Por eso los ojos de Aldo, cuando se abandonan para que, por ellos, yo me asome a él y al mundo, tienen ese color. Y son mis ojos y siempre lo serán.
Acabo de leer en un periódico una noticia que guarda relación con algo que escribí en estos locos cuadernos, o como se llamen unos cuantos papeles grapados que, como el color de la flor de la achicoria, tampoco tienen nombre. No pienso revisarlos para buscar el precedente, y jamás leeré ni corregiré lo que en ellos escribo. Jamás completaré con nuevos descubrimientos lo que recuerdo, quizá no exactamente, que inicié un día que tampoco recuerdo.
Se trata de que en Rascafría, un pueblo de Madrid cuyo nombre da idea de su clima, han inaugurado un centro biológico para evitar la extinción de una especie de sapo. Se trata del sapo partero, cuya piel devora un hongo pervertido. Vive en los humedales, y actúa como una buena comadrona. Mientras la hembra desova, arrojando los racimos de huevos que se depositan en el légamo del fondo, colabora el macho abrazándola por detrás. En su piel mucilaginosa (palabra que me chifla, como nefelibata y alguna otra) y, por añadidura, en un medio acuático, sus manitas resbalarían. De ahí que la naturaleza, ciega e inmisericorde pero sapientísima, le haya dotado de unas asperezas en los dedos para asirse y fijarse. Son las rugosidades nupciales, o mejor, parturientas.
Yo achaco tal evolución, perfeccionista e inconsciente, a la naturaleza. Lo que me llama la atención es que alguien la atribuyera a una infinita paciencia de Kamerer, el biólogo austríaco, del que se creyó que, durante generaciones y generaciones (de sapos, no de humanos) implantaba verrugas o asperezas en las manos de sapos comunes y terreros, después de trasladarlos a pequeñas piscinas, hasta conseguir que sus especímenes mutaran. Me niego a creer semejante invención de un hombre que ni siquiera supo defenderse del abusivo amor de Alma Mahler, una de las peores mujeres de la Historia: tuvo por vocación ser esposa de genios. Deshizo a tantos superdotados ella sola que Cleopatra o Mesalina, en su género de buenas folladoras, hubieran sido dos monjas de clausura efectiva a su lado. Mahler, que más bien fue como Gabriel Roelas, mi marido, Gropius el arquitecto, Kokoschka el pintor dramaturgo, aparte de Kamerer científico y paciente, y de otros muchos que se entreveraron. Para llamarse Alma, ya está bien; si llega a llamarse Concha, la jodemos… Lo cierto es que una mujer, alguna mujer, puede exprimir el cerebro de un hombre predispuesto, y llevarlo a empujones a la genialidad. Confieso que mi vocación nunca fue ésa. ¿O es que quizá la envidio? Yo bastante he tenido con aguantarme a mí. Aunque sin sacar, eso es cierto, todo el provecho que quizá habría podido. Pero dejemos las lamentaciones: ya no es hora.
Hoy escribo un poco a lo loco porque necesito distraerme. Si lo hago sobre asuntos ya tocados, no me importa. Estoy buscando una tregua. Un agujero no por el que mirar, sino al contrario, por el que escaparme. Porque no veo a Aldo. A Nadia y a Bianca, sí: las dos se han instalado en el piso frente a éste, en el mismo rellano. Son aquéllos, próximos a la discoteca. Pero ellas saben más que yo. O, al menos, eso sospecho. Yo estoy aquí escondida, quizá sólo agazapada. Espero, con impaciencia, órdenes de mi jefe.
Leo, para ayudar al tiempo a deslizarse más deprisa, libros sobre animales. Siempre me apasionaron. Y ahora me encuentro, más que nunca, compenetrada con ellos. Hoy me ha traído uno mi nueva secretaria, que me conoce mejor cada media hora.
Los animales -algunos, no todos- gozan mucho mejor que nosotros de la vida. El sexo es el protagonista de la suya. Y no siempre para transmitirla, esa secular obsesión de la Iglesia católica, como si dios, en el improbable caso de existir, fuera idiota. Quien inventa el olor, el sabor, el oído, la vista, el tacto y el sexo, no los inventa con una lista de prohibiciones. Todo sirve, o todo puede servir, para todo… De repente me viene a la cabeza el cuerpo entero de Aldo: él es el mejor campo de experimentación de mis cinco sentidos. Y nunca se me ha pasado por la cabeza tener un hijo de él. Y menos aún ahora cuando sería un intento inoportuno e intempestivo. Dejo el libro de Nadia sobre la mesa… Se me impone dejarlo: ahora diré por qué.
