Cuando me desperté de nuevo, Aldo salía de la ducha. Desnudo, claro. ¿Qué podía yo hacer contra ese disparate?
– Tardo minuto y medio en ducharme.
Él me detuvo contra la cama: parecía sólo un gesto y era una orden divina:
– No es preciso.
– ¿Te vas? ¿Ya?
– No sin darte los buenos días. -Se tumbó sobre mí después de descubrirme y con un leve movimiento de su cuerpo me colocó sobre él-. El agua estaba tibia. Y tú también… -Sentí su aliento en mi oreja. Tiró de mí hacia arriba como si fuese lo mismo que una pluma, sin esfuerzo ninguno. Me besó en la boca sin ninguna prisa. Luego me hizo girar-. ¿Está tu colmena llena de miel? -Posó su mano en mi sexo, lo abrió, sus labios dialogaron con mis labios secretos, me sentí acariciada hasta el alma… Mi boca dialogó con su sexo:
– Sí, y tu vara de nardo ya está en flor y perfuma.
Pensé: «Qué cursi soy, quién me lo iba a decir.» Pero ya no importaba. Me halagaba sin palabras su lengua en el rincón más mío. El olor de su nardo me salpicó la frente. Lo bebí a grandes sorbos… Somos ingenuos cuando opinamos de un polvo que ha sido insuperable.
Voraz y ahíta, sin abrir los ojos, oyéndole moverse, imaginando el roce de las telas con su cuerpo, envidiando ese roce, me quejaba con un tono infanticlass="underline"
– ¿Cuándo llegará el día en que, a media mañana, pueda traerte un desayuno, surtido y abundante, a la cama o a una mesa muy próxima, y te diga: «Aldo, arriba, vago, a desayunar», y podamos tomarnos una taza grande de café con leche, como una pareja de burgueses bien avenidos, y un trozo de ensaimada mallorquina por ejemplo, o un cruasán bien crujiente…? ¿Tú tomas pomelo o zumo de naranja? No, tú tomarás papaya, como si lo viera… Así funciona todo… Toda mi vida la reduciría a hacer cada mañana un desayuno para dos…
Abrí los ojos. Aldo se había ido ya.
La última boutique en la que Bianca estuvo se veía entera desde la calle. Nadia y yo nos miramos extrañadas. Pensábamos lo mismo: aquello era un cuchitril, aunque bien ordenado y vestido de gala. En las paredes, unos nichos rectangulares exhibían elegantes accesorios. Al fondo, bajo el hueco de una escalera casi vertical y mínima, un mostrador mínimo también, de cristal y alargado, con joyas y collares de Murano. En el local cabríamos, sin excesiva holgura, nosotras dos, una señora joven con indiferente aspecto de dueña, y otra más joven, con el de dependienta.
Entramos sin muchas perspectivas de encontrar lo que buscábamos. Quizá Bianca no estaba para dar direcciones: ¿se había equivocado? Tampoco parecía que aquella tienda gozara de una exagerada clientela. Al principio, dudamos.
– ¿Qué te parece? ¿Entramos? -La total discreción de aquel lugar empezó a seducirme.
– Sí, ¿por qué no? Yo confío en Bianca para estos menesteres.
– Yo confiaría en ella, si fuese tú, para todos.
Nos saludó la dueña:
– ¿Son ustedes las señoras que hace un par de días nos anunció una amiga? -No esperó la respuesta-. Síganme, por favor.
Subimos por la estricta escalera. La planta a que accedimos era extensa, de suelo y techo blancos, vacía, salvo dos sillones blancos también de un simple e implacable diseño. Las paredes, cubiertas del todo con espejos. Los que cubrían la de la derecha eran corredizos. Ocultaban un espléndido ropero. Nadia y yo volvimos a mirarnos con gesto aprobatorio.
– Deseaban dos vestidos de noche, ¿no es verdad? Echen una ojeada, una primera ojeada, a ver si encuentran algo de su gusto.
Cuando el espejo terminó de deslizarse a la izquierda, dejó ver una veintena de trajes largos hechos de telas ricas: damascos, tisúes, glasés, moarés, gruesas sedas lisas o bordadas… Parecía el vestidor del harén de un sultán. Casi tuvimos que parpadear, como si nos cegase tal riqueza, iluminada desde arriba. Se hizo un silencio de curiosidad. Apenas había pasado un minuto cuando yo di un paso hacia adelante, alargué la mano y señalé un vestido que, a primera vista, parecía el más sencillo. Colgaba de una percha enguatada y plateada. La dueña, con cuidado, como si se tratara de una alhaja, lo descolgó sonriendo.
