– ¡Tú la mataste! -ruge.
Dentro de mi pecho entra en erupción un volcán de rabia en estado puro. Cargo ciegamente contra él con tanta violencia como puedo. Levanta el arma, pero yo ya estoy allí. Mi hombro bueno colisiona contra su pecho y lo lanza de espaldas contra la pared. La pistola sale volando.
Me niego a ceder, vuelvo a lanzarlo contra la pared y le doy un puñetazo en el estómago. Suelta un brazo y me suelta un tremendo golpe que me da en la mandíbula, pero yo ya estoy más allá del dolor.
– ¿Cree que esto me va a hacer daño? -bramo, descargando el puño contra su cara. Machaco una y otra vez el corte que Nora le abrió en la mejilla. Otra vez. Y otra. Y otra.
Lamb es más viejo y mucho más lento, sabe que no podrá ganar en una pelea con alguien que tiene la mitad de sus años. Comprende que está atrapado y se va alejando de la pared, volviendo hacia el centro de la habitación. Busca desesperadamente la pistola con los ojos. No logra verla. Esa confianza, esa barbilla alzada de ser el mejor amigo del Presidente, se ha esfumado. Se le ve como a punto de caer. La brecha de su cara es una ruina ensangrentada.
– Nunca te ha querido -dice, sujetándose la mejilla.
Intenta distraerme. Pero yo lo ignoro y le doy un golpe en el mentón.
– Ni siquiera te eligió ella -añade-. Se hubiera liado con Pam si yo se lo hubiera mandado.
Le clavo de nuevo el puño en el estómago para que se calle. Y en las costillas. Y en la cara. Lo que sea para que se calle. Doblado por el dolor, se va para atrás, dando tumbos hacia la zona hundida de la vidriera. Sé que es el momento de detenerse, pero… junto a la barandilla está el cuerpo de Nora casi sin vida, tumbada de espaldas, con un charco de su propia sangre que sigue creciendo debajo de ella. No necesito más. Apenas si puedo ver entre mis lágrimas, pero meto toda la fuerza que me queda en un último golpe. Impacta con estruendo y lo lanza bastante más de un metro para atrás.
Choca contra la barandilla, totalmente desequilibrado y, como un balancín humano, voltea sobre el pasamanos y se va directo contra los enormes paneles de vidrio emplomado encastrados en el techo del salón de abajo. Cierro los ojos y espero el ruido de los cristales rotos. Pero solamente oigo un impacto sordo y blando.
Me precipito confuso hacia la barandilla y miro hacia abajo. Lamb, aturdido, yace sobre la gran flor de cristal del gran panel central de la vidriera. No se ha roto. Directamente debajo de él, al otro lado de la vidriera, la gran lámpara de cristal se balancea a causa del impacto.
Lamb exhala un suspiro estremecedor y yo noto un escalofrío que me recorre toda la espalda. Saldrá de ésta.
Allí, suspendido sobre el Salón del Tratado Indio, se gira con gran precaución, consigue darse la vuelta y con sumo cuidado, lentamente, gatea por el cristal hacia la barandilla. Busco la pistola, desesperado. Ahí está, justo al lado del hombro de Nora. Empapada en sangre. Corro a cogerla y me giro veloz y la apunto contra Lamb, que se para de inmediato. Nuestras miradas se desafían; ninguno de los dos se mueve. De repente, frunce los labios. Tiro del percutor.
– Ahórrame el toque dramático, Michael. Si aprietas ese gatillo, nadie te creerá nunca.
– No me van a creer de todas formas. Por lo menos, de este modo, usted estará muerto.
– ¿Y eso en qué va a mejorar las cosas? ¿Vengar al instante a tu novia imaginaria?
Miro a Nora y vuelvo a mirar a Lamb. Ella no se mueve.
– Vamos, Michael, no tienes lo que hace falta…, si lo tuvieras, no te hubiéramos escogido a ti.
– ¿Los dos? Usted la destruyó… la controlaba… ella nunca participó en los planes.
– Si eso hace que te sientas mejor… pero hazte esta pregunta: ¿a nombre de quién crees que está registrada esa pistola? ¿Al mío, al hombre de confianza que intenta proteger a su ahijada? ¿O al tuyo, al del asesino que he tenido que detener?
Al deslizar el dedo en torno al gatillo, las manos me tiemblan.
– Y no nos olvidemos de lo que le pasará a tu padre cuando te metan en la cárcel. ¿Crees que podrá arreglárselas solo?
