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Respiro hondo.

– El hermano de Nora.

– ¿Christopher? ¿Qué pasa con él?

– Aunque ahora esté en el internado -mi voz es de seca monotonía-, andaba por allí cuando iba al instituto. Y todos los veranos.

La expresión atónita del rostro de Trey me indica que es la primera vez que lo oye.

– Pero entonces… qué horror… ¿significa eso que…?

– La prensa no se enterará. Petición personal de Hartson. Llevara la vida que llevara, Nora Hartson morirá como una heroína que ha entregado su vida para atrapar al asesino de Caroline.

– Pero entonces, Lamb y ella…

– Sólo lo has oído porque eres un amigo. ¿Entiendes qué quiero decir?

Trey baja la cabeza y empieza a frotársela. Rápido. Más nervioso que incómodo. A menos que yo saque el tema, es la última vez que oiré hablar de ello.

Vuelvo a la pared de la chimenea, rae pongo de puntillas para alcanzar el retrato que el dibujante del tribunal me hizo durante la encerrona final de prácticas. Está cubierto con un cristal enorme y es mayor de lo que parece a primera vista. Y más grueso también. Necesito todo un segundo para cogerlo con ambas manos. Trey se precipita junto a mí para ayudarme a dominarlo.

– ¿Entonces qué van a hacer? -pregunta Trey mientras ambos lo apoyamos contra el diploma-. ¿Despedirte, u obligarte a dimitir?

Me quedo parado.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿Quieres decir además de por esta sutilísima pista de verte desmantelar tu despacho? Es una crisis, Michael. Lamb y Nora están muertos y tú te acostabas con ella. Cuando las cosas se ponen tan calientes, hay que correr a ponerse a la sombra.

– No me han despedido -le digo.

– Entonces te pidieron que te fueras.

– No llegaron a decirlo, pero… tengo que hacerlo.

Se pone a mirar por la ventana. Todavía hay unos pocos periodistas de guardia en el prado.

– Si quieres, puedo echarte una mano en cuestiones de prensa.

– Sería estupendo.

– Y también podré seguir metiéndote en los actos verdaderamente buenos, no sé, el Estado de la Unión, el Baile Inaugural… lo que quieras.

– Te lo agradezco.

– Y te diré qué más… Cuando solicites tu próximo trabajo, donde sea, puedes estar seguro de que tendrás una carta de recomendación en papel de la Casa Blanca. Robaré un paquete entero, coño… podemos mandar cartas a toda la gente que odiamos: guardias de la ORA, tipos que llaman «machote» a todo el mundo, los de las tiendas que se comportan como si te estuvieran haciendo un favor, esas azafatas cabreadas de los aviones que siempre te engañan y te dicen que no les quedan almohadones («sólo uno por persona, tontito del culín, por mucha tortícolis que tengas»), como si uno fuera a dejarlos sin material para sus guerras de almohadas.

Por primera vez en dos días, me río. En realidad es más bien una tos mezclada con sonrisa. Pero ya es algo.

Trey toma aliento y va conmigo hasta la mesa.

– No lo digo en broma, Michael, de verdad. Pide lo que quieras y te lo conseguiré.

– Ya sé que sí -digo, repasando a toda prisa las pilas de papeles de mi mesa. Notas, horarios presidenciales, hasta mi informe de las escuchas: nada de eso es importante. Se queda todo. En el cajón de abajo a la izquierda encuentro unos pantalones de deporte viejos. Ésos me los llevo. El resto, cajón tras cajón, no lo necesito.

– ¿Seguro que estarás bien? -pregunta Trey-. Quiero decir, ¿qué vas a hacer con tanto tiempo?

Abro el cajón de arriba a la derecha y veo una nota manuscrita: «Llámame y llevaré comida china.» Debajo, un corazón minúsculo y la firma de Pam. Me meto la nota en el bolsillo y cierro el cajón.

– Estaré perfectamente. Te lo prometo.

– No es cuestión de estar perfectamente… es más que eso. Tal vez deberías hablar con Hartson…

– Trey, lo último que necesita ahora mismo el presidente de los Estados Unidos es que un recordatorio permanente de la horrible tragedia de su familia ande circulando por estos pasillos. Además, aunque me pidiera que me quedase… esto ya no es para mí… ya no.

