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– ¡Nora! ¿Estás…?

– ¿Se ha ido? -susurra, apenas capaz de emitir las palabras. Tendría que estar inconsciente. La voz suena a borbotones por la sangre.

– Sí -le digo, conteniendo una vez más las lágrimas-. Se ha ido. Estás a salvo.

Lucha por sonreír pero eso es demasiado esfuerzo. El pecho se le convulsiona. Se está apagando rápidamente.

– M-m-michael…

– Aquí estoy -le digo, levantándola suavemente entre mis brazos-. Estoy aquí, Nora.

Las lágrimas me corren por las mejillas. Ella sabe que se ha acabado. La cabeza se le cae y cede poco a poco.

– P-p-por favor -tose-. Michael, por favor… no se lo digas a papá.

Tomo aire para recomponerme. Asiento vigorosamente con la cabeza, la llevo bien cerca de mi pecho, pero sus brazos cuelgan, inertes. Los ojos empiezan a ponérsele en blanco. Le aparto con furia el cabello de la cara. El torso se retuerce una última vez y ya está… se acabó.

– ¡No! -grito-. ¡No! -Le sujeto la cabeza y le beso una y otra y otra vez en la frente-. ¡Por favor, Nora! ¡Por favor, no te mueras! ¡Por favor! ¡Por favor! -Pero de nada sirve. No se mueve.

Su cabeza sigue inerte sobre mi brazo y un aliento rasposo, espectral, expulsa el último aire de sus pulmones. Le cierro los ojos con la caricia más suave que puedo controlar. Se ha acabado. Autodestrucción completada.

CAPÍTULO 40

No me dejan irme de la Sala de Situación hasta las doce y cuarto de la noche, cuando los pasillos desiertos del EAOE sólo son una ciudad burocrática fantasma. En cierta manera, pienso, todo estaba planeado voluntariamente; de este modo, no hay nadie por aquí para hacer preguntas. Ni para cotillear. Ni para señalarme con el dedo y susurrar: «Es ése… es él.» Sólo hay silencio. Silencio y tiempo para pensar. Silencio y… Nora…

Bajo la cabeza y cierro los ojos queriendo creer como que no ha sucedido. Pero sucedió.

Cuando voy de regreso a mi despacho, dos pares de zapatos resuenan por el pasillo cavernoso: los míos y los del agente del Servicio Secreto que viene directamente detrás de mí. Me han cosido el hombro, pero cuando llegamos a la sala 170, la mano todavía me tiembla al abrir la puerta. El agente sigue observándome atentamente. En la antesala enciendo las luces y vuelvo a enfrentarme al silencio. Es demasiado tarde para que haya nadie aquí. Pam, Julian… los dos se habrán ido hace horas. Cuando todavía había luz de día.

No me sorprende que la oficina esté vacía, pero tengo que admitir que tenía la esperanza de que hubiera alguien. Pero la cosa es, sin embargo, que estoy yo solo. Y así será por un buen rato. Abro la puerta de mi despacho y trato de decirme otra cosa, pero en un lugar como la Casa Blanca, no hay mucha gente que…

– ¿Dónde coño andabas? -pregunta Trey, levantándose de un salto de mi sofá de vinilo-. ¿Qué tal estás? ¿Has llamado a un abogado? Me han dicho que no tienes, así que llamé a Jimmy, el cuñado de mi hermana, que me puso en contacto con ese tal Richie Rubin, y el tío dijo que…

– Está bien, Trey. No necesito abogado.

Vuelve la vista hacia el agente del Servicio Secreto que entró justo detrás de mí.

– ¿Estás seguro?

– ¿Cree usted que podríamos…? -le digo al agente, dirigiéndole una mirada.

– Lo siento, señor. Tengo órdenes de esperar hasta que usted…

– Escuche, sólo quiero estar unos minutos con mi amigo. No le pido nada más. Por favor.

Nos observa a ambos y finalmente dice:

– Si me necesita, estaré ahí fuera -señala la antesala con la cabeza y cierra la puerta al salir.

Cuando estamos solos, espero otra andanada de preguntas. Pero Trey, en cambio, se queda callado.

Echo una ojeada a la tostadora del alféizar. El nombre de Nora ya no está. Contemplo las letras digitales verdes que se mantienen, casi como si hubiera un error. Rogando para que sea un error. Lentamente, las líneas de letras luminosas parecen devolverme la mirada -parpadean, destellan-, su resplandor más acusado ahora que está oscuro. Tan oscuro. Oh, Nora… Las piernas me flaquean y me apoyo en la esquina de la mesa.

