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El hombre algo tartamudo no tenía mala pinta. Se le notaba algo violento, cosa que, dado mi proceder, no podía sorprenderme.

– ¿Y dónde está el despacho de ese abogado benefactor?

– No muy lejos de aquí.

– ¿Es que me va a llevar en brazos?

– Tengo una pequeña motora estacionada ahí mismo.

– Entonces, vaya cogiendo estas bolsas que hay distribuidas por aquí y por allá. Acabo de subirlas. Métalas en ésta más grande. -Le alargué una enorme de basura-. Luego he de llevarlas a casa de una amiga: me ha invitado a comer y no puedo presentarme con las manos vacías. -Entré en la pequeña sala, cogí mi pequeño bolso, guardé en él el pequeño teléfono móvil sin que se notara y, con una osadía nada pequeña que me dejó estupefacta, concluí-: Cuanta más prisa se dé, antes despacharé yo con el abogado y antes me presentaré en casa de mi amiga. ¿Me ha entendido?

No sé con qué ojo me miró ni con cuál me dio a entender que sí.

– Pues muévase, caramba.

En realidad, para su sorpresa y la mía, dije: mascalzone fanculo, un poquito entre dientes, la verdad. Fue en ese instante cuando me di cuenta de que me había bebido entera la botella de chianti.

Será mejor no intentar describir con ningún detalle la casa a la que me llevaron ni por qué camino. Si ya a pie me pierdo, yendo sola y despacio, por Venecia, sería imposible imaginar hasta qué punto en un fuera borda zigzagueante, hasta llegar a tierra y continuar con una carrera que a mí me pareció desenfrenada, a pesar de que no era yo quien llevaba la bolsa de las compras. Con todo, al detenerse el Virgilio medio bisojo que me conducía, me sonó aquella calle y aquel sitio. Había pasado a menudo por ella, pero jamás me había fijado en la casa ante la que nos detuvimos: era como una mella en una dentadura poco limpia. Está ligeramente retranqueada. Quizá date de mediados del XVIII, y la flanquean dos muros de color almagre. Desde abajo, desde la entrada, se atisbaba un cielo entonces muy azul y lejanísimo. Junto a la puerta, una placa de bronce con un nombre que nada me decía. Supongo que ni a mí ni a nadie. Incluso puede que sea ésa su única intención.

Un zaguán, largo, estrecho y oscuro, desembocaba en un patio cuadrado, con un pozo en el centro. A la izquierda, una escalera ancha por la que no subimos. La impresión era la de penetrar en una colmena con numerosas celdillas. Se escuchaba un ruido parecido al de una máquina de escribir o al runruneo de un millón de abejas. Yo, siempre exagerada, me dije: «Una ametralladora.» Luego me añadí: «Asun, no seas fantástica. Como empieces así, acabarás ahogada en un canal.»

Atravesamos el patio oscuro. La salida se dividía: a la derecha aumentaba la oscuridad, pero esta vez húmeda, como si fuese un sótano; a la izquierda, un pasillo estrecho y corto que desembocaba en un segundo patio, éste más grande y dorado por el sol. Allí nos encontramos con una puerta de cristales que daba a una escalera. Yo, en mi estado, que no sé ni cuál era, no la habría visto a no ser por una especie de vibración que la sacudía. O quizá era aún el chianti. Ante la cristalera, un enrejado ancho de hierro marrón. «Tutto tremante», como el Paolo de la Comedia, hasta el punto de producir la impresión de que podría desmoronarse el edificio entero de un momento a otro. Lo que mayor sorpresa me produjo es por qué lugar entraba el sol hasta allí. Porque al fondo de ese segundo patio no había otro edificio, sino un muro bastante alto. Parece que alguien hubiese planteado la posibilidad de ajardinar aquello, pero sin el menor éxito: sólo quedaban unos breves arriates con unos palos secos.

El hombre feo (ya no me acuerdo si era feo del todo o medio feo) empujó la puerta de cristales que se abrió a una escalera. Pero me dio tiempo a ver, a la izquierda, un tercer patio, encalado, donde el sol reverberaba. Quizá tras él habría un cuarto, un quinto, un sexto patio. No lo llegué a saber.