– ¿De qué me hablas?

De un único movimiento habilidoso, descuelgo la foto mía con el Presidente de la pared de detrás de la mesa.

– Estoy listo -le digo, alargándole a Trey lo que queda de mi pared del ego-. Y por mucho que gruñas y te lamentes, ya sabes que es definitivo.

Trey contempla la foto y su pausa dura un segundo de más. Se acabó la discusión.

Me acerco a recoger el diploma y el dibujo de las prácticas, deslizo los dedos bajo el alambre del marco del cuadro, los levanto con la mano y me voy hacia la puerta. Al caminar me van golpeando en las pantorrillas. Puede que sea la última vez en mi vida que estoy en este sitio, pero cuando salgo del despacho, Trey viene justo detrás de mí.

Le lanzo una mirada rápida y le pregunto:

– ¿Entonces seguirás llamándome temprano todos los días para contarme lo que pasa?

– Mañana a las seis.

– Mañana es domingo.

– Entonces, el lunes.

EPÍLOGO

Semana y media después, mi coche sale de la 1-95 y se dirige de nuevo hacia las tranquilas carreteras rurales de Ashland, Virginia. El cielo está de un color azul transparente, y con el otoño temprano, los árboles se cubren de amarillo, naranja y verde. A primera vista, todo está igual que antes… pero entonces, echo una ojeada al retrovisor. No hay nadie. Y en ese momento es cuando más lo noto.

Cada vez que salgo a las tierras de caballos, percibo el dulce aroma de las flores silvestres. Pero según mi coche va girando, al tomar una curva con un seto ámbar, me doy cuenta de que es la primera vez que las he visto de verdad. Es sorprendente lo que tienes justo delante de los ojos.

Absorbo hasta el último tallo de todos los campos abiertos, avanzo serpenteando entre granjas en dirección a esa valla de madera tan familiar. Una curva a la izquierda y hago el resto del camino. Pero la cosa es que, por alguna razón, el aparcamiento de gravilla, la casa de campo, incluso la verja siempre abierta, me parecen más grandes. Así deben ser, decido.

– Mira quién ha llegado por fin -dice Marlon con su dulzón acento criollo-. Ya estaba preocupado por usted.

– Siempre tardo más tiempo del que pensaba. Son las carreteras secundarias las que me lían.

– Mejor tarde que nunca -me tranquiliza Marlon.

Me paro a pensarlo.

– Sí. Supongo.

Marlon mira hacia el periódico que está en la mesa de la cocina. Igual que en todas las conversaciones de las últimas semanas, una pausa embarazosa pende en el aire.

– Siento lo de Nora -acaba diciendo-. Me gustaba. Parecía una auténtica valiente… siempre llamando a las cosas por su nombre.

Me detengo en ese cumplido, pensando si encaja. Unas veces es mejor el recuerdo. Otras veces, no.

– ¿Y mi padre?

– Está en su cuarto -dice Marlon.

– ¿Se lo ha dicho?

– Usted me dijo que esperase, así que esperé. Eso quería, ¿no es cierto?

– Supongo. -Me encamino hacia la habitación y añado-: ¿Cree que realmente podré…?

– ¿Cuántas veces va a preguntarme lo mismo? -me interrumpe Marlon-. Cada vez que usted se marcha, lo único que quiere saber es cuándo volverá. El chico lo quiere como un plato hasta arriba de costillas. ¿Qué más puede usted querer?

– Nada -digo, conteniendo una sonrisa-. Nada de nada.

– ¡Papá! -llamo con los nudillos en la puerta de su habitación y la abro. Dentro no hay nadie.

– Papá, ¿estás ahí?

– ¡Aquí, Michael! ¡Aquí!

Siguiendo su voz, miro por el pasillo. Al final del todo, en el porche trasero, mi padre está al otro lado de una puerta mosquitera saludándome con la mano. Lleva unos caquis arrugados y, como siempre, su camiseta de ketchup Heinz.

– Aquí estoy -canta, arrastrando los pies en un pasito de baile. Me encanta verlo así.

En el momento en que abro la puerta me da un fuerte abrazo y me levanta del suelo. Salto hacia arriba para facilitárselo.