– ¿Para quién?
– Eso no es cosa suya. Y aunque se lo dijera, no lo comprendería.
– ¿Piensa usted que soy tonta?
– Al contrario: pienso que es lo bastante lista como para hacerse la tonta maravillosamente.
– Escuche, señor mío. Yo me encontraba tan tranquila en casa de un amigo que vive en la Giudecca. Acababa de hacer unas compras y estaba hasta el mismísimo cucuné de la calle. Un enviado de usted me ha sacado del burladero a empujones… Como escritora, todo lo insólito me atrae. Pero hasta aquí llegó la riada: tengo suficiente con lo que ha sucedido. Sobre todo, considerando que no sé ni quién es usted. Sólo me ha dicho que es rico, lo cual no es ninguna profesión: es un descaro. Quiero poner mis cartas boca arriba para corresponder al honor de haber sido invitada a esta casa. A empujones, pero invitada… Yo, del señor Aldo Comosellame no sé nada más. Ni siquiera conocía su apellido. Me cae divinamente porque es amable, guapo, habla español y sabe de música. Lo conocí pinchando discos (he dicho discos, no personas) en una especie de discoteca parroquial…
– Qué contradicción, ¿no?
– En esta ciudad las hay a cientos.
– ¿Contradicciones?
– Desde luego, pero también iglesias que han cambiado de oficio.
– Y ¿cómo es Ucceli en plan de pinchadiscos? -Cuánta ironía, Dios mío, y cuánta mala leche. Lo pensé deprisa; mejor, no tuve que pensarlo:
– Es violento, inagotable, difícil de seguir. Como una tormenta que tuviese ritmo. Como una estridencia que se dejase llevar por un orden implacable.
– ¿Está hablando de música? Parecería que habla usted de sexo.
– ¿Por qué no? Si el sexo se hace bien es también música… Aldo estuvo atento conmigo y yo con él. Nos compenetramos. Quizá no en el sentido que adivino que usted piensa con lo de penetrar, pero nos entendemos: es a lo que me refiero… No sé ni una palabra más. Ni él tiene por qué decirme dónde va y viene, ni el apartamento de la Giudecca es el único que posee en Venecia, ni hemos hablado nunca de ninguna otra actividad que pinchar discos, la cual en la actualidad está por cierto mejor remunerada de lo que yo creía… Y eso es todo. -Me levanté-. El resto no me interesa, ni puedo ayudarle en lo que me pide. Si quiere algún recado para Aldo, y yo lo vuelvo a ver (y así lo espero, en su trabajo o en su casa), dígamelo y se lo transmitiré con mucho gusto. Ya sé el nombre de usted. En realidad es lo único que sé (si es que no firma, como yo, con seudónimo) y supongo que él también lo sabe… Ahora, buenos días o buenas tardes, señor Buonatesta. -Él también se incorporó.
– ¿Y que diría, señora de Roelas -quizá subrayaba en exceso ese título-, si supiese que soy el jefe de lo que aquí, entre nosotros, llamamos la brigada antivicio?
– Pues diría que deben ustedes de pasarlo fatal. Una canita al aire de vez en cuando a nadie le hace daño.
– No deje de decirle a su amigo Ucceli que, si no pone en mi poder ese documento o esas pruebas, por otra parte falsas, que tiene ahora en el suyo, puede acabar con más agujeros que un colador.
– ¿El documento o las pruebas?
– No, el que los posee… Y que además encontrarán su cadáver con un arma en la mano.
– Muy delicado por su parte ese póstumo obsequio. Siempre he pensado que las coronas fúnebres son un gasto fallido… ¿Algún otro mensaje? Espero ver a Aldo esta misma noche. En la discoteca, por descontado.
– No estoy seguro. Quizá nosotros lo encontremos antes.
– ¿Puedo entonces darle yo a usted un recado para él? Dígale que había hecho compras para unos días, pero que he preferido no dejarlas en su casa, dadas las buenas maneras que han tenido para sacarme de ella.
Se hizo una pausa tensa. Él la interrumpió:
– Señora, es mejor que yo mismo me desenmascare. Si no, no nos entenderemos.
– Yo creo que sí lo estoy entendiendo. Demasiado quizá.
