Cortó la comunicación y se volvió hacia mí.
– Qué italiano tan bonito tienes cuando quieres -le dije.
– ¿Te estás pitorreando?
– No, apenas me he enterado de lo que hablabais… Ahora comprendo que, cuando lo chapurreas, es para que yo te entienda.
– Pero ¿qué es lo que dices, mala pécora? Si a ti te he hablado siempre ¡en español!
Ante su sorpresa, me eché a reír. Nadia, tras un segundo, me acompañó en la risa por lo menos. Eso nos ayudó a librarnos, aunque a mí no del todo, de la tensión que era casi insoportable. Luego preparó un par de rayas, para lo que tenía habilidad y concisión no siempre imparciales.
– Bianca no tardará. Ha ido, para preparar el campo, a ver tiendas y buscar vestuarios.
– ¿Y Aldo?
– Vendrá, vendrá, vendrá… No me pongas nerviosa… Pero más tarde. Vamos a preparar algo de cena.
– Si os queréis comer después lo que preparemos, mejor será que no intervenga yo.
– Pues haz de pinche y me das conversación. Anda, anda… Con eso te entretienes. -Nos dirigimos a la cocina-. ¿Qué has hecho toda la tarde?
– Escribir un poco en los puercos cuadernos escolares. Y esperar.
Comenzó a oírse caer la lluvia a raudales por un patio interior. Nadia iba y venía buscando en un armario.
– Me temo que Bianca va a llegar menos blanca que cuando se fue… Nunca lleva paraguas. Es tan presumida…
– Motivos tiene para serlo. -Nadia me miró sonriente para agradecerme el elogio como si se lo dirigiera a ella misma-. Y, por si fuera poco, qué valiente es la tía.
– Eso es más cierto de lo que tú crees. Si un día te contara…
– Cuéntame ahora, entre los pucheros, donde decía santa Teresa que andaba también Dios.
– No, ahora tenemos que concentrarnos en organizar el festín: estamos esperando a nuestros salvadores… Lo que ocurre es que no hay casi nada.
Y eso hicimos. Hasta que Nadia me pidió, algo más tarde de lo que yo había imaginado, que saliese de la cocina y no ayudase más.
– Por favor, por favor… Con tu ayuda tengo que estar a la defensiva.
Todo se complicó infinitamente más aún de lo que estaba. Hacía mucho que la tarde echó sus cierres y que se abrió la noche. Nadia, disimulando a la perfección sus nervios, se obligó a cenar para obligarme a mí. Lo hice a la fuerza, aunque ponderé, con buena educación, sus habilidades culinarias. Mi desasosiego se atenuó un poco ante su calma, creo que sólo aparente…
Pero de madrugada, cara a cara las dos, dentro de mí se produjo tal inquietud que me impedía casi respirar. Cerré los ojos. Era como si me invadiese una pesadilla pavorosa. De esas en que siempre surge algo más y más aterrador, y no puedes hacer nada por evitarlo como no sea despertar… Pero en esta ocasión, como no se trataba de un sueño verdadero, no cabía salir de él. Respiraba cada vez con mayor angustia y me oía respirar. Atravesaba campos enlodados y yermos, llenos de tumbas. Saltaba inverosímiles vallas que se transformaban en acantilados con un rugiente mar abajo, y el mar se transformaba en un pedregal erizado, y yo caía y me elevaba para ver con más fuerza, entre la lluvia y el espanto, entre aletazos de grandes aves… Se aceleraba mi respiración. Un peso insoportable me destrozaba el pecho… Tenía los ojos abiertos como platos y la sangre me caía a los pies, ante la mirada comprensiva de Nadia. Y oía su voz sabiendo que no me estaba hablando: «Cualquier tarea que emprendas confinará con la noche, que es la muerte. Y te despedirás con ella si la acabas… Y, si no la acabas, te despedirás de ella. A no ser que la tarea sea infinita. Como ésta, como ésta… Vivir es sólo eso: llegar hasta la muerte… Ahora.» Me sentía muerta de terror en las entrañas. Me dio un vuelco el estómago… Sólo una vez, en Lisboa, con LSD he tenido una experiencia tan desastrosa… Tuve que levantarme para vomitar. Nadia no hizo ni el menor comentario: sabía que no era una consecuencia de su cena. Desde el cuarto de baño la escuché.