– Una vista certera y rápida, señora… ¿Puedo preguntarle por qué se ha decidido tan deprisa?
– ¿Puedo preguntarle yo por qué sabe que me he decidido?
– Tiene usted una mano derecha demasiado expresiva: no induce a confusión.
Yo sonreí para corresponder a su sonrisa.
– Me decidió el color. Es exactamente el de la flor de la achicoria silvestre.
– Nunca he visto una clienta como usted. Ni el color del vestido ni su rapidez al elegirlo son nada frecuentes… Ojalá le esté bien. Hablo de las medidas. Al color de su piel le va, por descontado.
– También lo espero yo… Es un color que me llena la cabeza de recuerdos y me trae buena suerte.
– ¿Lo probamos entonces?
Era un tejido de seda espesa. Su caída y los pliegues que formaban no requerían ningún adorno; más bien lo rechazaban. No tenía mangas. Sólo un enorme escote de barco. Pensé si no sería para mi cuerpo, del que de pronto me avergonzaba, demasiado barco. Me volví hacia Nadia y le pregunté en español con voz desalentada:
– ¿Me ves tú a mí con estas escaseces superiores?
– Pues claro que te veo y te veré más todavía. -Se rió la muy sinvergüenza-. Cuando una mujer tiene tu experiencia y tu olfato, no se equivoca nunca al elegir. Cuando además tiene tu cuerpo.
La dueña, que dijo llamarse Claudia Aldobrandi, me acompañó a un pequeño probador, cuya puertecita, también cubierta de espejo, estaba entre la desembocadura de la escalera y el ropero. Me ayudó, sin un gesto de más, a desvestirme. Yo llevaba un traje de chaqueta gris en todos los sentidos. Ella, con una acostumbrada soltura, recogió el elegante y sucinto vestido achicoria, y lo pasó, sin rozarme el pelo, por mi cabeza.
– Cierre ahora los ojos, hágame el favor. -Durante unos instantes, muy pocos, colocó, alisó, plegó, prendió algo en la cintura-. Ábralos ya.
Yo habría dicho que aquello que tenía delante de mis narices no era un espejo que me reflejaba, sino un cuadro en que un pintor de Corte había retratado a una dama desconocida para mí y suntuosa. Que conste que no me gusta nada presumir, y no lo hago. El milagro se reducía a la tela: a la calidad, al corte y al color de la tela. Ya un pequeño pliegue, a la izquierda de la cintura, que se abría al caer y acababa descansando en el suelo. Los brazos y los hombros al aire y el pecho entero a punto de estarlo no desentonaban del majestuoso conjunto. Estaba abstraída, pero oí a la dueña:
– Tiene usted y lo sabe, señora, una percha perfecta… Yo no me atrevería, después de verla, a ofrecerle otra robe.
Acaricié, emocionada por el contraste con un pasado del que no hablaría, la seda que brillaba sutilmente, con la misma exquisita timidez de la flor cuyo matiz llevaba. Comprendí que, como algunas otras cosas, aquel traje me había estado esperando. Sólo pensé por qué no lo habría encontrado mucho antes. Quizá no me lo merecía. Giré despacio.
– Este vestido, permítame que la llame amiga mía, nadie se lo ha probado antes que usted. Es usted quien lo estrena. Rigurosamente. Más aún, es usted la primera señora que se ha fijado en él.
– Le juro que la creo -murmuré en voz muy baja.
Salimos al salón donde aguardaba Nadia, de espaldas, inspeccionando otras maravillas, segura yo de que ninguna se parecía a la que llevaba yo ya puesta. Avancé por el espacio blanco y vacío que los enormes espejos ampliaban. Y me acerqué muy despacio a ella, que se había vuelto ya… Vi cómo se llevaba una mano a la boca; vi sus ojos sorprendidos y luego, al mover la cabeza, su admiración. Abrió los brazos con los dedos de las dos manos juntos, a la italiana, en un gesto que todo lo decía. Después, sorprendentemente, rompió a aplaudir. Yo saludé lo mismo que una diva. Me eché a reír: