Bianca, con un asomo de malicia en la voz y muy mala intención, concluyó el relato:
– Uno de ellos no estaba nada mal… El otro era un desecho de tienta -me miró-. ¿No lo decís así?
Nadia preguntó estremecida.
– Entonces, ¿te violaron?
– Qué grandilocuente eres, hija… Estábamos en ello cuando apareció Aldo… -La sacudió por los hombros y gritó-. Lo que importa es que ahora estoy aquí. ¡Vivita y coleando!.
Me miró. Yo me mordí los labios y moví de un lado a otro la cabeza: no encontré mejor forma de manifestar mi admiración:
– Vivita y coleando, qué castiza eres. Ole tus huevos, niña. -La abracé con todas mis fuerzas. Tuve la impresión de que le hacía un poco de daño: llovía sobre mojado, otra frase hecha-. Perdona, bonita -le murmuré al oído-: en el fondo, te envidio… Eso sí que es vivir la vida, no inventársela. -Nadia había salido y volvió con unos vasos, whisky, hielo y agua-. El mío, con coca-cola.
– Pues ve tú a buscártela.
Me sustituyó junto a Bianca. Aldo estaba alegre, o por lo menos lo aparentaba, y guapísimo de la muerte. Tardé un segundo en regresar. Levantamos los vasos y brindamos. Todos sabíamos por qué.
– Antes de que estas mujeronas se vayan a descansar -ya entraba la luz, aún de puntillas, por las ventanas-, que bien se lo merecen, tengo que deciros un par de cosas. Como escribiría nuestra novelista, se han desencadenado los acontecimientos. -Yo me hice la ofendida.
– Ni soy novelista, ni os merecéis salir jamás en ninguna novela, ni se me ocurriría escribir esa frase en mi vida.
Aldo frunció los labios en un beso y continuó.
– En tres días tenemos que aclarar algunas cosas todavía en penumbra. En la madrugada siguiente a tu cena en el Lido, daré una nota a los medios de comunicación, relatándolo todo. Y adjuntaré unas ilustraciones fehacientes: las fotografías por las que me amenazan. Se descubrirá enterito el pastel -Me sonrió-. Hoy estamos hablando con frases de tu tierra, ¡viva España! -Ahora fui yo la que frunció los labios y le soplé un beso-. Hasta entonces, tendremos que sobrevivir como podamos. Nadia, tú y Deyanira tenéis ya reservada la suite en el Danieli. Desde mañana mismo. Y llegaré, o eso espero, en la madrugada de la noche de la cena. Me gustaría compartir contigo -me acechaban sus ojos con un brillo entre la guasa y el deseo- una noche de lujo: creo que nos la merecemos.
– ¿Y qué será de Bianca?
– No le conviene que la asocien ni con vosotras ni conmigo.
– Pero casi todos saben que somos íntimas amigas.
– Es que a ti ahora tampoco te conviene insistir sobre eso… Esa misma mañana saldremos los cuatro de Venecia. Rumbo desconocido. Hay que darle un descanso a la gente. El carnaval está ahí: eso los distraerá.
Nadia insistió:
– ¿Pero hasta entonces, Bianca…? Aquí sola…
– Bianca se quedará en la discoteca. El encargado es buen amigo mío. Y suyo.
– ¿Será un sitio seguro?
– Las oficinas, sí. Tampoco va a actuar de streeper… Que no os llame ella a vosotras al hotel; siempre la llamaréis vosotras a ella. Yo estaré muy pendiente, no te preocupes… Quizá incluso estaré allí mismo: ya veré. La noche de la junta general en el Danieli, la llevaré conmigo y con una maleta. Vosotras dos llevaos el equipaje que creáis necesario. Pero tampoco tratéis de conectar conmigo. Si tengo algo repentino o urgente que comunicaros telefonearé yo. Diré que soy, perdón, Deyanira, tu marido Gabriel Roelas. Total, por unas cuantas veces…
– ¿Nada más? Yo tenía otros proyectos…
Le guiñé. Aldo puso la mano sobre mi hombro, y se dirigió a las chicas:
– Tú, Bianca, dile a Nadia a qué tienda deberán ir mañana a vestirse de reinas… Y ahora, para terminar con las frases hechas españolas, cada mochuelo a su olivo.
– Tú debes de haber blanqueado más dinero en Marbella de lo que yo pensaba, sinvergüenza: qué perfección de idioma… ¿Cuál es tu olivo, búho?
No sé de qué manera volvió todo a su ser. Ésa era la principal virtud de Aldo: serenar. Los cuatro, aunque cada uno con su alma en su almario (carajo, otra frasecita), sonreímos.
Las muchachas, después de besarnos entre suspiros bastante comprensibles, salieron al rellano y las vimos entrar en el apartamento de enfrente.
– Hoy, ya no puedo decir esta noche siquiera -la luz se reflejaba contra los cristales de las ventanas que Aldo cubrió con las cortinas, bastante cutres por cierto-, hoy seré incapaz de hacer sexo contigo, Aldo… He estado todo el día en un ay, tan aterrada, y ahora tan aturdida… Un exceso de emociones para una pobre y recatada vieja… -Sin que yo viera cómo, él ya se había desnudado. Desde su altura, bollándole los ojos como dos flores de achicoria al sol, me observaba muy serio, indagaba en mí-. No me mires, por favor. No me gusta que me miren cuando estoy desnudándome. Yo lo hago como todo el mundo; tú, aprietas un resorte y se te cae la ropa y se te levanta la alabarda.
– Has dicho que te miren: ¿así, en plural?
Apenas se acercó y yo estaba vencida. En lugar de la paz, pedía la guerra:
– ¿Por qué no me ayudas a desnudarme tú? Con tu experiencia… -Comenzó a hacerlo-. Me haces pasar unos días terribles.
– ¿En qué sentido? -Me provocaba.
– En el peor.
– ¿Y las noches?
– También.
– ¿En qué sentido? -me susurró en la boca. Yo ya me había metido debajo del cobertor, y tiré de él, digo del cobertor, hasta mi barbilla. Aldo se tendió al lado mío: Dios, cuánta hermosura junta.
– ¿En qué sentido? -repitió a mi oído-. ¿En qué sentido?, di.
– Sólo quiero que me abraces. Acurrucarme junto a ti y que me contagies tu serenidad. Que me des paz… Estoy temblando. -Me vino al recuerdo otro día, en la Giudecca, en que también temblaba.
Me abrazó con más miramiento que nunca. Sus manos, como las de un taumaturgo, me dieron lo que acababa de pedirle. Dejé de temblar. Y sentí la dureza de Aldo contra mi cadera. Respiré, o suspiré. Se crisparon mis pechos. Mi pelvis fue en busca de la suya. Su lengua entró en mi boca con una autoridad no mucho más suave que la que empleó él para entrar en el cuartucho de San Rocco… ¿Qué podía oponer yo a invasión semejante?
– Esto te calmará -murmuró al oído- más que cualquier palabra. Estoy aquí. Contigo. -Tomó mi mano y la llevó a su polla-. ¿Lo ves? Soy yo. ¿Me reconoces? Y te quiero: en tu mano tienes la prueba… Hoy me merezco todo lo que me des.
Y yo se lo di todo. ¿Qué iba a hacer? ¿Cabía otra posibilidad? Como nunca. Es decir, como siempre.
Después me adormilé. Aún no había salido Aldo de mí, y me quedé dormida. Misteriosamente soñé la misma pesadilla que había tenido despierta hace unas horas. Todo era en ella dolor y más dolor, despeñamiento y muerte… Grité. No sé si grité para despertarme o me despertó el grito… La proximidad de Aldo, tan poderosa, tan convincente, tan sosegadora, sin necesidad de una sola palabra, me persuadió de que nada sucedía, de que estaba en mi casa, de que había llegado ya donde se me esperaba, de que estaba bien todo… De que todo estaba como debía estar y donde debía estar. Como un relámpago que huye, cruzó por mi mente la imagen de Irene Lyttra intimidándome…