– Tú mira la D y yo miraré la R.
Voy bajando la línea alfabética y quitando la tapa de cada una de las cajas. De la G a la H… de la Y a la K… la L hasta Lu. Cuando llego a la penúltima caja, veo que casi toda está dedicada a «Personal». Tengo problemas. No es posible que la última cuarta parte del alfabeto quepa en la última caja. Es evidente, le quito la tapa y veo que tengo razón. «Prensa»… «Presidencia (comisiones)»… «Publicaciones». Ahí se acaba. «Publicaciones».
– En «Documentos» no hay nada -dice Pam-. Voy a empezar con la…
– ¡Nos falta el final!
– ¿Qué?
– ¡No está aquí, aquí no están todas las cajas!
– Tranquilízate, Michael.
Me niego a escucharla y me precipito hacia la zona reducida donde estaban almacenadas las cosas de Caroline. Me tiemblan las manos al ir moviendo las pilas de todas las cajas de alrededor. Palmer… Pérez… Perlman… Poirot. No hay nada que diga Caroline Penzler. Frenético, voy regateando por los pasillos improvisados en busca de algo que pueda habérsenos pasado por alto.
– ¿En qué otro sitio podrían estar? -pregunto, ya histérico.
– No tengo ni idea, hay depósitos por todo el edificio.
– Necesito un sitio concreto, Pam. «Por todo» es demasiado vago.
– No lo sé. ¿Tal vez en el desván?
– ¿Qué desván?
– En la Quinta Planta, junto al Salón del Tratado Indio. Al me dijo una vez que lo usaban para los sobrantes. -Comprende que nos falta mano de obra y añade-: Tal vez deberíamos llamar a Trey.
– No puedo, está controlando a Nora en su despacho. -Miro las catorce cajas que tenemos extendidas delante-. ¿No podrías…?
– Yo miraré éstas -me dice, leyéndome el pensamiento-. Tú vete arriba. Mándame un busca si necesitas ayuda.
– Gracias, Pam. Eres la mejor.
– Sí, sí -responde-. Yo también te quiero.
Me paro en seco para escrutar sus ojos azules. Sonríe. No sé qué decir.
– Deberías marcharte ya de aquí -añade.
No me muevo.
– Vamos -dice-. ¡Largo de aquí!
Echo a correr hacia la puerta y miro hacia atrás para tener una última imagen de mi amiga. Ya está enfrascada en la caja siguiente.
De vuelta por los pasillos del sótano, me escurro con la cabeza baja entre un grupo de limpiadores que empujan cubos y fregonas. No quiero correr riesgos. En el momento en que me descubran, se acabó. Sigo por el pasillo, doblo otra esquina, me agacho bajo una tubería de ventilación y paso de largo dos entradas de escalera distintas. Ambas están vacías, pero ambas llevan a pasillos llenos de gente.
Cuando llevo un cuarto de pasillo recorrido, meto los frenos y pulso el botón para llamar al ascensor de servicio. Es el único sitio donde sé que no me tropezaré con otros colegas. No hay nadie en la Casa Blanca que se considere a sí mismo de segunda.
Espero, ansioso, vigilando este horno de pasillo. Debemos de estar a treinta grados. Tengo los sobacos de la camisa empapados. Lo peor es que estoy al descubierto. Si viene alguien, no hay donde esconderse. Tal vez pudiera colarme en algún cuarto, por lo menos hasta que llegue el ascensor. Miro a mi alrededor para ver qué… Oh, no. ¿Cómo puedo haber pasado eso por alto? Está justo frente al ascensor, mirándome directamente a la cara: un pequeño rótulo en blanco y negro que dice: «Sala 072 -USSS/UD», las siglas de la División Uniformada del Servicio Secreto de los Estados Unidos. Y aquí estoy yo, plantado precisamente delante.
Miro hacia arriba, buscando una cámara en el techo. Entre los cables, detrás de las tuberías. Es el Servicio Secreto, tienen que tenerla en algún lado. No consigo descubrirla y me vuelvo hacia el ascensor. Puede que no haya nadie vigilando. Si todavía no han aparecido, es que hay bastantes probabilidades.