– No me atrevo a telefonear a Bianca… Es horrible, pero no me atrevo. Temo que, si lo hago, empeoraré la situación que sea… y que tampoco me atrevo a imaginar.
Cuando volví, después de enjuagarme la boca, la encontré con la cabeza abatida entre las manos. Le besé el pelo. La sensación de limpieza y el discreto perfume, sin saber por qué, me obligaron a respirar con ritmo y sentí alivio.
– Creo que debemos esperar sin imaginar nada. Bianca y Aldo… -Comencé a decir, no sé por qué-.
– ¿Tú piensas que están juntos? ¿Por qué lo piensas? Ojalá fuera así.
Yo lo había dicho sin darme cuenta, pero me apunté velozmente a esa idea, que nos beneficiaba a todos.
– Bianca y Aldo. -Repetí una y otra vez sin cesar sin dejar de acariciarle el pelo-. Bianca y Aldo son demasiado fuertes. Convéncete.
No me creo capaz de reflejar en este papelajo todo el espanto que me sacudía. No cabría en él. Además prefiero no intentarlo. Me temblaban las manos. Sentía una tirantez dolorosa en las mandíbulas; una vez que me senté, fui ya incapaz de levantarme; tenía que permanecer con los ojos abiertos porque, si los cerraba, las visiones de muerte eran más explícitas y más irrevocables. Aun ahora, aun ahora…
No habíamos corrido las cortinas de las ventanas. Sólo quedaba encendida la luz del pequeño pasillo que daba a la cocina. La penumbra se había vuelto casi oscuridad total. Más tarde, no sé cuánto más tarde, empezó a clarear con una imperceptible lentitud. Ni Nadia ni yo hablábamos. Una tiniebla amortiguada, ni siquiera una luz incipiente, se posó sobre el alféizar de la ventana izquierda… Miré a Nadia, y me estaba mirando. ¿Qué había sucedido después de tantas horas? ¿Cómo habían pasado, tan largas, tan deprisa?
De pronto, sin motivo, nos erguimos las dos. Sé que el mínimo ruido que hizo, al abrirse, la puerta, vino luego. Yo creo que fue el segundo más largo de mi vida. En realidad, creo que mi vida entera cupo allí. Pensé, si es que a eso puede llamarse pensar, que me había pasado la vida reflexionando sobre la vida, imaginándola y escribiendo sobre ella en lugar de vivirla… Ahora estaba a punto de morir.
Cuando vi entrar, despacio, juntos, a Aldo y a Bianca, que era sostenida por él y cojeaba, supe lo que es la intensidad que se llama estar viva.
No sé cómo, si saltando o volando, nos encontramos abrazados, primero, Aldo y yo, y Nadia y Bianca. Luego los cuatro juntos, sin hablar. Por fin, Nadia y yo conseguimos llorar. Pero muy poco. De alegría, o no sé… En realidad, para llorar como es debido, se necesita alguien que te consuele. Hacía un minuto, ni Nadia ni yo estábamos para consuelos mutuos.
– ¿Habéis cenado? -Dijo de pronto Nadia estropeando intempestivamente la escena. Los cuatro rompimos a reír o algo así: eran los nervios sólo. Aldo y yo, mirándonos, comenzamos a hablar al mismo tiempo. Y al mismo tiempo nos detuvimos.
– Habla primero tú -dijo él con una claridad y una paz mayores que nunca en los ojos.
– Los teléfonos no eran tan vírgenes como tú creías.
– Suele pasar en estos casos. La virginidad es sólo una vana esperanza de los recién casados… ¿Te ha llamado alguien?
Le conté el bonito recado que había transmitido la voz anónima para él.
– Esta gente tiene armas invisibles. Quizá sean las peores… Más que nunca se hace necesaria ahora tu asistencia a esa cena.
– Ya está a medias concertada -intervino Nadia. Y luego Bianca, con una extraña excitación: