– Desde que tenía once años.
– ¿Once años? -grito-. Oh, Nora…
– Por favor… por favor, ¡no se lo digas a nadie! -suplica-. ¡Por favor, Michael! -Se abren las compuertas; las lágrimas salen de prisa-. Yo… tenía que… ¡no tengo dinero!
– ¿Qué quieres decir con que no tienes dinero?
Respira fuerte, jadea entre los sollozos.
– ¡Para drogas! -solloza-. ¡Es sólo por las drogas!
Cuando dice esas palabras, noto que la sangre desaparece de mi cara. Ese cabrón dominador pervertido. La tiene atrapada con las drogas a cambio de…
– Por favor, Michael, prométeme que no dirás nada. ¡Por favor!
No soporto oírla suplicar. Solloza sin poder controlarse, con los brazos abrazando su torso, ahí de pie, metida en su capullo, con miedo a extender la mano.
Desde el día que nos conocimos, he visto una faceta de Nora Hartson que ella nunca revelaría en público. Amiga y mentirosa, amante y demente. Niña rica aburrida, buscadora de emociones sin miedo a nada, jugadora que desafía cualquier riesgo e incluso, en instantes fugaces, una nuera perfecta. Y la he visto en todas las fases intermedias. Pero nunca como víctima. No la dejaré pasar esto sola. La soledad no es necesaria. La envuelvo con mi abrazo.
– Lo siento -llora, derrumbándose entre mis brazos-. Lo siento mucho.
– Está bien -le digo acariciándole la espalda-. Todo estará perfectamente. -Pero en el mismo momento de decir esas palabras, ambos sabemos que no es así. Empezase por una cosa o por otra, Lawrence Lamb ha arruinado su vida. Cuando alguien te roba la infancia, nunca más la recuperas.
La acuno atrás y adelante, con la misma técnica que uso con mi padre. No necesita palabras; necesita, simplemente, apaciguamiento.
– Tú tendrías que… -empieza a decir Nora con la cabeza enterrada en mi hombro-. Tendrías que marcharte de aquí.
– No te preocupes. Nadie sabe que estamos…
– Va a venir -me susurra-. Tuve que decírselo. Está en camino.
– ¿Quién va a venir?
Se oye el retumbar prolongado de alguien que sube los escalones. Me giro rápidamente y la respuesta aparece en la voz profunda y pausada que resuena en el rincón del desván.
– Apártate de ella, Michael -dice Lawrence Lamb- Creo que ya has hecho bastante.
CAPÍTULO 39
Noto que todos los músculos de la espalda de Nora se tensan al oír el sonido de su voz. Primero creo que es rabia. Pero no. Es miedo.
Como una niña a la que pillan robando monedas del bolso de su madre, se aparta de mí y se pasa la mano por la cara. A velocidad del rayo. Como si nada hubiera pasado.
Me vuelvo hacia Lamb, preguntándome de qué tendrá tanto miedo Nora.
– Intenté detenerlo -exclama Nora-, pero…
– Cállate -le espeta Lamb.
– No lo entiendes, tío Larry, es que yo…
– Tú eres una mentirosa -dice con tono grave. Avanza hacia ella, tiene los hombros tensos, apenas contenidos por su traje de Zegna de corte impecable. Se desliza como una pantera. Lento, calculador, los ojos azules de hielo taladrando a Nora. Cuanto más se le acerca, más se echa ella para atrás.
– ¡No la toque! -le advierto.
No se detiene. Derecho hacia Nora. No ve otra cosa.
Ella corre hacia los archivos y señala con el dedo la caja abierta. Tiembla sin ningún control.
– Mira… está aquí… ya te… te he…
Lamb le apunta con un solo dedo extendido, bien cuidado. Su voz es como un rugido susurrado.
– Nora…
Ella se calla. Silencio absoluto.
Alarga la mano hacia su garganta y la coge por el cuello, sujetándola con el brazo estirado, y observa la pila de carpetas que están a sus pies. Los brazos de Nora parecen de trapo; las piernas le tiemblan. Casi no puede tenerse en pie. Yo sólo puedo mirar, estoy paralizado.
– ¡Suéltela!
Pero tampoco ahora me mira siquiera. Sólo tiene ojos para Nora, que intenta desasirse, pero él la sujeta más fuerte.
– ¿Qué te he dicho de las peleas?
