– Por favor, tranquilícese.
– No me es posible: estoy completamente tranquila.
Él agrandó un poco su sonrisa:
– Quiero confesarle, en primer lugar que adoro su tierra.
– ¿Le gusta España?
– Bueno -hizo un gesto ampuloso-, España es demasiado grande. Me refiero a Alhaurín el Grande. -Creo que no me inmuté; al menos por fuera-. Es un pueblo que no ha cambiado mucho: ése es su encanto. Y usted, tampoco.
– ¿Nos conocíamos ya? -Ahora sí que estaba perdida. Me ofreció un cigarrillo en una pitillera de oro. Me así a él como a un clavo ardiendo. Pero no ardía aún: me alargó fuego con un mechero naturalmente de oro.
– ¿Quien no conoce a la mejor novelista en castellano?
– Pues, si le soy sincera, por ejemplo, yo. -Él sonrió; no, se echó a reír-. ¿Cómo se llama usted, o debo decir con quién tengo el honor?
– Arrigo Buonatesta, a sus pies.
– Gracias… ¿Ya qué debo el gusto de que estemos frente a frente? -Creo que el efecto del chianti se había ido a hacer gárgaras.
– Ser sincero, se lo advierto, señora, ser completamente sincero no entra dentro de mis posibilidades.
– Me lo imagino, pero aproxímese lo más posible, por favor… Comprendo que ser un caballero las veinticuatro horas del día, incluso aunque sólo sean doce, es un esfuerzo duro. No obstante, haga un pequeño intento.
El señor Buonatesta volvió a reír. Se había echado encima demasiada colonia: olía que mareaba. Como si yo no llevase ya bastante mareo. Lo que faltaba para el duro.
– Sabía que era usted encantadora pero no hasta este punto. Cuánto me alegra estar aquí escuchándola.
– Pues figúrese mi alegría si pudiera escucharlo a usted aclarándome qué hago en esta preciosa sala…
La sala, muy iluminada por ventanales que daban a otro patio, cubiertos por transparentes cortinajes, era en efecto hermosa. Solemne pero a la vez con gracia: sofás y sillas casi cómodos, cuadros casi de firma con colores alegres y marcos casi recargados, muebles en los que el diseño era lo único importante, mucho más desde luego que la confortabilidad, dos cornucopias que me hubiese llevado sin dudarlo… Y alfombras, unas sobre otras, de Uzbekistán, del Cáucaso, de Persia…
– Sobre estas admirables alfombras -agregué.
– Me encanta que le gusten. -Tosió con una falsa tos, como un pésimo actor para marcar una transición-. En este tipo de asuntos, como el que vamos a tratar, hay que tener mucha delicadeza: cualquier detalle, aun el más insignificante, puede resultar vital.
– Incluso mortal me temo, según los casos. -El no sonrió esta vez, pero me miró con inteligencia-. ¿Cuál es su profesión, señor Buonatesta? No me gusta jugar con desventaja.
– Pertenezco a una vieja familia veneciana.
– ¿Hay otra Malatesta? -Tampoco le hizo gracia la pregunta.
– Sí, pero no es la mía. No tiene buena fama, y procede de Rímini… Si usted preguntara fuera de aquí, como comprenderá no vivo en esta cabaña, le contestarían que mi profesión es ser rico simplemente.
– No es mala profesión. Porque, en último término, llegado el caso, todos los ricos son aliados.
– No, no lo crea. Somos como los escritores…
– Frente a los pobres, digo. Entre ustedes, los ricos. O eso creemos los que no lo somos. -Él hizo un gesto de incredulidad-. O no lo somos tanto… Entre los ricos verdaderos es siempre primavera… Suele decirse, ¿no? Y debe usted reconocer que eso ayuda… Los ricos de verdad siempre pueden protegerse solos. Y eso también ayuda.
– ¿Cómo lo sabe usted? -Hizo un gesto excesivo, de nuevo como un mal actor-. Ah, claro: los escritores son adivinos… Divinos adivinos.
– Gracias, pero no. Es que los grandes negocios siempre los hacen personas duras y con gente valiosa: gente que sabe colaborar sin hacer demasiadas preguntas, sin necesidad de ver ni abrazar a quienes la mandan… Porque es peligroso depender de los dependientes, ¿no? Y esa gente valiosa se llama aquí familia, ¿no es eso? O mafia… Aquí y en Laponia, claro.
