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Oyéndola hablar y viéndola volver luego con los ojos húmedos, después de fingir buen humor por teléfono, recordaba la letra de una canción muy bella, que hace poco escuché: «La lontananza sai é come il vento, che spegne l'amore piccolo e ac-cende quetto grande…»

Cuando se me ha acercado ahora mismo, he cubierto en broma esta miserable libreta escolar con la mano como para evitar que la leyera, y le he dado un beso. Ella me ha comprendido y ha hecho un puchero, como una niña chica. Y a la vez sonreía. Estoy segura de que soy una pobre discapacitada: ahora me ha dado por querer a todo el mundo. Menos a los de la cena de esta noche, claro.

En todo caso continúo pensando que la vida es una sucesión de fracasos. Por eso, cuando viene con un éxito o te entrega un regalo, hay que bebérsela de un sorbo.

Por lo visto, es la hora de empezar a vestirse. A decorarse, diría yo. Es la única vez que la primera actriz -esta noche lo soy- va a presentarse ante su público con todo el decorado puesto encima. Qué trabajera…

Me he acordado de que en cierta ocasión escribí: «Sólo puedo elegir entre lo que no tengo», y he estado a punto de hacer pucheros como Nadia. Si seré tarada… Ahora precisamente que lo tengo todo: un amor que me invade, que me hace vivir y me aniquila, y hasta un espléndido traje del color que me protege. Aunque sea sólo para que él me lo quite. Qué bien va a salir todo.

Le he pedido, por si las moscas, a Nadia, que nos prepare unas rayitas. No dejo de admirar cuánta maña se da y qué pulso tan bueno. El otro día me regaló Aldo un esnifador muy cómodo y muy práctico.

– Es de acero inoxidable, ¿verdad? -le pregunté.

– No, es de calamina. De vez en cuando, límpialo… Y límpiate ahora las narices también. No, mejor deja que te las limpie yo.

Me las lamió porque tenía algo de polvo en ellas. Mambrú, mi perrillo, me las lamía así… De todas formas, nunca habría dicho yo que la calamina tenía este aspecto. Siempre se aprende algo. Hasta drogándose.

Nos hemos duchado. Nos hemos maquillado. Nos hemos puesto ropa interior limpia. Y nos hemos revestido como los curas que van a decir misa.

– ¿Estás ya, Nadia?

– Más o menos… ¿Quieres que te eche una mano?

– Depende de adonde.

Hablábamos a voces, de su cuarto al mío. Me ha dado apuro, no nos fueran a oír. Aunque aquí se nos respeta, quizá en exceso. Quien haya encargado la reserva, y anunciado la cena-homenaje, ha debido de ser muy expresivo. Me asegura Nadia que mi nombre impone mucho… ¿Con qué intención creerá la ingenua que me lo puse yo? ¿Dónde iba llamándome Asun Moreno Morales? Si hubiera sido Asumpta por lo menos… Qué duro es nuestro idioma: Concceta, Concepción; Anunciatta, Anunciación, y todo por el estilo… Una conocida mía de Granada tenía a su servicio dos doncellas, Angustias y Martirio. «Menos mal», decía, «que la cocinera se llama Consuelo». Aquí sería Consolazione, supongo, que dura un poco más.

Veo entrar a Nadia entre sus verdes. La Cappuccetto viene deslumbrante. ¿A que le va a fastidiar el show a su señora?

***

Qué pesadita se me ha hecho la cena. Yo me temía una murga, pero ha sido peor: el punto de mira era yo, y también la diana. Lo cierto es que pensaba que, en cualquier momento, se iban a poner todos a tirar al blanco. Nadia, que estaba frente a mí en una mesa muy larga y muy estrecha, me decía que sí con la cabeza. No sé a qué venían las afirmaciones. Supongo que con el fin de animarme. Y el caso es que yo estaba animada, pero harta, desde el primer minuto, deseando volver. Hasta el peor hotel del mundo, hasta la peor posada puede transformarse en tu casa si se te espera allí o si tú tienes que esperar allí a alguien.

Ahora todo ha acabado. Para llenar el desierto que supone la ausencia de Aldo y Bianca, me pongo a escribir esto como quien se refugia en un oasis. Un oasis que no es ya, por fin, un espejismo.

