, sin embargo, tal como lo dejé… No. Encima de la mesa de la entrada, que es en realidad un cajón, sobre la que se debería dejar el correo si lo hubiese o algo por el estilo, vi un papel y una cosa oscura. No era un pisapapeles, pero lo parecía. Di la luz. Era un teléfono móvil. En el papel había escrita sola una frase: «Vete de esta casa cuanto antes.»

Creí que me faltaba el suelo bajo los pies. Descubrí que no, cuando me encontré tumbada sobre él y sobre las bolsas del supermercado. Me había desvanecido como una idiota, y me estaba preguntando por qué. Releer la frase del papel, que aún tenía en la mano, con un efecto contrario al primero, me hizo recuperarme.

Nunca antes había visto nada escrito por Aldo, pero supe que ésa era su letra. ¿Qué quería decirme? «Vacaburra -me contesté-, no puede estar más claro: que te vayas.» Pero no era eso lo que me hacía dudar. Era el sentido en que lo decía: una orden, una despedida, un ruego, una amenaza, una advertencia… ¿Y por qué me dejaba, sabiendo mi aversión, un teléfono móvil? Quizá para explicarse -reflexioné-, porque él ha tenido que tomar el pendingue precipitadamente… ¿Y adonde debía irme? Pensé en la casa de las chicas, que tenían que estar de mí hasta el mismísimo bocadillo de calamares. O a alguna pensión desconocida. ¿O a un hotel de un número de estrellas comparable al de la Osa Mayor…? «Le vague stella della Ursa…» Y aún seguía sentada en el suelo. Al tratar de levantarme, cuando mis ojos llegaron a la altura de la mesa, vi unos cuantos billetes… En consecuencia, ellos significaban que Aldo no me echaba de su casa. Por las malas, al menos. O quizá significaba que daba por concluidos mis servicios prestados, y ése era el finiquito… «No, desgraciada, no te desmayes más.»

Me entró un dolor de cabeza como si la hubiese tenido una semana en el secador de una peluquería. No comprendía nada. O quizá no quería comprenderlo. Me vino a la cabeza, sin la menor noción del porqué, un villancico que cantábamos mi hermano y yo de pequeños: «El niño Jesús / nació en un pesebre: / donde menos se espera / salta la liebre.» ¿Qué tenía que hacer una liebre aquí? Y, puesta ya a perder el menor atisbo de razón, recordé otro que había escrito yo por ese tiempo: «Cuando con los otros niños, / de niño jugabas tú, / ¿sabías o no sabías / que eras el niño Jesús?» O sea, toda la trascendencia de la unión hipostática en plan coplilla… En el fondo, la teología es ciencia-ficción. O la rama menos amena de la poesía. Decidí, como mínimo, llevar las bolsas a la cocina. Pero no lo hice… No puede haber algo menos racional que la fe, por mucho que se empeñe alguien en lo contrario. No sólo es ciega, sino tonta. Qué confusión: madre/virgen, uno/trino, oblea/carne de Dios, vino/sangre de Cristo… Tiene tela. Y yo allí, con la cabeza perdida, delante de las bolsas, con un papel en la mano que me dice «Vete de aquí ahora mismo».