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«No, no. No quiero divagar.» Fue más o menos lo que me dije entonces; ahora lo que hago es repetirlo. Mi vida se había convertido de pronto en una historia entre el espionaje, el abandono erótico-festivo y la persecución de no se sabe quién. Aunque parece que, en el fondo, sí: de cualquiera menos de Aldo, que se alejaba y me dejaba tirada como una tanga con cuarenta duros…

Menos mal que ahora tengo cierto sentido, no sé si del humor o de la resignación. En aquel momento, desde luego, no. Y a vueltas con las mismas preguntas de siempre: ¿Qué sabía yo de Aldo en definitiva? ¿Era persona fiable? Sólo sabía lo que él me había contado: cuatro datos sobre la mafia, en singular o en plural, da lo mismo, que cualquiera puede encontrar en una hemeroteca, o en un libro de Sciascia, o en Internet, cosa que no manejo… Ah, y que él había vivido su infancia en un orfanato: información que me dio sin querer una noche y que me emocionó tanto que me abalancé sobre él una vez más, pero que, después del polvo, me aclaró muchas cosas: su soledad interior, su desapego, su inmensa lejanía… Está bien; sin embargo no me hallaba en condiciones de rememorar la entrañable confidencia… Pero ¿también que además ahora me dijera por escrito «Quítate de mi vista»? Estaba literalmente perpleja. No angustiada como la otra vez, no moribunda. Pasmada más bien. Habíamos hecho juntos un viaje completo y bien surtido. No inmenso, pero intenso. Como el del crucero, pero dónde va a parar: mucho más interesante, incluso más educativo. Y también sin vuelta atrás.

Entre otras utilidades, ese estado mío de entonces era una prueba: curiosidad más que desesperación, expectación más que temblores… ¿Todo acababa con una brevísima nota de adiós? En el fondo, eso bastaría para comenzar una novela apasionante. Para comenzarla por el final, idea que no está mal del todo. «Vete de aquí…» Sí, muy bien, pero el resto tendría, por lo visto, que inventármelo yo. Y, puesta en lo mejor, podía imaginarme la posibilidad de que Aldo hubiera salido huyendo, hasta los pelos, de una bruja. Una bruja vieja, a la que sólo le interesaba joder a todas horas. La verdad es que como una gran dama no había quedado con él. ¿Una vez más se habían reído de mí? Ya debería estar acostumbrada. Pero ¿por qué esta vez me dolía de una forma especial, demasiado especial?

Porque amaba a Aldo, eso sin duda. Pero había algo no más evidente, pero tampoco menos cierto. Se me advertía de un peligro. De un peligro común. Ya debía de haber supuesto que, con Aldo, lo primero que se tenía en común, sin duda era el peligro. Hasta follando. ¿Por qué, entonces, no me había ido ya?

Estaba tan desconcertada. Llevábamos bastante tiempo bastante tranquilos. Reconozco que una escritora -y yo lo he sido- no tiene por qué hacer preguntas, pero debe estar siempre atenta a lo que se dice cerca de ella. Y, si es lejos, aún más. Yo sabía, con total convicción, que no sólo Aldo hablaba poco, o al menos pocas veces, sino que daba además la sensación de que, para hablar tú, debías esperar que te diera permiso y de que no dejaras, por si fuese poco, de preguntarte antes, por qué hablabas.

Me parece que me estoy dando a mí misma la sensación de que estaba borracha. En cierto modo, lo estaba… Si quiero ser sincera, en cualquier modo: había bebido para aguantar el coñazo de la compra.

Me senté en un sillón, el habitual de Aldo, para cavilar. En realidad, para ponerme el teléfono en la falda con la esperanza de que sonara. Y en efecto, no sonó. Desde los pies notaba que me subía otra convicción: la de que no me iba a ir de aquella casa por las buenas. Fuese ésa o no la voluntad de Aldo. Todo lo que antecede me lo indica: mi decisión estaba tomada de antemano.