Vinieron a buscarnos en un vaporetto pequeño y entoldado. El señor Buonatesta, al que ya no sabía si llamar Arrigo a Ambiguo, y alguien, el señor Donatti, de la municipalidad o cosa así.

El trayecto fue corto. Yo pensaba, entre sonrisa y sonrisa, que, si aquello naufragaba, Nadia y yo nos quedaríamos flotando con los trajes de gala. Por lo menos hasta que se empaparan. Porque entonces sí que no nos salvarían ni la paz ni la caridad.

– He oído hablar tanto de usted… -comenzó a decir Donatti nada más presentarnos.

– Espero que no tenga usted demasiado buen oído: no siempre lo que se dice es halagüeño.

Lo de halagüeño se lo tradujo Nadia. Yo tropecé con la mirada del Buonatesta, que fue terrible. Me imagino que les tenía miedo a mis gracietas. Por si acaso, traté de tranquilizarlo con una sonrisilla. Que le había impactado con mi cambio de ropa era evidente: no quería fastidiarlo todo ahora jugando a la ingeniosa. Hice el firme propósito de hacerme la tonta, pero es que no me sale. Y menos esta noche… En cualquier caso, él no perdió el tiempo:

– ¿Trae usted algo para nosotros, Deyanira? ¿Recuerda lo que al final hablamos?

– La noche es larga, Buonatesta. Y una noche como la de hoy merece celebrarse.

– ¿Luego tendremos algún pretexto especial para celebrarla?

– ¿Le parezco yo poco? -dije coqueteando.

– ¿A cuerpo limpio, o con algún recado encima?

– Descuide: siempre me ducho antes de acicalarme. -Bajé la voz, como si se lo reprochara-. No se preocupe más… ¿Qué pensará Donatti?

– Exactamente igual que yo.

Nos esperaban en el embarcadero del hotel o del restaurante de la cena un grupo mayor de lo que imaginaba. Señores vestidos como nuestros dos acompañantes, con esmóquines negros y pajaritas no siempre de ese color, y sus respectivas mujeres o parejas: no todas maravillosas, claro está, pero sí todas más alhajadas que nosotras. Yo iba sencillamente con el cuello en pompa (y muchísimo más que el cuello, según comprobé por las miradas de unos y otras), las orejas y los dedos sin ningún aderezo… No sé por qué, me asaltó una preocupación: el broche prestado por la Aldobrandi, que me recogía el pelo en un moño alto para exhibir la nuca (la tengo bonita según dicen; nunca he conseguido vérmela como Giovannin senzapaura, y mira que me he empeñado), debería haber tenido aguamarinas en lugar de amatistas. No me acuerdo si la amatista tiene o no buena suerte, pero algo tiene. Puede que sea benéfica, porque una vez, con motivo de un premio, o quizá era ése el premio, me dieron una geoda con ellas. ¿O no eran amatistas y eran cuarzos violetas? Ahora no estoy para puntualizar… Quizá haya bebido demasiado para no venirme a menos. Cuando hay gente delante que sé que no me quiere, desconfío de mí. Es decir, desconfío casi siempre que no está Aldo…

Lo que sí puedo decir, con total certidumbre, es que no me enteré de quién era nadie ni de lo que pintaba en el evento… Evento, qué categoría le da a todo ese término. Y más que a nada, a una cena interminable… Estuve tan gentil y educada con todos… Y pronuncié tan mal el italiano, que en lugar de parecer que cantaba ópera como ellos, parecía haber descendido a la opereta, o a la pura zarzuela: de mariscos, y quizá no muy frescos. Pero comprobé casi en seguida que de ese modo les hacía más gracia. Los italianos prefieren que los otros sean más tontos que ellos: si los ven superiores, los compadecen desde demasiado arriba. A los tontitos, pobres, los ayudan: eso los ratifica en la excelente opinión en que se autoconfirman. (Menos mal que Aldo no leerá nunca esto: yo quedaría como la Perejila. Por eso añadiré que los españoles nos parecemos, en este punto, a ellos como un huevo a otro huevo. En qué huevos estaré yo pensando…)