– ¿Entonces ya estás preparado? -me pregunta al pararnos en el pasillo.
– Eso creo -respondo, con los ojos clavados en el suelo.
– ¿Seguro que no necesitas nada más?
– Creo que todo irá perfectamente -digo, negando con la cabeza.
– Supongo que te veré en la oficina de Trey -añade Nora.
– ¿Cómo?
– Ése es el plan, ¿no? Yo vuelvo y controlo a los del Servicio Secreto y después nos reunimos en el despacho de Trey.
– Ah, ya. Ése es el plan -digo tratando de sonar animoso. Me giro porque no puedo mirarla más. Mejor marcharse.
– ¿Estás seguro de que no quieres explicarme lo que andas buscando? -me pregunta, vacilante.
– No sé si sería sensato hablar de eso aquí.
– No, tienes razón -mira alrededor, observando el pasillo vacío-. Alguien podría oírnos.
Muevo la cabeza para asentir.
– Buena suerte -me dice tendiéndome la mano.
Yo alargo la mía y nuestros dedos se entrelazan. Antes de que pueda reaccionar, Nora tira de mí y aprieta sus labios contra los míos. Abro la boca y pruebo una última vez su sabor. Es como canela con un toque de brandy. Me coge por la nuca y sus uñas acarician los cabellos muy cortos del cuello. Sus pechos se aprietan contra mi torso; el mundo entero deja de existir. Y una vez más recuerdo por qué Nora Hartson te obnubila por completo.
Cuando por fin me suelta, se enjuga los ojos. Sus labios temblorosos están ligeramente entreabiertos y se coloca, nerviosa, un mechón suelto de pelo detrás de la oreja. Una fina arruga se extiende por su frente, la expresión dolorida de su rostro es la misma que la noche que nos separaron. Sus ojos de lo-he-visto-todo luchan por contener las lágrimas.
– ¿Estás bien? -le pregunto.
– Dime sólo que confías en mí.
– Nora, yo…
– ¡Dímelo! -me ruega mientras una lágrima rueda por su mejilla-. Por favor, Michael. Sólo dime esas palabras.
Vuelvo a cogerle la mano otra vez.
– Siempre he confiado en ti.
No puede impedir que le aflore la sonrisa.
– Gracias. -Se limpia los ojos, cuadra los hombros y vuelve a ponerse la máscara-. El reloj corre, bonito. Te veré luego en el despacho de Trey.
– Allí voy -le replico con voz arrastrada.
Se besa la punta de los dedos y me los posa en la mejilla.
– Deja de preocuparte. Todo saldrá bien.
Sin una palabra más, vuelve a meterse en el coche y se dirige a la rampa de carga.
Yo me doy la vuelta y corro hacia la escalera. No mires atrás, eso no te ayudará.
Corro escaleras arriba con el camino despejado hacia la oficina de Trey. En el momento en que Nora se va, sin embargo, me vuelvo rápidamente y bajo los escalones. Mentirle me ha provocado un pinchazo en el estómago, pero si le hubiera dicho la verdad nunca me hubiera ayudado a entrar.
Al bajar a toda prisa hacia el sótano del edificio, la caja de la escalera se estrecha, el techo es más bajo, y empiezo a sudar. Como no hay ventanas, ni una sola toma de aire acondicionado a la vista, los pasillos del sótano están por lo menos a quince grados más de temperatura que el resto del EAOE.
Paso corriendo junto al hormigón ajado, que ahora es como una sauna subterránea, me quito la chaqueta y me arremango. Tengo que agacharme para no darme con la cabeza contra las tuberías, cables y conducciones de calefacción que cuelgan del techo, pero eso no me frena. No, cuando estoy tan cerca.
Cuando murió Caroline, todos sus archivos de importancia fueron confiscados por el FBI. El resto lo trajeron aquí: sala 018, una de las muchas zonas de almacenamiento de que dispone la Gerencia de Archivos. Como ratas burocráticas de la Sección Ejecutiva que son, catalogan hasta el último documento emitido por la Administración. Un trabajo para bobos desde cualquier punto de vista.
Giro la manilla, entro y veo que están a la altura de su reputación. Del suelo al techo, pilas de cajas archivadoras.
