Nadia no había llegado de su trabajo. Sea el que fuera entonces: ya no estaba dispuesta a que nadie me la diera con queso. Bianca me recibió sin el menor asombro. Hasta tuve la impresión de que sabía mejor que yo de dónde llegaba y qué había sucedido. Estaba viviendo -hablo de mí- acontecimientos tan poco comprensibles que nada de lo que sobreviniera iba a producirme demasiada sorpresa. Partiendo de tal premisa de ignorancia, habría sido una torpeza más echarme a llorar en los brazos de Bianca… Porque si desconfiaba hasta de mí misma, ¿en quién iba a confiar?
Nada más abrirme la puerta, le descerrajé una pregunta a bocajarro, convencida de que no me iba a dar una respuesta tan contundente como ella. Por eso no le pregunté si me estaba esperando. Le pregunté:
– ¿Dónde está Aldo?
– Si no lo sabes tú, ahora que sois la sal y la pimienta…
– ¿Es que estáis todos conchabados contra mí?
– Tiendes siempre a pensar que el ombligo del mundo eres tú, Deyanira.
– Y me equivoco, claro, porque el ombligo del mundo eres tú, ¿no?
– Nunca he pensado que el mundo tenga ombligo. Pero, si lo tuviera, para ti debería ser Aldo.
– Por eso te pregunto dónde está: porque he perdido mi ombligo. O me ha dejado.
Le conté, a grandes rasgos, lo que me había sucedido esa mañana. Nada más comenzar, sin interrumpirme, me llevó despacio hacia un sofá y me invitó, de un empujón, eso sí, a ponerme cómoda.
– Continúa, continúa -me dijo, y salió del salón hacia la cocina-, te estoy oyendo…
Yo proseguí mi relato. Un momento después volvió con un par de tazas de café. Tomé la mía y noté que me caía bien. Inmediatamente, sin darme cuenta, me bebí la suya. Bianca se sonrió. No pude evitar reconocer que era hermosa como un sol y que no había perdido, ni por un segundo, la serenidad. Era la doble de una madona de Rafael, sin niño, con las manos olvidadas sobre el regazo. Yo tenía tal necesidad de descansar en alguien, de que alguien me alentara, de que alguien se pusiese de mi parte y yo me lo creyera, que sentí brotar una renovada confianza dentro de mí. Las primeras palabras de Bianca no me dieron opción:
– Aquí nadie confía en nadie. Sólo tienen una cosa en común: seguridad en el buen criterio propio y en que acabará por coincidir con el ajeno… Aquí a nadie le merece la pena declarar una guerra por un hecho que pueda resolverse con una multa o con seis meses de cárcel o con un tiro… Aquí se tienen en cuenta los grandes beneficios, no las sobras. El sentido común consiste en saber no cuándo se amenaza, sino cuándo hay que matar porque no exista una solución más conveniente… Entérate de una vez: alguien que piense o actúe de otro modo aquí no hará carrera. Deberías saberlo. Ya no eres una niña.
Casi grité:
– Gracias, eso lo sé. No tienes que echármelo en cara… Pero ¿es que tú también eres de la mafia, carajo?
– Puede ser. A veces me he sentido, ya demasiado tarde, utilizada… Todo el mundo, de alguna forma, lo sepa o no lo sepa, es de la mafia. O abre su propia mafia como quien abre una tienda de regalos… Por ejemplo, ese Buonatesta de quien me has hablado y que yo no conozco, ¿de parte de quién está? Probablemente sólo de la suya. Quizá sea un confidente de la policía que vende a quien ella busca, y que te ha buscado a ti porque adivina que tú buscas en la misma dirección que a él le interesa… Parece un trabalenguas porque lo es… O quizá a quien quiere venderle el favor es a una mafia concreta, investigando por su cuenta lo que sabe que ella anda investigando… O a lo mejor es un político segundón que trata de hacer méritos… O sencillamente alguien que alquila un par de pistoleros a quien mejor le pague… En cualquier caso, Deyanira, un enemigo. Pero todo está lleno de enemigos, aunque sea sólo porque lo que desconocemos nos parece siempre enemigo. Aquí nadie lleva un rótulo que diga a quién representa. Y si lo lleva, desde luego es mentira.
