De ahí que el auténtico escritor no haya de justificarse. Todo le servirá, etiam peccata. Hasta sus pecados. San Agustín lo dijo. Qué gracioso ese norteafricano que tenía una madre tan pesada rezando día y noche por él. Hasta que lo convirtió. Y él dijo entonces: «Hazme casto, Señor, pero no ahora…» Quizá sus pecados sobre todo. Qué estricto y qué útil el latín. El auténtico escritor -o la señora escritora, señor Canetti- debe hacer sólo lo que le salga de las narices. Pero al escribir es conveniente que le salga de las narices hacer literatura si es que tal cosa existe. Porque es como el pianista de una sala de fiestas: los demás bailan lo que les pide el cuerpo, y él toca a ciegas o a tientas con la música. De tarde en tarde, alguien coincide con su ritmo, y lo mira a los ojos y lo entiende; pero con eso no hay que ilusionarse. Lo que cuenta es la música; no se tiene otra cosa…
¿No voy a saber yo que el escritor es siempre un marginado? ¿No me he marginado yo? Los otros corren tras metas previsibles, encaran dificultades superables, se recompensan con resultados más o menos próximos. El escritor no sabe dónde va ni qué busca: eso lo he aprendido a trancas y barrancas. Lo marginan o se margina él (y ella, señor Canetti): no le gusta la clase en que nació, ni su mundo, ni su época, a veces ni su nombre como es mi caso, ni la triste profesión que lo alimenta. Lo cambiaría todo si pudiera. Si pudiera, se cambiaría él. Pero la literatura es para él como el aire: contaminado o no, precisa respirarlo. Ésa es la prueba definitiva de que uno es escritor: moriría -en cierta forma, pero moriría- si escribir no le fuese posible. Yo he tenido la prueba cuando ya me era inútil. Y ni siquiera he muerto: estoy en ello.
Me he equivocado, sí, me he equivocado. La literatura fue mi forma de amar, de conocer, de acariciar, de aprender, de aprender. No fue un refugio frente a nada. Ver la vida literariamente no es cegarse a la vida, sino verla más clara. El que escribe no vive para contar: cuenta para vivir más y, de paso, contagiar más vida a los que leen. Escribir no consuela de nada; no, no cura, sino que reabre las heridas: es una llaga nueva por la que, como por un ojo, se ha de ver todo de nuevo; por la que, como por una boca, se ha de contar todo de nuevo; revivir lo que de veras no se ha sabido vivir…
Y si alguien hubiese aprendido a escribir a la perfección, todo estaría aún por empezar: que nadie se ilusione. Entonces debería aprender qué decir. «Ya tienes el envase, llénalo.» Se trata de un oficio que, por sí mismo, salvo para el que lo ejerce, es inútil; pero que es previo a todo. Una literatura que no sirva para la vida ni siquiera será literatura: no será nada, nada. Porque la vida, o lo que así llamamos, tiene siempre razón. No es sagrado lo que separa a los hombres ni lo que destruye el fervoroso goce de vivir: en mi último libro yo lo supe y lo dije. Porque, para algunos seres, literatura y vida son dos nombres de la misma ansiedad y el mismo júbilo. Aunque los dos le duelan sin remedio en el mismísimo centro de los huesos…
Todas las cicatrices tienen un deber que realizar, que significan a la vez su razón de existir y su destino. Yo estaba convencida, hasta el tuétano de esos huesos, de que el mío era escribir. Como el de ser bellas, perfumar, tener espinas y morirse deprisa es el deber de las rosas.
Sin embargo, todo eso se ha ido a tomar viento ya. Qué coñazo me he puesto. Esas tres páginas no las leería otra vez ni yo misma. ¿Es que no sé otra cosa que mirar hacia atrás? Me voy a convertir en estatua de sal. Más me valdría: así podrían exponerme en ARCO, donde, como en todas esas componendas, tan aficionados son a las novedosas antiguallas y otras mamarrachadas.
¿Me he vuelto loca o qué? La loca veneciana. Dentro de poco me perseguirán los niños por las callejas escupiéndome… Han pasado dos días y medio desde que escribí los párrafos que acabo de releer (o mejor, de leer por vez primera) con una gran sorpresa. Y me pregunto con sinceridad plena, con la misma supongo que los escribí, para qué lo hice. ¿Por qué lo hice? ¿Para qué escribir más con el alma, si existe lo que así llamamos, tan abierta? No hay destino, no hay vocación: todo eso puede ser contradicho. ¿O es que no soy yo la mejor prueba? Un simple fracaso puede apartarnos de lo que, antes de él, nos pareció esencial para nosotros… Escribir no sirve para nada. Dejándolo no se traiciona a nadie, ni el que lo deja se traiciona a sí mismo. ¿Qué es, en este mundo, necesario? Nada. Quizá vivir. Pero porque estamos ya aquí, y la inercia nos mueve; si no, tampoco lo sería. Como no lo es sobrevivir… Qué tía tan aburrida eres, tontita. Vete a la puta calle.