Voy sorteando pilas por estas catacumbas de cartón hacia el fondo de la sala. Las cajas siguen y siguen. Cada una tiene en un costado el nombre de un funcionario. Anderson, Arden, Augustino… Sigo el alfabeto hacia la derecha. Debe de estar más bien hacia atrás. A mis espaldas oigo que la puerta se cierra de golpe. Las luces fluorescentes se estremecen con el impacto. Ya no estoy solo.
– ¿Quién está ahí? -ladra una voz masculina que se acerca por el laberinto de cartón.
Me tiro al suelo, las palmas de las manos apoyadas en el terrazo.
– ¿Qué demonios anda haciendo usted aquí? -pregunta cuando me giro.
– Yo… -abro la boca pero el sonido no sale.
– Tiene usted tres segundos como máximo para explicarme por qué no debo coger el teléfono y llamar a Seguridad, y no me dé ninguna excusa tonta como que se ha perdido o algo igualmente insultante.
En cuanto veo el bigote recto, reconozco a Al Rudall. Un verdadero caballero del sur que se niega a tratar con personajes de nivel inferior, bien conocido por su afición a las mujeres y su manía a los abogados. Cuando nos llegaba algún exhorto y necesitábamos reunir papeles antiguos, solíamos asegurarnos de que las peticiones de documentos llevaran siempre al pie la firma de alguna mujer importante. Teniendo en cuenta que no nos habíamos conocido y combinándolo con el cromosoma Y que aparece en mis genes, comprendí que no iba a autorizarme a permanecer en aquella sala. Por suerte para mí, sin embargo, sé cuál es su criptonita.
– No pasa nada -dice Pam, saliendo de detrás de Al-. Viene conmigo.
CAPÍTULO 38
En menos de diez minutos, Pam y yo estamos sentados al fondo de la sala con catorce cajas de documentos de Caroline esparcidos por el suelo ante nosotros. Hizo falta un rimero de garantías para convencer a Al de que nos dejara echarles un vistazo, pero como Pam es la nueva celadora de esos archivos, no había mucho margen para discutir. Es parte de su trabajo.
– Gracias otra vez, Pam -le digo, levantando la vista de los papeles.
– No tiene importancia -responde con frialdad y negándose a encontrar mi mirada.
Tiene absoluto derecho a estar enfadada. Está poniendo en peligro su puesto de trabajo al hacer esto.
– Lo digo de verdad, Pam. No podía…
– Mira, Michael, la única razón por la que hago esto es porque creo que te han dado una puñalada. Todo lo demás son imaginaciones tuyas.
Me aparto otra vez y me quedo callado.
Voy pasando los documentos rodeado de los despojos de tres años de trabajo de Caroline. En cada carpeta, lo mismo: una hoja tras otra de notas de vete-con-cuidado y avisos archivados. Ninguno que cambiara el mundo, sólo papel malgastado. Por de prisa que los vaya pasando, siguen y siguen. Documento tras documento tras documento tras documento. Me enjugo el sudor de la frente y pongo la caja a un lado.
– Esto no servirá de nada -digo, ya nervioso.
– ¿Qué quieres decir?
– Mirar todas estas hojas nos llevará una eternidad, y Al no nos ha dado más que quince minutos para verlo. No me importa lo que dijera, sabe que pasa algo.
– ¿Tienes alguna idea mejor?
– Alfabético -exclamo-. ¿En qué letra crees que lo archivaría?
– Yo pongo los míos en la E de Ética.
Contemplo las carpetas amarillas de mi caja. La primera está rotulada «Administración». La última es «Boletines».
– Tengo la A y la B -digo.
Al ver que ella tiene de la B a la C, Pam se mueve de rodillas hasta la caja siguiente y le quita la tapa de cartón. Desde «Drogas (análisis)» a «Federal (registro)».
– ¡Aquí! -exclama.
Me levanto de un salto. Me inclino sobre el hombro de Pam y observo cómo va pasando las carpetas: «Empleados»…, «EEO»…, «Federal (diagramas)». No hay «Ética».
– Tal vez la cogiera el FBI -me sugiere Pam.
– Si fuera así, lo sabríamos. Tiene que estar por aquí en algún sitio.
Se siente tentada a discutir, pero sabe que me estoy quedando sin opciones.
– ¿En qué otra letra podría estar?
– No sé -dice Pam-. Documentos… Requerimientos… en cualquiera.