– Escúcheme con atención… ¿Nos sentamos de nuevo? Tenga la bondad. -Así lo hicimos-. Su amigo Aldo Ucceli ha cometido un crimen más grave de lo que se imagina.
– ¿De lo que se imagina él? Porque yo nunca me he imaginado un crimen leve.
– Déjeme hablar, se lo suplico. -El tono de ahora era muy otro-. Ayer ha desaparecido, quizá definitivamente por desgracia -el corazón me dio un salto mortal-, uno de los puntales de nuestra asociación: un altísimo familiar nuestro -no subrayó la palabra familiar, pero bastaba-, que había venido encargado para negociar con el gobierno y con la Iglesia una operación muy conveniente para esta ciudad y para la región entera.
No sé por qué, de pronto, pensé que aquel tipo era un número sin importancia, o con muy poca, en su familia si la tenía o en cualquier otra. Alguien a quien se había encomendado la cuestión de entrevistarse conmigo para saber qué pintaba yo en la vida de Aldo, o si quizá era posible utilizarme para dar con él y cargárselo.
– Ignoro, señor Buonatesta, cuanto significa política, municipalidad o sectores de poder en esta bellísima ciudad, cualesquiera sea su grado y su carácter. Y además creo firmemente que no hay nada interesante, a mi entender, de todo eso para Venecia. Salvo seguir explotándose a sí misma como hasta ahora ha hecho: pienso que ése es su verdadero y único destino.
– En estos días de invierno -habló como si no me hubiese escuchado- hay convocada una cita de máxima importancia, y ha desaparecido uno de nuestros representantes, señora, hágase cargo… ¿No se da cuenta de que nosotros tememos por la vida de Aldo, dado que tenía en su poder valiosos, y arriesgados, testimonios? -¿Me estaría diciendo ese tío la verdad ahora? ¿Lo minusvaloraba yo injustamente?-. Hemos hecho grandes favores a los políticos y al Vaticano. Ha llegado la hora de pasarles factura. Pero la factura autentificada nos la ha quitado de las manos ese Aldo Ucceli, si es que se llama así… O en fin, como le haya dicho a usted que se llame.
– Pero ¿hablamos de la misma persona por lo menos? Siempre me han sacado de quicio las ambigüedades.
– Por lo que usted y yo sabemos, sí.
Se hizo un vacío en la conversación. Como si estuviese advertido, el del ojo biroque que me había traído apareció un momento. La atención del Buonatesta se fue tras él y también el Buonatesta. Pude escuchar, con gran esfuerzo, que le anunciaba a su jefe la muerte a tiros de alguien importante, cuyo cadáver acababa de encontrarse cerca del Guetto. Buonatesta me miró desde mucho más lejos que antes. Cuando volvió, la voz le había cambiado, y su expresión era concentrada y lejana. Tocó un timbre que había sobre la mesa. De oro, claro. Por una puerta que debía de ocultar la escalera de antes, entró alguien. Al principio me asustó. Era, en apariencia, un hombre, pero con una enorme mancha negra en mitad de la frente. Como si tuviera un tercer ojo. Aunque a lo peor era al contrario; a Polifemo le pasaba: sólo tenía uno.
– ¿Cómo le gusta a usted el té, señora de Roelas?
– A estas horas, lo más lejos posible.
– ¿Y el veneno? -Sus ojos se volvieron mortíferos.
– Si es inevitable y mortal, en la dosis mayor. Para acabar cuanto antes. Pero de aquí deseo irme viva. Y pronto.
– Un momentito aún. Quiero que sepa, por su bien, que en Venecia suceden las mismas cosas que en Sicilia, por ejemplo, o en otras partes: España, sin ir más lejos. Pero con voz más baja y mejores modales.
– Por lo que hace a los modales, lo dudo. En cuanto a emplear la sordina, no me cabe duda.
– Precisamente, mi agradable amiga, deseaba, en nombre de varios ilustres ciudadanos, pedirle que aceptara una cena en su honor. El más alto representante de esta ciudad, el Síndico, como si dijéramos el Dogo, desea ofrecérsela en un hotel del Lido. Me lo acaban de comunicar… No en vano es usted la representante más significativa de la literatura española actual. Y si además ha venido a pasar con nosotros una temporada para localizar escenarios de su próxima novela… Porque es así, ¿verdad?