Ella vuelve a quedar inerte, con la cabeza baja, negándose a mirar. Lamb observa el suelo y pone esa sonrisa suya fina y ominosa. La veo en la expresión dura de su cara. Ha visto los expedientes. Sabe lo que he descubierto. Se mete la mano en el bolsillo y saca un encendedor Zippo de plata que lleva el cuño presidencial.
– Coge esto -le dice a Nora, pero ella permanece de piedra-. ¡Cógelo! -le grita, poniéndoselo a la fuerza en la mano-. ¡Y escúchame cuando te hablo! ¿Quieres ser una desgraciada? ¿Eso es lo que quieres?
Se acabó. Basta de melodrama. Me precipito hacia él a toda velocidad.
– He dicho que la suelte…
Lamb se vuelve rápidamente y saca una pistola. Pequeña. Me apunta directamente.
– ¿Qué has dicho? -pregunta.
Me paro en seco y levanto las manos.
– Exactamente -gruñe Lamb.
A su lado, Nora está temblorosa. Por primera vez desde que llegó Lamb, me mira a mí. Lamb la coge por la barbilla y le gira la cabeza hacia él.
– ¿Quién está hablando contigo? ¿Él o yo? ¿Él o yo? -La coge por el cuello, la acerca a él y le susurra al oído-: ¿Te acuerdas de lo que me dijiste? Bien, pues es el momento de mantener la promesa.
Corre la mano hacia el hombro y la empuja hacia abajo, para obligarla a ponerse de rodillas. Las piernas se le doblan, pero por lo menos se resiste.
– ¡No te dejes, Nora! -le grito sólo a un par de metros.
– Último aviso -me dice Lamb, apuntándome con la pistola. Se vuelve otra vez hacia Nora y se asegura de que yo lo vea todo bien. La agarra del cuello con fuerza y le acerca la pistola a la boca-. ¿Quieres que me enfade mucho contigo? ¿Eso es lo que quieres?
Le aprieta el cañón contra los labios y ella mueve la cabeza diciendo que no. Empuja más fuerte. La punta de la pistola rasca contra los dientes apretados. Las rodillas empiezan a ceder.
– Nora, por favor… soy yo. Soy yo sólo. Podemos… podemos arreglarlo… como antes.
Nora mira arriba y sólo puede verlo a él. Lentamente, deja que la pistola resbale entre sus labios. Una lágrima le corre por la mejilla. Lamb sonríe. Y Nora cede. Un último empujón la hace derrumbarse sobre las rodillas. Queda junto a los expedientes dispersos en el suelo. Lamb da un paso atrás y la deja allí sola.
– Ya sabes lo que debes hacer -le dice.
Nora mira el mechero y después otra vez los documentos.
– Es tu oportunidad -añade-. Hazlo bien.
– ¡No lo escuches! -grito.
Sin más advertencia, Lamb se vuelve hacia mí y hace fuego. El arma se dispara con un siseo silencioso. De inmediato, siento un mordisco en el hombro. Me doy una palmada como si quisiera matar un mosquito gigante. Pero cuando levanto la mano la veo cubierta de sangre. Caliente. Tan caliente. Y pringosa. Tengo salpicaduras rojo oscuro por todo el brazo. Sin pensarlo, voy a tocarlo. El dedo entra directamente en el orificio de la bala. Hasta el nudillo. Y entonces noto el dolor. Punzante. Como una aguja gruesa encajada en el hombro. Me recorre todo el brazo como una corriente eléctrica. Me ha disparado.
– ¿Ves lo que me ha hecho hacer? -dice Lamb a Nora-. Tal y como te dije: en cuanto sale la cosa, todo se rompe.
Quiero gritar, pero no me salen las palabras.
– No dejes que te líe -añade Lamb-. Pregúntate a ti misma qué es lo justo. ¿Alguna vez te he puesto en peligro? ¿Alguna vez haría algo en contra de nuestra familia?
Por la expresión vacía de su cara, sé que Nora está perdida. Al ir asentándose el impacto, las punzadas en el hombro se hacen insoportables.
Lamb sigue machacando y señala el mechero en la mano de Nora.
– No puedo hacer nada sin ti, Nora. Sólo tú puedes arreglarlo. Por nosotros. Todo es por nosotros.
Nora contempla el mechero con los ojos llenos de lágrimas.
– Está en tus manos, cariño -la voz de Lamb continúa fría y firme-. Sólo en las tuyas. Si no lo terminas ahora, se lo llevarán todo. Todo todo, Nora. ¿Eso es lo que quieres? ¿Para eso hemos trabajado?