Torcimos a la derecha para descender unos cuantos peldaños. Al fondo de un recinto no grande, una insignificante puerta de madera. Abierta, nos deparaba la sorpresa de un jardín cuidado y no del todo diminuto, que hacía de atrio a una casita de color rosado. Todo era como un cuento: el de Alicia y el País de las Maravillas, por ejemplo, pero sin la sonrisa del gato de Cheshire, que me habría animado tanto. Había fucsias, azaleas y astromelias: cuidadas y aseadas. Revoloteaban bastantes avispas. No abejas, creo: habría puesto la mano en el fuego, pero quizá no era el momento. Al fondo, la perspectiva de una cúpula y un campanile. Todo estaba revestido de un aire monástico, pero desamortizado como todo en Venecia. Aquello no era un claustro, pero podía haberlo sido, o quizá podría llegar a serlo: no me sorprendería, las cosas están cambiando velozmente. Para mí, por lo menos… A la izquierda de la casita, otra puerta acristalada con barrotes de hierro, también pintados de marrón, que conduciría a otra escalera quizá, o a otro patio blanco y a otra casita rosa. Pensé si no se trataría de un juego de la oca. Y estaba empezando a marearme. O quizá es que venía mareada: eso es lo más probable.

El hombre, al que ya veía casi normal, dejó a la izquierda de la entrada de la casita nuestra (digo la nuestra porque quiero que se entienda la real, no la imaginaria mía), la bolsa con las bolsitas de la compra.

– Aquí estarán seguras -comentó.

Yo no le dije qué pensaba: era mi seguridad más que la de las bolsas la que me interesaba. Mi posición, la que quería aclarar. Lo de dentro ¿sería un despacho de abogados, una dependencia del Ayuntamiento, una celda prioral, una comisaría o el subrepticio domicilio de un mañoso importante? Yo ardía en deseos de averiguarlo y a la vez ardía en deseos de salir a escape de allí.

El hombre, al que me había ya casi acostumbrado y empezaba a ver casi atractivo, empujó la puerta claveteada de la casita, cuyo tejado se inclinaba en aleros bastante largos, y pasó primero. «Qué tío más ordinario», pensé. Pero no, fue para sostener la puerta y que pasara yo. Y pasé a una habitación amplia, impoluta y bien remozada, con un suelo de mármol de color champán. De ella arrancaba, al fondo a la izquierda, una escalera como de caracol. Pero parece ser que tenían que darle morcilla a la escalera: nosotros nos dirigimos a otra puerta que quedaba a su derecha.

El hombre, cuyo ligero estrabismo le daba ya un aire de misterio, llamó a ella. Se oyó un vago permiso. Él la abrió y la sostuvo también. Pasé.

– Te has retrasado, Leo. -Al principio, no pude localizar la voz.

– La señora tenía cosas que hacer.

– Está bien, retírate.

– Espéreme en el patio -le dije yo antes de que saliera y se cerrase, ¿para siempre?, la puerta. Y luego, casi a gritos-: Tiene que devolverme los paquetes. -Aquella última frase la dirigí, al parecer, a un señor mayor, con buena pinta en general. Porque concretamente no tenía pinta de nada concreto: ni de teniente de alcalde, ni de padrone, ni de capitán de cuerpo alguno, ni de narcotraficante, ni de drogadicto. (Quizá no se podría decir lo mismo de mí.) ¿Sería de verdad un abogado? Porque los abogados no tienen pinta de nada, salvo los de secano, que tienen una pinta pésima.

En realidad, aquello, fuese lo que fuese el habitante, era un despacho. Pero decir despacho no es decir casi nada. Lo miré, para que me invitase, por lo menos, a sentarme. Lo hizo con un gesto amplio y una sonrisa mucho menos amplia, casi una sombra de sonrisa. Él se sentó a su vez.

– Estoy encantado de conocerla, señora Deyanira Alarcón… ¿O prefiere que la llame Asunción Moreno de Roelas?

– En realidad hubiera preferido que no me llamase de ninguna manera, es decir, que no me hubiese llamado… No sé qué pinto aquí. -Lo cierto es que estaba impresionada: debía de tratarse de la policía. Quizá me habían buscado para devolverme la maleta que yo di por perdida hacía meses en el aeropuerto. De ser así, no eran muy eficaces.