– ¿De verdad crees que soy tan retorcido?
– ¿De verdad crees tú que yo soy tan ingenuo? Ella es la hija del patrón. Una cosa lleva directo a la otra. Te digas lo que te digas, el bicho político que hay en ti no puede ignorarlo. Pero puedes estar seguro: que salgas con la hija del Presidente no quiere decir que seas el Primer Consejero.
No me gusta la manera de decirme eso, pero, en primer lugar, no puedo dejar de pensar en por qué Nora y yo salimos juntos. Es guapa y estimulante. No fue sólo por buscar un ascenso. Por lo menos, me considero por encima de eso.
– ¿Entonces vas a contarme lo que…?
– ¿No podemos hablar de esto más tarde? -lo interrumpo con la esperanza de que se olvide-. ¿Tienes alguna otra predicción para esta mañana?
– Te doy mi palabra en lo del censo. Será grande. Más que sir Elton en Wembley o en el Garden, incluso en vivo en Australia.
Pongo ojos de asombro. Es el único negro del mundo que está obsesionado con Elton John.
– ¿Algo más, Levon?
– El censo. Hoy es la estrella del día. Apréndete cómo se escribe. C-e-n-s-o.
Cuelgo el teléfono y leo en primer lugar lo del censo. Cuando se trata de la política de la política, Trey nunca se equivoca. Incluso entre animales políticos -incluyéndome a mí mismo-, no hay otro mejor. Durante cuatro años, incluso antes de que le salvara el pellejo durante la campaña, ha sido el favorito de la Primera Dama; así que aun cuando no sea más que un secretario de prensa adjunto titular, nada entra en el despacho de la señora sin que antes pase por sus manos. Y les aseguro que son unas manos que saben mucho.
Hojeo el Post mientras me voy zampando a toda prisa un bol de Lucky Charms. Después de la última noche, me vienen bien. Terminados los cereales, repaso el Times y el Journal y ya estoy listo para salir. Con el último periódico bajo el brazo, me voy del apartamento de una sola habitación sin hacer la cama. Con lo de perder el sueñecito suplementario y el gel capilar, voy reconociendo poco a poco, a los veintinueve años, que tengo la madurez encima. La cama deshecha es simplemente un último acto de rechazo. Y uno que no abandonaré pronto.
Son tres paradas de metro para ir de Cleveland Park a Farragut Norte, la estación más próxima a la Casa Blanca. En el tren liquido la mitad del Herald. Normalmente consigo verlo entero, pero los desvíos hacia Simon constituyen una distracción fácil. Si nos vio, se ha acabado. A mediodía estaré enterrado. Bajo la vista y veo una huella digital de tinta donde mis dedos sujetan el periódico.
El tren llega cuando son casi las ocho en punto. Cuando termino de subir la escalera mecánica con el resto de ciudadanos de traje y corbata, la bocanada de calor de Washington me pega en toda la cara. El aire caliente y húmedo del verano es como un lametón de grasa, y la intensidad del sol brillante desorienta. Pero eso no basta para hacerme olvidar dónde trabajo.
A la entrada del Edificio Antiguo del Ejecutivo de la avenida de Pennsylvania, me obligo a subir los empinados escalones de granito y saco la tarjeta de identidad del bolsillo del traje. Todo el entorno tiene un aire distinto del de anoche. No tan oscuro.
La larga cola de colegas que se estira por el vestíbulo esperando para pasar por el control de seguridad me hace ser plenamente consciente de una cosa: cualquiera que diga que trabaja en la Casa Blanca es un mentiroso. Y ésa es la verdad. En realidad, sólo hay ciento dos personas que trabajan en el Ala Oeste, donde está el Despacho Oval. Todos ellos, peces gordos. El Presidente y sus ayudantes principales. Carne de primera especial.
El resto de nosotros, por supuesto, prácticamente todos los que decimos que trabajamos en la Casa Blanca, en realidad trabajamos en la casa de al lado, el Edificio Antiguo de Oficinas del Ejecutivo, la Presidencia del Gobierno, el EAOE, esa mole recargada de siete pisos que se encuentra justo al lado. Claro que este Edificio Antiguo del Ejecutivo alberga a la mayoría de cuantos trabajan en la propia Oficina de la Presidencia, y claro también que está rodeado por los mismos barrotes de hierro negro que circundan la Casa Blanca. Pero que nadie se equivoque: no es la Casa Blanca. Por supuesto, eso no impide que hasta la última persona que trabaja allí cuente a sus amigos y familia que trabaja en la Casa Blanca. Yo incluido.
La cola va menguando y avanzo hacia la puerta. En el interior, bajo un techo de dos pisos de altura, dos agentes del Servicio Secreto uniformados están sentados tras un mostrador alto de recepción y van dando paso a los visitantes al complejo. Intento evitar que mis ojos prolonguen el contacto, pero no puedo dejar de mirarlos. ¿Se habrán enterado de lo de anoche? Sin decir palabra, uno de ellos se vuelve hacia mí y hace un gesto con la cabeza. Me quedo helado, después me relajo rápidamente. Va controlando el resto de la cola y hace el mismo gesto al tipo que tengo detrás. Un simple saludo amistoso, decido.
Los que tenemos tarjetas de identidad esperamos en los tornos. Una vez allí, pongo la cartera en el aparato de rayos X y mi identificación frente a un visor electrónico. Bajo él hay un teclado igual que el de un teléfono, pero sin números. En pocos segundos, mi tarjeta queda registrada, suena un pitido y se iluminan diez números rojos en los botones. Cada vez que alguien lo acciona, los números aparecen en un orden diferente, de manera que si alguien me estuviera vigilando, no podría descifrar la clave de mi PIN. Es la primera línea de seguridad para acceder al EAOE, y probablemente la más eficaz.
Después de introducir mi código, paso por la máquina de rayos X que, como siempre, se dispara.
– Cinturón -le digo al guardia del Servicio Secreto uniformado.
Me pasa el detector de metales manual por el cinturón y confirma la explicación. Lo hacemos todos los días, y todos los días lo comprueba. Normalmente ni siquiera me mira otra vez; hoy, su mirada se mantiene unos segundos más de la cuenta.
– ¿Todo en orden? -pregunto.
– Sí… sí.
No me gusta cómo suena eso. ¿Sabrá algo? ¿Habrán corrido la voz los escoltas de Nora? No, esta gente no. Con sus uniformes blancos de guardias de seguridad, abotonados hasta abajo, los guardias del Servicio Secreto de la puerta principal del EAOE son distintos de los agentes de paisano que custodian a Nora y a la Primera Familia. En la jerarquía de los agentes, esos dos mundos raramente se mezclan. Me repito esto mientras recojo la cartera de la cinta transportadora y pongo rumbo a mi despacho.
En el momento de abrir la puerta de la sala 170, veo que Pam corre directamente hacia mí.
– Da la vuelta… vamos adelantados -exclama, con el fino pelo rubio remolineando tras ella.
– ¿Cuándo…?
– Ahora mismo. -Me coge por el brazo y me da la vuelta-. El Gabinete acabó temprano, así que Simon nos metió prisa. Al parecer, tiene algo que hacer. -Antes de que yo pueda decir una palabra, añade-: ¿Qué te ha pasado en la frente?
– Nada -digo mirando el reloj-. ¿A qué hora lo han convocado?
– Hace tres minutos -me responde.
Corremos al unísono por el pasillo. Por suerte para nosotros, tenemos despachos en la primera planta, lo que significa que también tenemos el recorrido más corto hasta el Ala Oeste. Y el Oval. Para alguien de fuera, eso puede parecer una minucia, pero para nosotros los del EAOE, importa. La proximidad lo es todo.
Mientras los tacones de nuestros zapatos resuenan sobre el suelo de mármol de cuadros blancos y negros, voy viendo al frente la salida a la West Exec. Abrimos una de las puertas dobles, salimos y cruzamos la calle interior que separa el EAOE y la Casa Blanca. Al otro lado de ese estrecho paso, nos dirigimos al arco que conduce al Ala Oeste y atravesamos otros dos juegos de puertas. Frente a nosotros, un guardia del Servicio Secreto de pelo negro rizado está sentado ante una mesa y comprueba las tarjetas que llevamos colgadas del cuello. Si nuestras tarjetas tuvieran un fondo naranja, sabría que sólo teníamos acceso al EAOE y tendría que habernos detenido. El fondo azul significa que podemos ir casi a cualquier parte, incluyendo el Ala Oeste.