Me quedé fascinada comprobando cómo una muchacha que sólo me parecía hermosa, razonaba con tanta exquisitez. Pero dije algo muy distinto:
– ¿Sabes lo que te digo? Que me estás animando extraordinariamente. Por los huevos.
– Siento no poderte hablar de otra manera. Todo es confuso, todo. El que crea que la vida en Venecia es unidireccional y luminosa está en ella como una cabra en misa… ¿Qué pasa, por ejemplo, con un policía? Ésa, aquí y en todas partes. Piensa un poco, Deyanira… El policía cree, más que nadie, sobre todas las cosas, en la ley y en el orden: de ello deriva todo su poder, grande o pequeño según su graduación. Pero, en sus intestinos y en sus testículos y en su corazón, hay un tremendo resquemor contra la gente a la que sirve, y también contra sus superiores: porque todos ellos viven mejor que él. Él está en un equilibrio insostenible: por una parte, por encima de la gente, porque obliga a guardar las normas; pero, por otra parte, a su servicio. Es decir, es a la vez desagradable y exigente como custodio, y astuto y resentido como sirviente… El pobre policía no dicta sentencias: eso son cosas de jueces y políticos. El poder no es lo suyo; el poder es de quien puede absolver a los que el policía ha detenido como delincuentes. O sea, es de los gobernantes, los abogados, los que indultan, los que liberan… En una palabra, cualquier pobre policía arriesga su vida por cuatro o cinco perras gordas: no es nada extraño que se deje sobornar y se ponga, con visible frecuencia, del lado de aquel al que persigue. ¿Tú no harías lo mismo?
– No lo sé. No me veo con gorra. No creo que me vaya mucho ese uniforme.
– ¿Te traigo otros dos cafés? -Me eché a reír. No tuve otro remedio-. Escúchame otro poco. Si acaso oyes decir, por aquí o por allí, que la mafia está atravesando un mal momento, no te lo creas nunca. En el lugar menos pensado, donde haya un negocio susceptible de que lo monopolice la violencia, allí florecerá la mafia como azahar en marzo. Quizá con peor olor… Se trate de prostitución, de drogas, de construcción inmobiliaria, de blanqueo de dinero, de juego, etcétera, etcétera, etcétera… ¿No quieres de verdad otro café? -Dije que no con la cabeza y le hice un gesto de que siguiera-. La mafia puede ser la policía auxiliar de la política ilegal. -Debí de poner una cara muy rara-. Quizá un whisky te vendría mejor… Siempre a favor de los ricos naturalmente… Deyanira, Deyanira -me hablaba como a una tonta de baba-, la mafia es y será una estructura capitalista, antiliberal y anticomunista. -Pensé qué extraño contraste el de esas palabrotas con esa boca, hecha en apariencia sólo para besarse. Y continuó-: Por lo tanto, ejercer frente a ella cualquier libertad, sea económica o política, da igual, es declararse su enemiga.
– Yo lo soy. Aldo lo es.
– ¿Por qué entonces preguntas lo que sabes, Deyanira? ¿O es que quieres probarme?
– Preguntaré entonces lo que no sé: ¿tú eres la misma Bianca reidora, superficial, amorosa y guapísima que se acostó conmigo? -Batió palmas dando una risotada.
– Si te lo acabo de decir. ¿Es que eres sorda? La vida no es sencilla ni unidireccional en absoluto. Salvo las calles de sentido único, siempre que se respeten los semáforos y los pasos de cebra. Pero te lo repito: sencilla, de ninguna manera.
Me tuve que reír. Bianca se inclinó y me besó. Escuchamos el ruido de una llave, y apareció Nadia. Al ver que nos besábamos soltó una carcajada tan grande como un piano, se le cayeron las llaves, las recogió, y siguió riendo.
– Siento interrumpir. Si me lo pedís, salgo, espero una horita y vuelvo a entrar.
Me levanté y la besé. Me sentía con más serenidad que a mi llegada, lo cual no era difícil. Mientras dejaba un par de paquetes que traía, en dos minutos, Bianca la puso en antecedentes. Me habría hecho falta aprender su facilidad de sinopsis: hubiera escrito mejor toda mi vida.
Nadia me miró, entre la admiración y el afecto. No había ninguna duda ni temor en sus ojos.
– El golpe o los golpes que, a partir de ahora, alguien descargue sobre ti, no creo que procedan de ese despacho en que has estado. Pero que alguno te vendrá no cabe duda. Y sabe dios de dónde.