Qué poder físico el de la imaginación, qué maravilla. Acabo de sentir un orgasmo ejemplar. Sin tocarme siquiera. Sólo oprimiendo dentro de mí la omnipresente y omnipotente imagen de la polla de Aldo. Estoy casi sudando, como si hubiese tenido una contienda con él mismo en persona. Como Jacob y el ángel. Lo añoro, lo deseo. Por él y para él persisto en esta casa no exenta de peligros.
En los diarios de ayer, quitándole certeza e importancia, se insinuaba que había sido encontrado otro cadáver en la isla de San Pedro, en el extremo opuesto al Guetto. Un cadáver al parecer desconocido. Muerto de un solo cuchillazo. La sangre de la hoja que lo atravesó había sido limpiada en su propia ropa de alto precio. No era posible para mí evitar que algo me viniera a la mente… Nosotras, o las chicas sólo, sabemos quién era ese muerto: el representante de la Camorra que se había cargado, él mismo o por su orden, al de la 'Ndrangheta que asistiría al concilio in excelsis. Empleo esta expresión porque también asistiría a él una altísima personalidad eclesiástica.
¿Quiere decir que de nuevo se aplaza el consistorio? De mañana no debe pasar que llamemos aceptando la cena que suavice, con una innecesaria y lujosa máscara, estos crímenes… Yo no los llamo crímenes, por cierto, sino actos de justicia. Primero, porque los dos muertos bien muertos están; segundo, porque la mano ejecutora tiene el derecho a actuar como actúa. Ya quisiera yo ser utilizada por ella en más dulces gestiones. Supongo que vendrán.
No logro desechar de mi recuerdo una noche que pasó en un minuto. ¿Necesito decir que fue junto a Aldo? Yo, en la cama, lo veía pasear desnudo como siempre. Me venían a la cabeza los museos de Atenas, mientras lo escuchaba divagar sobre el lenguaje de las puñaladas.
– Hay que matar en frío -le había oído decir antes en alguna ocasión. Ahora reflexionaba, mirándome apenas, como si hablase sólo para sí. Como si recitara una lección que tenía que ser bien aprendida, antes de pasar a los ejercicios prácticos, una vez y otra vez-. El odio y la ferocidad son contraproducentes: debilitan la fuerza. La furia enloquecida de quien mata hace necesarias, al producir torpeza, muchas más puñaladas. Para eso es preferible matar de un solo tiro. Pero a mí no me gusta ese procedimiento: no me veo implicado, no lo asocio al ajusticiamiento. Un tiro se le puede pegar, desde lejos, a cualquiera. E incluso fallar, o equivocar el blanco. Utilizar las manos tiene algo más familiar, más benévolo dentro, pero ellas solas representan quizá un instrumento demasiado humano, como el marido que mata a su pareja: es él la propia arma asesina… A eso no hay que llegar. Hay maridos que primero apuñalan veinte o treinta veces, igual que si besaran o jodieran, y luego atropellan con el coche el cuerpo de su mujer ya agujereado, y continúan después apuñalándolo… El ensañamiento no me gusta. Me produce un escalofrío: odiar es malo. La demasiada rabia, la demasiada ira te implica hasta las trancas en la muerte… En una muerte que se pretende lenta, que el agresor observa y casi fotografía con el propósito de no olvidarla nunca. -Se detuvo un momento frente a mí. Era de pronto un profesor dando instrucciones, gesticulando con minuciosidad hasta hacerme olvidar casi, tan sólo casi, que hablaba en cueros-. Yo prefiero el arma blanca… Blanca: eso lo dice todo. Participar de cerca, acortar las distancias, acortar también la muerte en lo posible, pero que no sobrevenga desde lejos, que la víctima (no, no la víctima, el delincuente, el enemigo de todos) tome conciencia de lo que está pasando, y de que, a esa hora última, se le respeta un poco: más por la muerte que por él quizá… Como un verdugo honrado que cumple un honrado oficio en el nombre de todos… ¿Tú me entiendes?