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Entre nosotros, mujeres y hombres reyes de la creación, con tanta falsa ceremonia de bodas religiosas o civiles, de virginidades y de maternidades, antes de que empiece a joder la pareja, ya debe darse por jodida.

¿Y todavía hay quien dice que el tamaño no importa? Pues lo dirá con la boca chiquita y ante una polla más chiquita todavía. Por supuesto que importa. Pero no sólo porque una polla ha de actuar en espacios como la vulva y la vagina, eso es lo de menos; lo importante es que te ha de restallar en la mano y contra los pechos; y palparte los muslos; te ha de llenar la boca; te ha de deslumbrar los ojos, porque ojos que no ven corazón que no siente… ¿Qué hace un gorila con cuatro centímetros y medio de pene? Tirarse a otro gorila con otros tres centímetros. Mientras, la ballena azul exhibe sus tres metros, como sus dos metros los elefantes. A tal señor, tal honor… Una no está para andarse con nimiedades. Yo, por lo menos, he pasado esa edad. Si a un piojo se le supone un pene cincuenta veces mayor que él entero, y existe un pato de laguna argentino, que tiene ese instrumento siendo un ave, y cuando está en plena acción le mide tanto como su propio cuerpo, sólo las melindrosas hipócritas pueden, con una santurrona sonrisa, fingida y codiciosa, afirmar que no importa el tamaño… Si no fuese una acaparadora, que lo soy, las invitaría a contemplar el triunfal monolito erguido de Aldo para ver cómo se echaban a llorar mesándose los pelos. Del coño, por supuesto.

***

Me encontraba tan inquieta por no tener noticias que me dediqué esta tarde a abrir cajones, cajas, muebles, despensas y una alacena empotrada. Todo lo que hay en este piso que, de hecho, está sin habitar. Reconozco que no es cierto del todo, pero esa es la impresión que queremos que dé. No es que el de enfrente, donde las chicas siguen viviendo por no dejarme seduta e abbandonata, presente un aspecto de gran mansión vivida, pero sí tiene otro aire. Este mío es idéntico a un refugio de guerra donde uno se protege, sin ninguna garantía, de un bombardeo…

Cuando ya iba a desistir de encontrar algo con algún interés, tropecé, debajo de una estera y de una mesa, con una argolla bien incrustada en el parqué. La agarré fuerte y tiré hacia arriba. Me costó Dios y ayuda levantar lo que no sabía qué. Pero me compensó. Porque, conociendo la predilección de Aldo por las armas blancas, comprendí que en ese campo tampoco era racista. Encontré las suficientes armas de fuego como para abastecer a un ejército mediano. Ignoro si trafica con ellas, las usa o las cede a algún compañero para sus incursiones en el campo enemigo. Yo reconozco ser, en esa materia, una auténtica analfabeta, pero tuve la sensación de que muchas de aquellas piezas era la primera vez que las veía: no así, táctiles y brillantes, sino ni en ninguna película de guerra ya ni privada ya ni pública.

Con la primera de ellas en la mano, me vino a la memoria una frase que me dijo Aldo una noche para tranquilizarme: «Sé demasiado como para que alguien me haga daño: llevo en esta guerra mucho tiempo… Salvo que el daño sea la muerte, y ése no me preocupa.»

Veía en aquel arsenal, que se extendía más allá de lo que pude ver con la cabeza metida dentro del agujero, toda clase de armas cortas, escopetas y rifles -Magnum semiautomático del 22, leí-, que habían disminuido sus grandezas, recortados en el cañón y en la culata, supuse que para producir su efecto mortal a muy corta distancia. Vi granadas de mano (ésas sí las supe distinguir, porque en cierta ocasión sentí curiosidad y me informé), de fragmentación, más dañinas que una piara de rayos. En una caja, separadas, dos pistolas del 357 de seis tiros -me entretuve en examinarlas con minuciosidad-, y otras dos, con cañón de unas cuatro pulgadas. A una de las primeras se le notaba que le habían limado el mecanismo de disparo, lo que daba una pista de cuánto se encolerizaría con un mínimo roce del gatillo: no está ella para bromas… Y, esparcidos, otros aliados más o menos imaginables: bates de béisbol, desmontadores de neumáticos -o eso se me ocurrió nada más verlos-, rollos de cuerdas, alambres enrollados, de apariencia sencilla o espinosa, arcos y flechas, picos para hielo, destornilladores de todos los tamaños, limas muy empingorotadas, diversas clases de explosivos, ordenados paquetes de distintos venenos ingenuamente marcados con una calavera y las dos tibias…