Aprieto el botón de llamada con el pulgar. El indicador encima de la puerta dice que está en la primera planta. Treinta segundos más, es todo lo que necesito. Detrás de mí suena un chirrido de mal agüero. Me vuelvo rápidamente y veo que el pomo de la puerta está girando. Alguien va a salir. El ascensor llega por fin, haciendo sonar su campana, pero las puertas no se abren. A mi espalda oigo chirriar los goznes. Una rápida ojeada me ofrece a un agente de uniforme que sale de la habitación. Está justo detrás de mí al abrirse el ascensor. Si quisiera, no tendría más que alargar el brazo y cogerme. Avanzo despacio y entro con calma en el ascensor, rezando para que no venga detrás. Por favor, por favor, por favor, por favor, por favor. Incluso mientras se cierra la puerta, podría meter la mano en el último instante si quisiera. Sin volver la cara, bizqueo con aprensión. Y por fin oigo que las puertas se cierran.
Ya solo en el montacargas oxidado, me doy la vuelta, aprieto el botón del cinco y dejo reposar la cabeza para atrás contra la pared desconchada. Al ir acercándome a cada piso me siento un poco tenso, pero el ascensor va pasando uno tras otro sin pararse. Directos hasta arriba. A veces es rentable ser de segunda categoría.
Cuando se abren las puertas en el último piso del EAOE, asomo la cabeza y observo el pasillo. Hay un par de jóvenes de traje al fondo, pero aparte de eso el camino está libre. Siguiendo las instrucciones de Pam, voy directo a la puerta que está a la izquierda del Salón del Tratado Indio. Al contrario que la mayoría de las puertas del edificio, no tiene rótulo. Y está abierta.
– ¿Hay alguien? -pregunto al abrir la puerta.
No hay respuesta. La habitación está a oscuras. Al entrar veo que ni siquiera es una habitación. No es más que un minúsculo cuartito con una caja de escalera de rejilla metálica que lleva hacia arriba. Eso debe de ser el desván. Vacilo al poner el pie en el primer peldaño. En cualquier edificio con más de quinientas habitaciones siempre ha de haber unas pocas que parezcan intrínsecamente prohibidas de por sí. Ésta es una de ellas.
Agarro el pasamanos de hierro y noto una capa de polvo bajo la palma de la mano. Al ir subiendo los escalones, me encuentro metido en otra sauna, por efecto de la falta de aire acondicionado. Antes creía que sudaba, pero aquí arriba… demostración positiva de que el calor asciende. Aquí cada respiración es como un trago de arena.
Sigo subiendo los escalones y descubro dos globos deshinchados de Winnie the Pooh atados al pasamanos. En los dos está escrito «Feliz cumpleaños». Quienquiera que fuera el último que estuvo aquí arriba, debe de haber montado una tremenda fiesta particular.
Al llegar arriba del todo me giro y al fin veo con claridad el desván largo y rectangular. Con techos altos de vigas de madera vistas, toda la luz procede de unas cuantas claraboyas y una serie de ventanas pequeñísimas. Dicho de otro modo, es un espacio en penumbra, atestado de cosas abandonadas. Mesas de oficina desechadas en un rincón, sillas apiladas en otro, y en el centro, como excavado en el suelo, algo que parece una piscina vacía. Al acercarme más me doy cuenta de que esa parte hundida del suelo es, en realidad, la encajadura de una sección de vidriera emplomada a la que rodea una barandilla a la altura de la cadera.
En cuanto mis ojos la descubren, sé que ya la he visto antes. Entonces me acuerdo de dónde estoy. Directamente encima del salón más ornamentado de todo el edificio: el Salón del Tratado Indio. Al mirar para abajo se puede ver su perfil a través de los grandes paneles de vidrio emplomado. Las placas de mármol de la pared. El suelo de enrevesada marquetería. Estuve en ese salón cuando la recepción del AmeriCorps, cuando vi a Nora por primera vez. Este desván está justo encima de él. Su techo de vidrio emplomado es mi suelo de vidrio emplomado.
Más al fondo del desván, encuentro por fin lo que busco. Al otro lado de la barandilla, en el rincón del fondo a la izquierda, hay por lo menos cincuenta cajas de archivos.
Y justo delante de todo, en una fila horizontal, están las seis que ando buscando. Las que dicen «Penzler». Se me hace un nudo en el estómago.