Hay ocasiones en que la vida se empecina y disfruta llevándonos la contraria. Acabo de volver de la calle a esta casa entre escamada y complacida. Salí para sacudirme lo que acababa de leer faltando a un juramento; nunca volveré a hacerlo… A la primera hora de una tarde que aún no se daba cuenta de que lo era. Y de repente un niño tropezó conmigo. Miraba hacia atrás, pero nadie lo seguía. Estaba solo.
Qué raro -me dije-, un niño en Venecia. Y solo. Acaso se ha perdido: no me extrañaría nada en este laberinto. Pero no me rehuyó, ni pareció que se sorprendía: como si hubiese tropezado con alguien que buscaba. Retrocedí unos pasos. El niño sonrió. No tendría más de cuatro años. Se me acercó, alargó la mano y me ofreció un caramelo. Dudé un momento si cogerlo o no. Luego me regañé: «Cabrona, cógelo. ¿No ves que te está sonriendo?» Seguía con la manita levantada. Así que le sonreí yo también: yo, que me había olvidado ya de cómo se sonríe. Y me pregunté qué podía darle a cambio de toda su fortuna… Acepté el caramelo y le acaricié luego la mejilla derecha. Tan tersa y sonrosada… El niño, sin dejar de sonreír, se dio media vuelta y echó a correr.
Me quedé inmóvil y asombrada. También un poco enriquecida, y sin saber qué hacer, y un poquito ridícula con aquel caramelo en la mano: con este caramelo que veo sobre el papel. Y diciéndome sin mover los labios, o eso pienso, que quizá la vida… Miré alrededor con minuciosidad. No vi ya al niño ni a nadie. ¿Nadie lo había mandado? ¿Qué era entonces lo que había visto en mí? Es posible que fuera un ángel.
– ¿Eres idiota? -me pregunté, esta vez en voz alta.
Un ángel, aparte de que no existen ángeles, no se te acercaría nunca. Y menos aún para darte un caramelo. Una hostia, quizá…
Eché a andar, no sabía hacia dónde, más deprisa que antes. Eché casi a correr. ¿Dónde había ido el niño? ¿Sabía que yo era extranjera, y por eso no habló? Tengo miedo de las buenas acciones: no estoy acostumbrada y me pongo siempre en lo peor. Jamás me comería el caramelo. Pero, en esta ocasión, no porque lo crea envenenado, sino porque es la única prueba de una realidad. Estaba emocionada… «Qué bajito has caído, Hermenegilda, o como quiera que te llames ahora», murmuré para mí. Y me vine deprisa aquí, a escribir lo sucedido. Menos mal que me traje el caramelo; si no, no lo creería.
Cuando estuve, recién llegada, en el café donde conocí a Nadia, me emocionó su sencilla amabilidad. Más bien diría su solidaridad. Yo era tan sólo una desconocida, ni siquiera una turista que pudiese producir un beneficio. Ni a ella ni al establecimiento, que evidentemente no era suyo. Y, no obstante, me organizó la vida. Con una improvisación natural, ligera y amistosa. Como si me esperara: encogiéndose de hombros y quitando cualquier importancia a lo que hacía. Me localizó la casa en la que vivo. Me aconsejó ponerme una chaqueta o un jersey o un chal que me ofrecía. «Porque va a refrescar, ya lo verá.» Me convidó a una grapa después del café doble; trató de pasarme una bayeta por los zapatos llenos de polvo, o no sé, quizá unas servilletas de papel… Yo la miraba incrédula, asombrada y agradecida más de lo que podía expresar.
Una vez instalada, para decírselo, la llamé por teléfono, cuyo número me había apuntado. Cuando la volví a ver el otro día en el otro café, sentí, en primer lugar, remordimiento por no haber ido al suyo, donde ella antes estaba, para darle las gracias en persona. En segundo lugar, me sorprendió que no era el mismo bar donde la conocí, y no tuve valor para preguntarle si había cambiado ni por qué ni cuándo. En tercer lugar, deduje algo ante el comportamiento, sutil pero evidente, de las dos muchachas compañeras. Y me desconcertó, y hasta me conmovió, que no tratase de ocultar ante mí su relación. «Aún te queda algo humano», me dije: porque ahora me dedico, por necesidad, a hablar sola. O a escribir para nadie, que es peor.