Me juré a mí misma no hablar a Aldo de mi descubrimiento. Pero lo cierto es que entendí mejor su lema de que nada como un cuchillo para matar humanamente. Siempre que se sepa dónde asestar la cuchillada. Porque entre la hoja y la mano se produce una alianza fraternaclass="underline" lo comprobé, primero arrodillada aún, y luego ante el espejo. En los casos restantes se utiliza un instrumento sobrevenido, artificial y frío. Por mucho que -se ve con frecuencia en el cine- los vaqueros acaricien sus colts como si fuesen pechos de mujer, y los soben como a muñecos de peluche. Con un puñal o una navaja o un machete hay que adelantarse en el espacio y en el tiempo: buscas ganar con ellos una lucha. Con otras armas sólo se buscan muertos.

Me volví a prometer no mencionar ante Aldo el acerado polvorín. Pero no resistí la tentación, de dejarle, en medio de armería, una pequeña nota: «Ojalá todos estos aliados te ayuden siempre contra los facinerosos comensales.» No era necesaria mi firma.

Reordené la colección aproximadamente como la encontré. Y no había terminado la tarea, no tan sencilla como pueda creerse, cuando sonó mi móvil, cuyo número seguía desconociendo. Pensé con alegría: «Aldo me llama. ¡Por fin, Aldo me llama!»

– ¿Sí?

Después de unos segundos, habló una voz resbaladiza y sin matices.

– Señora Alarcón, cuando vea a Aldo Ucceli, dígale que entregue lo que sabe y a quien sabe, o que será hombre muerto.

– Hace ya mucho tiempo que no sé nada de él.

– Eso no es cosa nuestra.

«Cosa Nostra», pensé; la comunicación se había cortado. Era evidente que el teléfono no estaba ya tan virgen como Aldo imaginaba. Yo tenía confianza ciega en Aldo. Estaba convencida de su astucia, de su valor y su experiencia. Pero sentí un escalofrío de horror. No podía casi respirar… ¿Estábamos perdidos? Yo, a solas por lo menos, sí.

Después de una eternidad en que supe lo que sería el infierno si existiese, llegó Nadia. Le hablé entrecortada y torpemente de la llamada. En cuanto me abrazó, como una estúpida, me eché a llorar.

– Tranquila, Deyanira… No saben nada. No saben dónde estamos.

– Ni yo tampoco. Nosotras tampoco… O tú sí sabes.

– Hemos de obedecer lo que Aldo dijo.

– ¿A ciegas?

– Ésa es nuestra manera de acertar. Ahora mismo voy a llamar, en tu nombre, para aceptar la cena.

– ¿A quién vas a llamar? ¿No será todo una trampa, Nadia, todo, todo, todo?

– Los periódicos de hoy dan la noticia de que estás en Venecia. No creo que se atreviesen a darle publicidad si fuese su intención… -No concluyó la frase.

– A estas horas no encontrarás a nadie.

– Sí, a Arrigo Buonatesta. -Marcó un número después de consultar una tarjeta. Esperó un par de timbrazos-. ¿Señor Buonatesta? Le habla la secretaria de la señora Deyanira Alarcón. -Pronunciaba el italiano de un modo especialmente bello-. Le ha sido imposible decidirse hasta ahora. Estaba pendiente de una entrevista con su editor en Grecia, donde acaba de aparecer una novela suya… Sí, comprendo, comprendo… Precisamente para eso le llamo. La señora Alarcón estará encantada de aceptar esa cena que, a pesar de interrumpir su riguroso incógnito, le produce una gran satisfacción… Sí, sí, téngalo por seguro… Mañana o pasado se trasladará, ya sin temor a ser reconocida, al hotel Danieli. Hasta ahora estuvo en el anonimato para tomar notas sobre la ciudad, a la que tanto ama, con la tranquilidad imprescindible; pero a partir del día que decidan ustedes esa tranquilidad se verá interrumpida… Por amistad, naturalmente… ¿Qué noche será la de la cena? Perfecto. Pasado mañana a mediodía le telefonearé para que me lo confirme… No, no se moleste: yo lo haré… Soy Nadia Pettacci, para servirle, señor Buonatesta… El honor es para mí. Buenas noches.