(Reconozco que estoy escribiendo demasiado, incluso poniéndome molesta e insoportable hasta para mí misma. Pero es que llevo tanto tiempo sin escribir que se me va la mano sola. Y eso puede ser inspiración, pero muy de tarde en tarde: lo corriente es que se trate de una idiotez incontenible y automóvil.)

De repente noté hambre. Cogí algo, no recuerdo qué, de una de las bolsas, que continuaban en la entrada. Me fui a la cocina y me hice un emparedado. Lo mordisqueé con apetito y con un vaso de chianti. No estaba nada maclass="underline" el emparedado digo. Para haberlo hecho yo… Bebí otros vasos de chianti para comprobar cómo estaba el vino. Tampoco mal… ¿Y yo? Pues no sé por qué; pero tampoco me encontraba mal del todo. Me acordé, mientras hacía algo con una raya o dos, de forma incoherente (no las rayas de coca, sino el recuerdo), de una copla de Lola Flores, que se dice muy pronto. «Y estando en esta soberbia, / abrió la noche un postigo / por donde entraron dos ojos / que dieron muerte a los míos.»

Como si me estuvieran escuchando, sonó el timbre de la puerta. Un timbrazo prolongado. Después del del teléfono, era el que más ansiaba oír. Me temblaban un poquito las piernas, pero me daba iguaclass="underline" no sabía por qué. «¿No has dicho muchas veces que deseabas morirte? ¿Qué más quieres entonces? Ahí está tu oportunidad.»

Abrí. Abrí sin indagar por la mirilla. Otra insensatez de condenada a muerte. Pero total, ¿para qué?

Era un señor ligeramente bizco, ligeramente tartamudo (no mucho: como un inglés de clase alta) y ligeramente espantoso.

– ¿Está el señor Aldo?

– Ni está Aldo el señor ni de ninguna otra manera: aquí estoy sola yo. E indebidamente.

Se hizo una pausa, en la que yo pensé, muy deprisa, que debería haberme ido a casa de Nadia más deprisa aún. Y también pensé -lo que es el ser humano cuando no está en sus cabales- que los ojos verdes de Bianca estaban llenos de promesas, y parecían tan sinceras que no tenían más remedio que ser falsas… Sí, el hombre aquel era feo. No había ni que reflexionarlo: saltaba a la vista.

– ¿Tendría, en tal caso, la bondad de acompañarme?

– ¿Adonde? ¿Por qué? ¿Con qué motivo?

– Todo eso, señora, lo sabrá usted al mismo tiempo. -Hablaba con modestia y algún respeto más de lo esperado.

– ¿Es usted de la municipalidad? Todos mis papeles están en regla. ¿Hay en Venecia consulado español, o viceconsulado por lo menos? ¿Conoce usted su número de teléfono? Si me niego a ir con usted a parte alguna, ¿qué puede sucederme? ¿Me permitirá telefonear a la policía? -Hice el gesto de entrar en la casa-. Sólo será un momento… ¿Tiene usted una idea aproximada de quién soy yo? Porque quizá podría darme una pista. ¿No se plantea la duda de haberse equivocado de piso?

– Habla usted demasiado deprisa.

– No, es que estoy hablando en español. En España todo el mundo habla así. Y los escritores también escriben así, de carrerilla… ¿Me explica qué desea de una vez?

Sentí la urgencia de meterme otra raya de coca, lo cual quería decir que tenía varias dentro.

– Pedirle, por favor, que se deje llevar por mí al despacho de un señor abogado.

– No necesito ningún abogado. De momento. Claro, que si usted se pone imposible…

– Un abogado que, en beneficio del señor Aldo, desea plantearle ciertas cuestiones.

– No sé bien quién es ese Aldo al que se refiere.

– Aldo Ucceli, señora.

– El que yo conozco no tiene apellido.

El hombre algo bizco se estaba impacientando. Era exactamente lo que yo pretendía. Y me preguntaba de dónde sacaba yo semejante valor, y una cierta satisfacción, que me movía a respirar muy hondo de cuando en cuando y a reconocerme dueña de una seguridad en mí misma desconocida hasta ese momento tan adverso. El alcohol y la coca es que dan mucha fuerza.