– Si opina así y lo va diciendo a troche y moche, es posible que su carrera de escritora sea breve. -Lo afirmó entre unas pequeñas carcajadas, levantando el cuello y mostrando la nuez. No era un hombre desagradable.
– Tan breve que ya ha terminado, señor Testa… Perdone, Buonatesta. Por lo que dice, opina como yo, pero parece que está del otro lado… -Frunció el ceño. Sus cejas se levantaron y se arrugó su frente. Me observaba. Sentí un poco de miedo-. Del otro lado de la mesa, quiero decir, al menos. -De nuevo se distendió su cara.
– Eso está ya mejor… Qué pena que no fuese yo el editor de su última novela. La hubiese lanzado de tal modo que habría sido su éxito más grande… Gabriel Roelas es un hombre -¿lo dijo con cierto regodeo?- encantador, pero no deja de estar en un momento crítico.
– La palabra crítico, para un escritor, es tabú, Malatesta.
– Buonatesta, Asun.
– Dejemos los torneos o lo confundiremos todo… ¿Qué quiere usted de mí?
– Poca cosa: saber dónde está Aldo Ucceli.
– Es quizá lo que más me gustaría saber también a mí: se lo juro. -Me besé los dedos en cruz, como se hace en Andalucía.
– Usted, señora, ha sido vilmente engañada. No voy a marear más la perdiz: eso dicen ustedes, ¿no? El señor Aldo Ucceli es un ser gélido y antisociaclass="underline" uno de los más peligrosos miembros de lo que llama usted la mafia.
– ¿De cuál?
– De todas. En el fondo, en ese campo, hay quien hace a pelo y a pluma… Usted, por su marido, ha de estar acostumbrada al tema.
Dejé pasar unos largos segundos, y luego susurré como en secreto:
– Acláreme una cosa antes de nada: ¿es usted uno de esos homófobos, o es que siente sencillamente envidia por no ser ambidextro? Porque entonces no sabe usted lo que se pierde, amigo: la mitad de la vida. -Sabía muy bien que en algo había mentido. Quizá por eso alcé un poco la voz-. Soy escritora. Se supone que he de conocer, que debería conocer, algo a la gente, ¿no? Aunque no sea la inventada por mí, sino la que me rodea… No sé nada de nada, señor Buonatesta: por eso me he retirado de la literatura. Qué distinto es vivir en la realidad aquello sobre lo que se ha escrito con la imaginación. Qué decepcionante resulta. Debo de inventar muy mal y debo de ser muy mala observadora… ¿Quiere usted creer que aún no he deducido -aparte de ser rico, eso se nota- qué coño es usted? Porque si el Aldo que conozco es peligroso como miembro de la mafia en general, usted tiene que ser el mismo diablo… Y, si no es así, que el diablo me lleve.
Me encontraba a mí misma demasiado dicharachera. Acaso el origen estaba en las cuatro rayas que me había metido entre pecho y espalda antes de comerme el bocadillo en la cocina. Para animarme un poco. Nunca pensé que me envalentonarían tanto… Oí que aquel señor, entre ofendido y ofensor, me decía:
– Los españoles han sido así toda su historia: están de visita, pero se comportan como si estuviesen en su casa.
– Eso mismo piensan en España de los mafiosos: se portan como si estuviesen en su casa, y además se llevan la vajilla y la cubertería.
– Mire, señora, no hablemos de menajes domésticos. Yo no tengo ni la menor necesidad de ellos. Venecia es la inventora en Occidente de la porcelana…
– Enhorabuena -lo interrumpí-. Hay quien dice que no… Perdón, lo he dejado con la palabra en la boca.
– Y con la boca abierta. Usted tiene que ser una escritora muy popular: ahora no me sorprende. Me refiero a su tipo de buena educación. -Lo decía no con ironía, sino con asco verdadero-. Aldo Ucceli tiene en su poder un documento… Para ser exactos, se trata de una fotografía o de una filmación o qué sé yo, muy comprometedoras para algunas personas de suma importancia en esta zona.