– Hoy os ha dado a las dos por ayudarme a hundirme. Muchísimas gracias, amigas mías más íntimas.
– Eso te probará que no somos mafiosas. Del todo. -Nadia salió, pero continuó hablando como la otra-. El origen de la mafia, su fuerza y su permanencia consisten en callarse y resistir. Ésa es la auténtica ley de omertá. Hay que guardar silencio, aunque lo que te pregunten sea una dirección y la sepas. No se responde nunca: ni a una amenaza, ni a un agravio, ni a una acusación, ni a una denuncia… Tampoco se habla para amenazar ni para insultar ni para acusar. Ya hay quien se encarga de todo eso fuera. Y con medios mucho más contundentes que las simples palabras y que las sentencias o las multas… -Apareció con una bandeja, una botella, y unos vasos-. ¿Lo entiendes o no lo entiendes?
– Sí. Se me encogen un poquito los ovarios, pero sí.
– Entonces vamos a tomar algo… Vengo más cansada que una burra vieja recién parida.
Creí que iba a servir el whisky en los tres vasos, pero sacó del bolso una papelina y preparó tres largas y anchas rayas de coca. Me pasó, la primera a mí, el esnifador. Reconozco que elegí la que me pareció de mayor relevancia. Las muchachas se echaron a reír.
– Qué sinvergüenza eres -dijo Bianca.
– Ánimo no sé si tendrás mucho o no, pero de la vista andas divinamente.
– Pues te juro que no veo el camino que tengo que seguir.
– ¿Para qué?
– Para encontrar a Aldo, que quizá está en peligro. Y para encontrar a la nueva Deyanira, con el fin de que se sienta de nuevo acompañada.
Abrí los brazos y le tendí una mano a cada una. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, cada una tomó una mano mía y las dos las besaron con una sinceridad que me conmovió. Las acariciaron luego con sus caras tan guapas… ¿Qué me importaba si Bianca había colaborado o no en la muerte de aquel alemán comprometido? ¿Qué me importaba que Nadia supiese de la vida de Aldo más que yo? Tuve la impresión de formar con ellas un trío de mosqueteros. Aldo era D'Artagnan… No, D'Artagnan era yo.
Era el momento justo, en cualquier película de intriga, para que sonara el móvil que Athos, Porthos, Aramis o D'Artagnan, quien fuese, me había dejado encima de un papel. Y sonó.
Tuve que buscarlo, orientada por su griterío, porque no tenía ni idea de dónde lo había puesto. Una vez encontrado, me lo llevé a la oreja con tal fuerza que me hice un daño atroz.
– ¿Deyanira? -Era la voz, su voz.
– Sí.
– ¿Estás con Nadia y Bianca?
– Sí.
– Eso me tranquiliza. ¿Fue alguien a casa?
– Sí.
– ¿Te condujeron a la presencia de alguien?
– Sí.
– ¿De Buonatesta, por ejemplo?
– Sí.
– ¿Registraron la casa?
– Delante de mí, no.
– No importa. No te preocupes. Lo que buscan no estaba allí.
– ¿Y tú? ¿Dónde estás tú? ¿Estás bien donde estés?
– No sin ti.
– ¿Cuándo nos veremos?
– Cuando caiga la noche. Id las tres al piso desamueblado cerca de la discoteca. Nadia tiene unas llaves.
– ¿Vas a pinchar hoy discos?
– No.
– ¿Puedes darme el número de tu móvil?
– No. El que tíenes tú y éste están vírgenes todavía. Pero por si las moscas.
– ¿Y el número de éste?
– No lo uses. Espera mis llamadas. Hasta luego.
– Hasta luego, Aldo Ucceli -subrayé el apellido.
– Veo que no todo ha sido inútil. -Oí su risa-. Para ti, Aldo de Deyanira.
Cortó la comunicación. A mi alrededor se hizo otra vez lo oscuro. Bianca y Nadia me miraban sonriendo en silencio.
– ¿Es que tengo monos en la cara?
– ¡Sí! -dijeron las dos al mismo tiempo.
Las tres rompimos a reír. Eso me salvó de volver a llorar. Qué tonta del haba he sido siempre. Pero me hago más tonta con el tiempo: he llegado a batir mi propio récord.