– Lo siento, Michael -me consuela Trey.

Apenas puedo tenerme en pie.

– Por si esto hace que te sientas mejor -añade-, creo que Nora no hubiera… no hubiera tenido una vida feliz. Después de…

Muevo la cabeza sin responder.

– Sí. Es cierto. -Trago saliva con fuerza; todo se pone borroso de nuevo.

– Si puedo hacer algo…

Le doy las gracias con un movimiento de cabeza, intentando encontrar el control de mí mismo.

– Te has enterado de que Lamb…

– Todo lo que sé es que ha muerto -dice Trey-. Lo dicen todos los noticiarios, pero ninguno sabe cómo ni por qué. El FBI ha programado el comunicado para mañana a primera hora.

Está a punto de decir algo más, pero su voz se apaga. No me sorprende. Está demasiado implicado para quedarse al margen. Conoce muy bien los rumores, pero, sencillamente, no quiere preguntar. Lo observo al otro lado de la habitación, lo miro juguetear con su corbata. Apenas si puede sostener mi mirada. Y aunque está pegado al sofá no quiere sentarse. Pero tampoco va a preguntar. Es demasiado buen amigo.

– Dilo, Trey. Alguien tiene que decirlo.

Levanta la vista calculando la situación. Después se aclara la garganta.

– ¿Es verdad?

Asiento con la cabeza, otra vez.

Las cejas de Trey pasan del arco de la curiosidad al círculo de la sorpresa. Se deja caer hasta el sofá.

– La esperé en mi despacho, tal como me dijiste. Mientras Pam y tú hurgabais entre los expedientes, pensé las posibles formas de mantenerla ocupada… expedientes falsos que repasar, llamadas falsas de teléfono que comprobar… hubiera sido perfecto. Pero no apareció.

– Sabía lo que estábamos tramando… lo supo todo el tiempo.

– Así que Lamb…

– Lamb borró su requerimiento del ordenador de Caroline, pero lo que no sabía es que ella era tan maniática como para guardar una copia en papel. Y el FBI no los necesitaba, tenían los expedientes originales. Si he de serte sincero, creo que Nora sabía dónde estaban. Quizá eso fuera su seguro, quizá fuera… quizá fuera algo más.

Trey me observa atentamente.

– Era algo más sin la menor duda.

Sonrío, pero la sonrisa desaparece rápidamente.

– ¿Y ella…? -me dice, vacilante-. ¿Estaba…?

– Peor de lo que te puedas imaginar. Tendrías que haberla visto… cuando entró Lamb… se lo había estado haciendo desde que tenía once años. En sexto grado, Trey. ¿Sabes qué clase de monstruo hay que ser? ¡Sexto grado, joder! ¡Y creían que les hacía un favor!

Mi voz coge velocidad, se precipita, salta, vuela para contarle el resto de la historia. De la pistola de Lamb a la vidriera; de que me friesen en la Sala de Situación a las disculpas exageradas de Adenauer, todo sale como un vómito. Trey no me interrumpe ni una sola vez.

Cuando termino, los dos quedamos allí sentados. Me cuesta horrores no mirar la tostadora, pero el silencio empieza a dolerme. Ella ya no está allí.

– ¿Y ahora qué? -acaba preguntando Trey.

Me acerco a la chimenea y descuelgo lentamente mi diploma de la pared.

– ¡Busca el chivo expiatorio! -continúa Trey-. Aunque tú no lo hayas hecho, van a presentarte como…

– No me van a presentar en ningún sitio -digo-. Por una vez, me creen.

– ¿Sí? -Hace una pausa, inclinando la cabeza-. ¿Por qué?

– Muchísimas gracias -digo, bajando el diploma al suelo y apoyándolo en la base de la chimenea.

– Lo digo en serio, Michael. Nora y Lamb están muer… Sin ellos dos, no tienes más que un requerimiento archivado que lleva el nombre de Lamb. ¿De dónde van a sacar el resto? ¿Movimientos en las cuentas bancarias de Lamb?

– Sí -digo, encogiéndome de hombros-. Pero también… -mi voz se apaga.

– ¿Qué?

No digo nada.

– ¿Qué? -repite Trey-. Dímelo.