Sólo un disparo… no hace falta más.
– Se acabó, Michael. Ya estoy viendo los periódicos de mañana: «Garrick mata a la hija del Presidente.»
Se me oscurece la vista. La pistola le apunta directamente a la frente. Exactamente como hizo con Vaughn… para culparme a mí.
Al ver que me retuerzo, Lamb pone una sonrisa fría que me penetra justo por el hombro. Reafirmo la presa del gatillo. Se me tensa hasta el último músculo del cuerpo. Entorno los ojos. La lámpara se bambolea.
– Di buenas noches, Larry -digo.
Sujeto el arma con ambas manos con los brazos estirados para equilibrarla bien. Apunto entre las miras. Ahí está. Por primera vez, se queda sin sonrisa. Se le abre la boca. Doblo el dedo sobre el gatillo. Pero cuanto más aprieto, más me tiembla la mano… y más comprendo… que no puedo. Lentamente, bajo la pistola.
Lamb suelta una risita grave que me lacera.
– Por eso te escogimos a ti -me provoca-. Siempre serás un boy scout.
Es lo que necesitaba oír. Inundado de adrenalina, levanto el arma. Las manos siguen temblándome, pero esta vez aprieto el gatillo.
La pistola se mueve y sólo hace un ruidito hueco. Clic. Aprieto otra vez, fuerte. Clic. Descargada. ¡No puedo creerlo, está descargada!
Lamb se ríe, primero bajito y luego más fuerte. Gatea hacia la barandilla y añade:
– Ni cuando lo intentas, eres capaz de hacer daño.
Rabioso, le tiro la pistola sin balas. Baja el hombro en el último instante y el arma falla por poco y patina sobre el cristal emplomado como una piedra plana por un estanque. Choca dentro del hueco hundido de cristal y acaba aterrizando al otro lado del enorme mosaico. La risita pérfida de Lamb sigue resonando en mi cabeza. No oigo nada más. Y entonces… sí hay algo más. Empieza cuando la pistola choca por primera vez con el suelo de vidrio. Un ligero gorgoteo, como de un cubito de hielo que cae en soda tibia. Y luego se hace más fuerte, más sostenido. Una fisura en la cristalera que empieza a crecer, poco a poco.
Lamb mira para atrás. Los dos lo vemos a la vez, la fractura corre como un rayo a lo largo de los amplios paneles de vidrio.
Toda la escena se desarrolla a cámara lenta. La grieta, como un movimiento casi sensible, zigzaguea desde la pistola en dirección a Lamb, que continúa en el centro del rosetón. Intenta gatear hacia la barandilla. Tras él, el primer trozo de vidrio se quiebra y cae. Después, el segundo. Después otro. El peso de la gran lámpara hace el resto. Como un enorme sumidero de cristal, el centro del mosaico se derrumba. La lámpara cae en picado sobre el Salón del Tratado Indio. Trozo a trozo, la van siguiendo miles de teselas. La ola del golpe se va ampliando desde el punto cero y Lamb lucha por evitar la caída. Alarga la mano y me suplica ayuda.
– Por favor, Michael…
Es demasiado tarde. Yo no puedo hacer nada y los dos lo sabemos. Debajo de nosotros, la lámpara cae al suelo con gran estruendo de cristales rotos.
Nuestras miradas vuelven a encontrarse. Lamb ya no se ríe. Esta vez tiene los ojos llenos de lágrimas. La lluvia de cristales continúa. El suelo desaparece bajo sus pies. Y la gravedad le agarra por las piernas. El agujero no deja de crecer y lo arrastra, aunque sigue luchando por gatear hacia arriba. Pero es imposible salirse del epicentro.
– Miiüaaaeee… -va aullando durante toda la caída.
Hasta que tropieza con la gran lámpara. Sólo ese tremendo crujido me provocará pesadillas durante años.
Cuando caen los últimos vidrios, se dispara la alarma aguda del Salón del Tratado Indio. Me asomo por encima de la barandilla. La vidriera ha desaparecido casi por completo, dejando un agujero abierto. Llevará una eternidad rellenarlo. Abajo, en el suelo, en medio de los vidrios destrozados, están los restos rotos del responsable. Por Caroline. Por Vaughn. Y más que por nadie, por Nora.
Oigo un débil gemido a mis espaldas. Me vuelvo rápidamente, me precipito a su lado y me pongo de rodillas.